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PARA EL CAMINO
Si Dios es amor y es todopoderoso, ¿por qué permite que a las personas buenas les ocurran cosas malas? ¿Si hay tantos «libros sagrados», por qué tengo que creer que la Biblia es la Palabra inspirada e infalible de Dios? ¿Cómo puedo saber qué Jesús es más que un mito que se ha venido arrastrando por cientos de años? ¿Quién dice «la verdad»?
La otra noche me puse a mirar un programa en la televisión en que las personas llevan objetos antiguos, para que los «expertos» les digan qué valor tienen. Mi esposa y yo tenemos dos razones por las cuales miramos este programa. Por un lado, para aprender al menos un poco a distinguir entre lo que es original y lo que es una simple réplica. Pero lo que más nos gusta es observar a las personas. Es interesante ver cuando a una persona que cree que lo que tiene no vale nada le dicen que en realidad posee un tesoro que vale una fortuna. Y también es interesante ver cuando a quienes piensan tener en sus manos una fortuna, les dicen que lo que poseen sólo les alcanzaría para llenar el tanque de gasolina.
En el programa de anoche, una señora anciana muy dulce se apareció con unas piezas de jade blanco que su esposo había comprado cuando había estado destacado en el extranjero. Le había dicho que las había conseguido en un lugar de compra-venta, pero nunca supo qué había dado él a cambio. A ella siempre le habían gustado, pero quería saber si valía la pena seguir teniéndolas en la vitrina y quitándoles el polvo por el resto de su vida. Después de observarlas, el experto se le acercó a la anciana y muy lentamente le dijo: «Estas piezas son preciosas… fueron hechas en el siglo 18 para la Corte Imperial. Esta tiene un valor de 6.000 dólares, esa otra 8.000, y la más pequeña 5.000». Luego continuó: «En conjunto, su jade blanco se podría vender entre 40 y 60.000 dólares». La anciana le pidió al experto que repitiera esta última parte, porque no lo podía creer. Estaba sorprendida, conmocionada, y asombrada por lo que acababa de descubrir. Durante todos esos años no supo lo que había tenido en su casa. En un instante, lo común dejó de ser común, la baratija se convirtió en tesoro, y ella pasó a ser la dueña de una riqueza inimaginable. Estaba tan feliz y era tan dulce, que uno no podía menos que alegrarse por ella. De más está decir que si nunca hubiera llevado esas piezas de jade blanco para que fueran inspeccionadas, si las hubiera seguido dejando en la vitrina contentándose con limpiarlas y mirarlas de vez en cuando, nunca habría descubierto su valor. Qué triste hubiera sido que eso pasara.
Casi tan triste como las personas que han escuchado hablar de Jesús, que saben que él existe, pero que nunca lo miran con detenimiento. Personas que nunca ven que, en el Niño de Belén, en el Cristo de la cruz, en el Salvador del domingo de Resurrección, han recibido el regalo más grande de todos los regalos.
Se me ocurre que es fácil ser una de esas personas que no tiene nada en contra de Jesús, pero que, por una razón u otra, ha decidido que él no es más que un personaje del pasado. Un personaje quizás interesante, pero no influyente. Es que, si uno quiere, puede inventar muchas razones para pasar por alto a Jesús, para ignorarlo, para no valorarlo.
¿Qué clases de razones? Algunas personas aprendieron desde niños que el cristianismo es algo que se vive de la boca para afuera. Quizás sus padres les obligaron a ir a la iglesia los domingos y a tomar la comunión, pero el resto de la semana vivían como si Dios no existiera. O quizás les cueste creer en Jesús porque han visto las cosas horribles que algunos de sus seguidores hacen. Hace cientos de años, durante las Cruzadas, los soldados fueron a la guerra en nombre del Príncipe de Paz. Hoy día los periódicos y la televisión están llenos de historias que hablan de sacerdotes y pastores que predican una cosa y viven otra completamente opuesta.
Son muchas las cosas que pueden mantener a Jesús en la vitrina. Es posible que usted piense que muchas de las cosas que decimos los cristianos no tienen sentido, o no son lógicas. Más aún, es posible que usted piense que nuestra insistencia en tratar de hacerle creer lo que nosotros creemos es una falta de consideración, una invasión de su privacidad, y una demostración de lo cerrado de nuestras mentes. Si es así, todas esas cosas pueden ser sus excusas para mantenerse alejado de Jesús.
¿Por qué está alejado de Jesús? Quizás tiene preguntas, pero no se atreve a hacerlas. Preguntas como: «Si Dios es amor y es todopoderoso, ¿por qué permite que a las personas buenas les ocurran cosas malas?» O quizás le gustaría que alguien le explique por qué, si hay tantos «libros sagrados», tiene que creer que la Biblia es la Palabra inspirada e infalible de Dios. Quizás quisiera que alguien le aclare por qué Jesús es más que un mito o una tradición que se ha venido arrastrando por cientos de años. Quisiera preguntar, pero no lo hace. Porque si lo hace, teme que se le diga: «No tenemos por qué saber; todo es cuestión de fe».
En realidad sí hay razones para creer lo que creemos, razones lógicas, racionales, y sensatas. Pero aún así es fácil descartar a Jesús cuando hay tantos científicos que invierten tiempo y energía en tratar de convencer a la gente que «quien cree en todas esas tonterías, es un ingenuo», y cuando los profesores universitarios denigran al estudiante que no se conforma al escepticismo y burlas del currículo. Es fácil no creer en Cristo como Salvador cuando el clima político de nuestra cultura ha calificado de «políticamente incorrecto» a todo quien acepte como verdad que «Jesús es el único Salvador del mundo».
Mi amigo, no sé cuál es la razón que le impide darle a Jesús el valor que tiene; sólo sé que son muchos los que están en su situación. Pero no se preocupe, no voy a empezar a gritarle. No voy a gritarle porque Jesús nunca lo hizo. No es que él nunca se haya enojado, o que nunca haya hablado fuerte y con convicción. Pero Jesús reservó su desprecio y aversión para aquéllos que habían derramado su veneno sobre el amor de su Padre y el llamado del Espíritu Santo. Porque cuando Jesús se encontraba con personas que tenían preguntas sensatas y dudas serias, las trataba en forma considerada y comprensiva, y les respondía con sinceridad y en una estilo que ellos pudieran comprender.
Lea los Evangelios y encontrará a Jesús hablando con personas como usted y yo. Nunca va a encontrar a Jesús reprendiendo o reprochando a quienes se le acercaron con preguntas honestas. Al contrario, la Biblia casi da a entender que el Salvador esperaba que las personas dudaran para poder aprovechar la oportunidad para aclarar todas sus dudas.
Déjeme darle algunos ejemplos de personas muy parecidas a usted y a mí. Al comienzo del ministerio de Jesús, antes de que hubiera llamado a sus discípulos, Juan el Bautista lo identificó como el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. Cuando algunos de los discípulos de Juan decidieron comprobar si el hijo de un carpintero de Nazaret era el Cristo, Jesús no les dio un discurso teológico, ni una lista de libros para leer, ni los llevó a la sinagoga principal. No, Jesús simplemente les extendió una invitación con una sola palabra: «Vengan». Y junto con esa invitación, les aseguró: «Vengan, y verán». El resultado fue que fueron, vieron, y Jesús se convirtió en algo tan valioso e importante para ellos, que se pasaron el resto de sus vidas siguiéndolo, creyendo en él, y compartiendo su historia de salvación.
En una oportunidad, Jesús invitó a otro hombre a que lo siguiera. Lo primero que ese hombre hizo fue pasarle el mensaje a otro hombre llamado Natanael. Con gran entusiasmo le dijo: «Hemos encontrado a quien buscábamos, al Salvador prometido por Moisés y los profetas. Ven conmigo, te tengo que presentar a Jesús de Nazaret». Esa última parte, la que decía que Jesús era de Nazaret, fue la que desmoralizó a Natanael. ¿Por qué? Es que Natanael, como muchas personas en esa época, había estudiado los escritos que hoy nosotros conocemos como el «Antiguo Testamento». Si así era, seguramente recordaba una de las promesas concernientes al Mesías que habría de venir, que dice que el Salvador habría de nacer en Belén. Por lo tanto, si Jesús era realmente de Nazaret, no podía ser el Mesías prometido. Lamentando tener que contradecir el entusiasmo de su amigo, Natanael le respondió: «Bien sabes que nada bueno, y ciertamente nada tan bendito y necesitado como el Salvador, va a venir de Nazaret». La objeción de Natanael fue descartada con la convincente invitación de Felipe: «Ven y verás».
No sé si lo hizo por complacer a su amigo, o por curiosidad, o porque, a pesar de la evidencia en contra, estaba tratando de mantener la mente abierta, pero Natanael fue y vio. Tampoco sé que sucedió en el primer encuentro de Natanael con Jesús. La Biblia nos dice que, viendo venir a Natanael y Felipe, Jesús anunció: «Miren, aquí viene un israelita en quien no hay falsedad». Fue un comentario interesante que no pasó desapercibido. Al oírlo, Natanael le respondió: «No recuerdo que nos hayamos encontrado antes, ¿de dónde me conoces?» Jesús le contestó algo: «Natanael, antes de que Felipe te buscara, cuando creías que estabas solo, te vi debajo de la higuera». Este último dato no nos dice mucho a nosotros, pero a Natanael se lo dijo todo. En un instante, su duda y su incredulidad se desvanecieron, y con gran entusiasmo reconoció en Jesús al Mesías, diciendo. «Maestro, ¡tú eres el Hijo de Dios, el Rey de Israel!» A lo que Jesús contestó: «Mi amigo, no has visto nada aún. Sólo te he dado lo que necesitabas para creer, pero antes de que tu tiempo conmigo se termine, tú, al igual que tu antepasado Israel, habrás de ver el cielo abierto y a los ángeles subiendo y bajando sobre mí, pues yo soy el Salvador prometido». Y esa promesa fue cumplida.
Jesús no tiene problemas con las personas como usted que tienen dudas honestas. Cuando la vida de Juan el Bautista estaba llegando a su final, desde la prisión le preguntó a Jesús: «¿Eres tú el Salvador que hemos estado esperando, o debemos esperar a otro?» En vez de enojarse, Jesús, que ese mismo día había mostrado su poder divino sanando enfermos, le dijo a los discípulos de Juan que le llevaran el siguiente mensaje: «Díganle a Juan lo que han visto y oído. Díganle que los ciegos ven, los cojos caminan, los leprosos han sido limpiados, los sordos oyen, los muertos vuelven a la vida, y los pobres reciben las buenas noticias de Dios». Y luego agregó: «Amigos, recuérdenle a Juan que bienaventurado es quien no tropieza por causa mía» (Lucas 7:22 parafraseado).
Una y otra vez, la Escritura muestra a Jesús recibiendo con alegría a quienes se le aproximan con reservas y dudas honestas y sinceras. Años más tarde, después de haber finalizado su ministerio y después de haber resistido las tentaciones del diablo y del pecado; después de haber sido acusado por su iglesia, y traicionado por un amigo; después de haber sido condenado y crucificado, Jesús resucitó de la muerte. Ese acontecimiento, a pesar de haber sido profetizado, fue totalmente inesperado, aún para sus amigos más cercanos, que recibieron la noticia con sincera incredulidad. Tomás, uno de sus discípulos, respondió a la noticia de la resurrección diciendo: «A menos que vea la marca de los clavos en sus manos y ponga mi dedo en ellas, y mi mano en su costado, no lo voy a creer». Honestamente, si yo hubiera estado allí, probablemente hubiera dicho las mismas palabras… algunos de ustedes todavía las dicen hoy.
Apenas había pasado una semana desde que Tomás había dicho eso, cuando Jesús, el Señor resucitado, fue a buscarlo. La llegada del Salvador a una pieza cerrada con llave no fue anunciada con un gran trueno, y sus primeras palabras al discípulo incrédulo no fueron de reproche o condenación. Jesús no lo reprendió ni lo humilló. Al contrario, lo invitó a que lo tocara, para que viera, sintiera y supiera que estaba realmente vivo. La Escritura nos dice cómo la tristeza y la incredulidad de Tomás inmediatamente fueron disipadas por una renovada fe en su Señor. En apenas un instante Jesús, el maestro, se convirtió en el Salvador del mundo. ¿Se da cuenta cómo trata Jesús a quienes dudan?
Cuenta la historia que una vez el filósofo griego Sócrates vio a uno de sus estudiantes entrar en una casa de mala reputación. Acercándose a la casa, el filósofo llamó en voz baja a su estudiante. El estudiante, totalmente avergonzado, decidió quedarse adentro, esperando que su maestro se cansara de llamarlo y se marchara. Pero Sócrates siguió insistiendo. Finalmente, con el rostro rojo de vergüenza y la cabeza caída, el alumno abrió la puerta y se apareció ante su maestro. Para su sorpresa, en vez de darle una severa reprimenda, con mucho cariño en la voz Sócrates le dijo: «¡Sal de allí, hijo! El dejar esa casa no es una deshonra. La única deshonra fue haber entrado y haberte quedado en ella».
El Señor Jesús nos está diciendo lo mismo a nosotros hoy. Él comprende nuestras dudas, y sabe que es difícil creer que nuestro Padre fuera capaz de amarnos tanto como para dar la vida de su propio Hijo por la suya y la mía. Jesús sabe que el mundo se esfuerza por impedirle que usted crea que la historia de la salvación es real, y que Jesús es su Salvador. Él sabe que es difícil creer en milagros, o que alguien, aún el Hijo de Dios, pueda vencer la muerte y la tumba. Él lo sabe, y lo comprende. Es por eso que Jesús le dice: «No es ninguna deshonra que deje atrás su incredulidad y sus dudas. La única cosa deshonrosa y condenable es que siga aferrándose a su incredulidad».
«Venga y vea»… el amor de Dios para usted es real, y su invitación también lo es. En su nombre le invito a que «venga y vea». Vea que Jesús no es simplemente un buen hombre, o un buen consejero, o un buen maestro. Él es su Salvador, el Señor de su vida. «Venga y vea»… le garantizo que si lo hace, su asombro será grande. «Venga y vea»… y podrá decir junto con Natanael: «Jesús, tú eres el Hijo de Dios, el Salvador de mi alma».