PARA EL CAMINO

  • El diablo también cree

  • febrero 1, 2009
  • Rev. Dr. Ken Klaus
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Marcos 1:23-24
    Marcos 1, Sermons: 12

  • A todos los que están pasando por problemas e indecisiones; a todos los que se sienten perdidos y abandonados; a todos los que se encuentran en medio de la oscuridad de la depresión y la duda, el Salvador crucificado y resucitado les dice «vengan a mí».

  • Hace varios siglos una pequeña aldea de Lituania fue invadida con una extraña plaga. Lo extraño era que, cada vez que alguien contraía la enfermedad, casi inmediatamente caía en un coma profundo. Un gran porcentaje de las víctimas nunca logró salir del coma. Es más, la mayoría murió en las primeras 24 horas. Digo que «la mayoría murió», porque de vez en cuando, inesperadamente y sin ninguna explicación, algunos se recuperaban y se sanaban totalmente.

    Desgraciadamente, esto presentó un problema, ya que en esa época la tecnología médica todavía no era avanzada. Al no tener la posibilidad que tenemos hoy de medir la actividad del cerebro y del corazón, a quienes atendían a estos enfermos se les hacía muy difícil determinar quién seguía vivo y quién estaba muerto.

    Dada la magnitud de la plaga, las autoridades se habían puesto de acuerdo en que era mejor deshacerse de los muertos lo más pronto posible, por lo que los enterraban inmediatamente. Pero eso cambió el día en que fue descubierto que, sin darse cuenta y sin quererlo, habían enterrado vivo a uno de sus habitantes, que terminó muriendo no por la enfermedad, sino por haber sido enterrado.

    Al enterarse de esa tragedia, toda la aldea fue convocada a una reunión para resolver qué hacer para que eso nunca más sucediera. Después de muchas discusiones y deliberaciones, la mayoría de las personas aceptó la propuesta que, de ahí en más, cada vez que enterraran a alguien le iban a poner comida y agua dentro del féretro, y también un tubo que saliera del féretro a la superficie por el que entraría aire fresco, y por el cual, en caso de estar vivo, el individuo podría pedir ayuda.

    Estos cambios implicaban más gastos para la comunidad, pero aún así casi todos estuvieron de acuerdo en que ningún costo era demasiado grande comparado con la posibilidad de que un ser querido tuviera que enfrentar el terror de ser enterrado vivo. Dije que «casi todos» estuvieron de acuerdo, porque hubo un grupo pequeño que propuso una alternativa mucho menos costosa. Aunque cueste creerlo, este grupo sugirió que cada féretro tuviera una lanza en el lado de adentro de la tapa, justo sobre el pecho del difunto, así cuando se lo cerrara se le clavaría en el corazón, eliminando toda posibilidad de que alguien quedara vivo.

    Parece mentira que, en una comunidad tan pequeña, pudiera haber dos grupos con pensamientos tan opuestos. Nos resulta difícil creer que pueda haber personas tan desalmadas y crueles, ¿no es cierto?

    Lamentablemente, no. Si no me cree, vaya a una clínica de abortos y verá cuántos padres deciden terminar la vida de sus hijos por razones económicas, o por vergüenza, o porque no quieren arruinarse la vida. O recuerden cómo una gran parte de la población de Alemania estuvo de acuerdo con la propuesta de Hitler de crear «una raza superior», aunque para lograrlo tuvieran que matar millones de millones de inocentes. Es que la crueldad y la maldad están en todos lados.

    En este mismo momento hay dos bandos que se están disputando dónde habrá de pasar usted la eternidad. De un lado está Satanás quien, con sus diabólicos secuaces, se dedica a hacer todo lo posible para asegurarse que usted esté real, verdadera y eternamente muerto. Para lograrlo han inventado todo tipo de mentiras y engaños porque quieren estar seguros que, cuando usted dé su último suspiro, se pierda para toda la eternidad.

    Del lado opuesto a las fuerzas del diablo y los siniestros principados de la oscuridad se encuentra el Dios Trino del cristianismo, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Junto con sus fieles ángeles, este Dios ha mostrado que está dispuesto a pagar el precio, cualquier precio, aún el precio de la vida de su Hijo, con tal de asegurarse de que, cuando usted muera, pueda pasar de largo por el infierno, y entrar en una eternidad de alegría y felicidad en el cielo.

    Sé que cuando hablo del diablo y los demonios, inmediatamente muchos de ustedes comienzan a sonreír porque piensan que eso no es más que una tontería. Son muchos los que, cuando se habla de la guerra constante que existe entre el bien y el mal, lo toman como si fuera una broma o una historia producto de una leyenda. A muchas personas, y quizá usted sea una de ellas, nunca se les ocurre pensar que la lucha por nuestras almas es algo que debe ser tomado en serio.

    Cada vez son menos los que toman en serio las Escrituras, y más los que ignoran totalmente la advertencia que la Biblia nos hace cuando dice: «Su enemigo el diablo ronda como león rugiente, buscando a quién devorar» (1 Pedro 5:8). Para esas personas, la historia de la tentación de Adán y Eva en el Jardín del Edén no es más que una leyenda proveniente de una época supersticiosa.

    Si eso es lo que usted cree, permítame que le invite a echar una mirada a algo que sucedió al comienzo del ministerio terrenal de Jesucristo. El primer capítulo del Evangelio de Marcos nos habla de un incidente ocurrido en Capernaúm, un próspero pueblo de pescadores ubicado en la costa norte del lago de Galilea. Todo comienza cuando Jesús se aparece en la sinagoga local y, por ser un invitado de honor, se le pide que se dirija a quienes allí estaban reunidos. En esa época era costumbre que el predicador invitado comenzara su discurso citando a algún sabio, o muy respetado pilar de la comunidad cuya reputación fuera impecable e irrefutable. Lamentablemente, la mayoría de las veces terminaba siendo un discurso totalmente aburrido que no inspiraba para nada a los oyentes.

    Pero este predicador invitado no hizo lo que los demás hacían normalmente en situaciones similares. No lo hizo porque no tenía que hacerlo. Él había estado presente cuando el mundo había sido creado y cuando Adán y Eva habían sido puestos en el Jardín del Edén; también había estado presente cuando nuestros primeros antepasados se apartaron de él, sucumbiendo a las tentaciones de Satanás y pecando, y aún cuando el Padre prometió sacrificarlo para que pudiéramos ser rescatados de las fuerzas de la muerte y el infierno.
    Jesús no necesitó hablar de los sabios del pasado cuyo resplandor, comparado con su sabiduría total y absoluta, no era más que como la luz de una vela. ¿Acaso no había escuchado las quejas y críticas de los Hijos de Israel cuando vagaban por el desierto? ¿Acaso no había visto cómo el Pueblo Prometido una y otra vez abandonaba al Dios verdadero para seguir a otros dioses falsos? Jesús había visto todo eso, y mucho más.
    Es por eso que, cuando habló ese día en Capernaúm, habló del pecado y de la gracia de Dios, y llamó a las personas al arrepentimiento y a la redención que pronto habría de comprar en la cruz del Calvario y en la tumba vacía del domingo de resurrección. Las palabras de Jesús estuvieron llenas de poder y autoridad. Aún cuando no tenemos registrado su mensaje, sí se nos dice cómo reaccionaron quienes le escucharon. La Biblia dice que todos se asombraron ante la autoridad con que hablaba.

    Bueno, en realidad no «todos» se asombraron. No todos fueron consolados con el mensaje de Cristo, ni todos se sintieron bendecidos por la esperanza que les ofrecía y el perdón que habría de comprar a tan alto costo. Había una persona en la sinagoga de Capernaúm que odiaba lo que estaba escuchando y se sentía asustada, furiosa, y con miedo. Era un hombre poseído por un «espíritu maligno», quien le gritó: «¿Por qué te entrometes, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Yo sé quién eres tú: ¡el Santo de Dios!»

    Aún cuando el diablo no haya querido decir la verdad, lo que dijo fue cierto. Jesús era el Mesías prometido que había nacido para vivir y morir y poder rescatar así las almas perdidas de la humanidad. El acto de salvación de Jesús no está confinado al día de su tortura y crucifixión. Al contrario, Jesús vivió toda su vida rechazando las tentaciones de Satanás y cumpliendo las leyes de Dios que nosotros hemos traspasado. El demonio estaba en lo cierto: Jesús había venido para ofrecerse a sí mismo como rescate por nosotros para liberarnos de la esclavitud de Satanás, del pecado, y de la condenación eterna. La prueba de que lo logró quedó demostrada claramente en su victoriosa resurrección de entre los muertos.

    Temiendo por lo que podría suceder, ese demonio, que sabía de la misión de Jesús y temblaba ante sus consecuencias, desafió a Jesús diciendo: El cuerpo y alma de este pecador me pertenecen. Él es mío por todas las cosas malas que ha hecho, por todos los pensamientos perversos que ha tenido, y por la naturaleza pecaminosa con que ha nacido. Yo tengo todo el derecho sobre él. No te metas en cosas que no te corresponden. Déjanos tranquilos. No tienes derecho a entrometerte».

    No sería la última vez que un seguidor del diablo habría de usar ese argumento. Fíjese en su propia vida. ¿Acaso no ha escuchado más de una vez la voz de la tentación? Cuántas veces esa voz le ha dicho que Jesús no tiene ningún derecho a meterse en sus pensamientos o deseos inmorales, o en su avaricia, o en su egoísmo, o en sus adicciones. El diablo sigue tratando de convencernos de que Jesús no es quién para interferir en nuestra perversión y deshonestidad.

    Para mantener a las personas alejadas del perdón que Jesús ofrece, para evitar que vean la cruz del Calvario en la cual fue pagado el precio del rescate de la humanidad, y para no dejar que los pecadores vean la tumba vacía del domingo de resurrección, Satanás ha manipulado a millones de personas, haciéndoles creer que la historia de la salvación lograda por Jesucristo no es más que un mito, y que el plan de redención del Dios Trino es intercambiable con las creencias falsas de las otras religiones del mundo.

    El diablo ha sido capaz de convencer a muchos de que no es Dios sino ellos mismos quienes tienen el control de todo, y de que nunca tendrán que pasar por el Día del Juicio Final. Al igual que los habitantes de esa aldea de Lituania, Satanás quiere asegurarse de que su muerte sea cierta. Y para lograrlo siembra falso orgullo y extrema auto-suficiencia en su corazón.

    Jesús en cambio, es diferente. Jesús quiere salvarle de la muerte. Ese día, en la sinagoga de Capernaúm, Jesús reprendió al demonio que había poseído a ese pobre hombre. Con autoridad Divina, Jesús ordenó: «¡Cállate! ¡Sal de ese hombre!» Nadie debería sorprenderse de que la misma poderosa Palabra de que creó el mundo fuera capaz de sacar al diablo de ese hombre. El mismo poder que había vencido a los carros de Egipto, que había cerrado la boca de los leones para proteger a Daniel, y que había guiado la piedra con que David mató a Goliat, ese mismo poder ahora arrancaba al demonio del pecho de ese hombre, y lo mandaba de vuelta al foso del infierno.

    El poder de la palabra del Salvador liberó a ese hombre de la esclavitud en que había estado viviendo, quien sin dudas se alegró en su nueva libertad. Pero Jesús sabía que para lograr su perdón y liberarlo de su pecado, iba a costarle más que sólo la palabra.

    El 12 de enero de 1888 la temperatura estaba inusualmente alta en Dakota del Sur, por lo que los niños fueron a la escuela sin abrigos, sombreros o guantes. A la hora de salir de la escuela, la temperatura había bajado drásticamente, el viento soplaba fuerte, y había comenzado a nevar. Un granjero fue con su carreta a buscar a sus tres hijos de 9, 11 y 17 años. Cuando estaban todos acomodados en la carreta y él estaba a punto de subir, los caballos se asustaron por la ventisca y salieron a todo galope. Horas después, a varias millas de distancia, el granjero encontró a sus hijos. La hija mayor estaba junto a los cuerpos congelados de su hermano y su hermana. Cuando vio al padre se refugió en sus brazos, totalmente desconsolada. Más tarde le contó que había tratado de que los tres se cubrieran con su abrigo, pero que no era «suficientemente grande».

    En este mundo hay muchas cosas que no son «suficientemente grandes». Ningún gobierno es suficientemente grande como para resolver todos los problemas de los habitantes de su país. Ningún científico es «suficientemente grande» como para curar todas las enfermedades que existen. Ningún ser humano es «suficientemente grande» como para cubrir todos nuestros pecados y darnos salvación.

    Pero con Jesús es diferente. El amor de Jesús es suficientemente grande para cubrirnos cuando nos rebelamos contra él. Su amor fue suficientemente grande para transformar al asesino Moisés en el líder del Éxodo del pueblo elegido, y también para una y otra vez llamar al arrepentimiento al infiel pueblo de Israel. El amor de Dios sigue siendo suficientemente grande para abarcar el mundo entero… incluyéndonos a usted y a mí. El amor del Salvador, que resistió las tentaciones del diablo; que soportó acusaciones falsas; que sufrió maltrato físico; que lo mantuvo en la cruz y le dio fuerza en la resurrección, es suficientemente grande para quitar nuestros pecados y cubrir este mundo.

    El amor de Jesús envía hoy el Espíritu Santo a este mundo. Arrepiéntanse, crean, y sean salvos. ¿Por qué? Porque sería terrible si sólo el diablo creyera en Jesús.