PARA EL CAMINO

  • Un pedido razonable

  • abril 19, 2009
  • Rev. Dr. Ken Klaus
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Juan 20:19-20, 24-28
    Juan 20, Sermons: 8

  • La muerte de Cristo es atenuada por la resurrección. Para muchas personas la muerte de Jesús no fue el fin de su historia. Pero para otras, la historia de la crucifixión y resurrección no es más que una leyenda o un cuento fabricado. ¿En qué grupo se encuentra usted?

  • Lo que sucede en la historia que les voy a contar es injusto, por lo que seguramente se van a molestar al escucharla. Hace más de un siglo, cuando en el norte del estado de Minnesota se cazaban animales para vender sus pieles, Pedro y su inseparable amigo Prince, mitad perro y mitad lobo, se acompañaban mutuamente en los recorridos diarios por las trampas.

    Un día Pedro se casó, y antes del año él y su esposa tuvieron un varón, al que llamaron Pedrito. Antes de que Pedrito cumpliera dos años, su mamá murió de una enfermedad que hoy día hubiera sido curada fácilmente. Ante la imposibilidad de llevar a Pedrito con él a revisar las trampas, Pedro le ordenó a Prince que se quedara a cuidarlo mientras él hacía el recorrido diario. No cabía duda de que Prince hubiera preferido ir con su dueño, pero sabía que debía quedarse y hacer lo que este le había ordenado.

    Todo iba bien, hasta que Pedro fue tomado de sorpresa por una tormenta que lo obligó a buscar refugio entre las rocas, donde no tuvo más remedio que resignarse a pasar la noche. Apenas comenzó a amanecer, no pudiendo contener más la preocupación que lo consumía, emprendió corriendo el regreso a su casa. Ni bien entró en la cabaña y no escuchó ningún ladrido de bienvenida, se dio cuenta que algo había pasado. Al mirar en la cuna del pequeño vio que había sangre, al igual que en el suelo. ¿Dónde estaba Pedrito? Cuando el pánico ya se estaba apoderando de él, vio salir a Prince, con el hocico cubierto de sangre, de debajo de la cama. Enseguida supo lo que había sucedido. El perro se había dejado llevar por su instinto salvaje, y había hecho lo inconcebible. Enceguecido por una furia totalmente incontrolable, Pedro tomó el hacha, y con un golpe se vengó.

    Prince estaba muerto, y Pedro comenzó a llorar. Cuánto tiempo estuvo llorando, no se sabe. Sólo se sabe que lloró hasta que escuchó un llanto: el llanto inequívoco de Pedrito venía desde debajo de la cama. Casi sin poder creerlo, Pedro se arrodilló, alzó a su hijo, y se puso a revisarlo para ver dónde estaba lastimado. Era cierto que había sangre en su mantita y en sus ropas, pero él estaba intacto. Sólo entonces, al levantar la mirada, fue que vio, en el rincón más oscuro de la cabaña, el cuerpo sin vida de un lobo gris. Al mirarlo con más detenimiento notó que en la boca todavía tenía trozos de la piel de Prince. Una vez más se puso a llorar: había matado a quien había salvado a su hijo.

    Ojalá pudiera decirles que esta historia nunca sucedió, pero lamentablemente no puedo, porque es una historia verdadera. Es cierto que no sucedió hace un siglo en Minnesota, pero sí sucedió. Hace 2000 años, en la provincia romana de Judea, en una colina llamada Calvario, la humanidad clavó a una cruz al Hijo inocente de Dios. Ese día, el día más oscuro de la historia, la humanidad asesinó a la Persona que había dedicado su vida a cumplir con el trabajo que se le había asignado de salvarla. Lo que sucedió ese día fue algo terrible, una tragedia absolutamente injusta, pero me pregunto cuántos de ustedes se molestan tanto ante la injusticia del asesinato del Hijo de Dios que murió para salvar nuestras almas del pecado, la muerte y el diablo, como se molestaron cuando les conté la historia de Pedro y de su perro Prince.

    Para algunos cristianos, el dolor y la tristeza del sufrimiento, sacrificio y muerte de Cristo es atenuado, porque saben que la muerte de Jesús no fue el fin de su historia. Los creyentes sabemos que tres días después de que el cuerpo sin vida de Jesucristo fuera puesto en una tumba prestada, ese mismo Jesucristo volvió a la vida en forma victoriosa. Habiendo cumplido las leyes de Dios que nosotros hemos quebrantado y habiendo evitado los engaños de Satanás, la resurrección de Jesús venció la muerte. Es cierto que los creyentes nos arrepentimos de los pecados que llevaron a Jesús a la cruz; pero también nos alegramos porque gracias a las heridas del Redentor, somos sanados, y gracias a su muerte, vamos a vivir para siempre. Para los cristianos, el dolor de la muerte de Jesús es transformado por la esperanza cierta de que somos salvos por la victoria de su resurrección.

    Pero hay otro grupo de personas, un grupo totalmente distinto, que no lamenta para nada el sufrimiento, sacrificio, y muerte del Salvador. Ese grupo está compuesto por aquéllos a quienes la historia de la crucifixión y resurrección del Señor no es más que una leyenda o un cuento fabricado por los seguidores de Jesús para tratar de hacerse famosos.

    Si usted es uno de ellos, no lo juzgo para nada. Es que eso es lo que muchos piensan, y creen que es su obligación defender sus creencias, aún cuando sea agrediendo o burlándose de los que piensan diferente.

    «-¿Que ‘Dios creó el mundo’? ¡Tonterías!».
    «-¿Que ‘Dios cuida de nosotros’? ¡Quién lo va a creer!».
    «-¿Que ‘Dios envió a su Hijo a que naciera de una virgen para que nos salvara?’ ¡A quién se le ocurre!».
    «-¿Que ‘Jesús resucitó de la muerte al tercer día para que nunca se dudara que había conquistado a la muerte’? Esta verdad la ponen en duda, la desprecian, y la niegan a diestra y siniestra.

    Jesús comprende sus dudas, hasta donde yo sé, nunca se enoja con las personas que dudan. Pero también sé que él siempre ha hecho una distinción entre quienes no pueden creer y quienes, aún cuando la evidencia les dice todo lo contrario, se rehúsan a creer. Jesús conoce los corazones, y ve la diferencia entre quien honestamente duda y quien obstinadamente se niega a creer. Es por ello que el Domingo de Resurrección, cuando se encontró con las mujeres cerca de su tumba, no las reprendió porque habían ido a terminar de preparar su cuerpo sin vida en vez de a recibirlo cuando salía de la tumba. Jesús sabía que el conocimiento y la experiencia humana no les permitían a esas mujeres siquiera pensar en la posibilidad de su resurrección. Jesús comprende que nadie espera que alguien se levante de la muerte. Humanamente hablando, la resurrección es tan increíble como imposible.

    Lo que Jesús comprende, es la duda. Las primeras palabras que salieron de su boca la noche de su resurrección, cuando se les apareció a diez de sus discípulos en un cuarto cerrado, no fueron palabras de condenación o reproche porque no lo estaban esperando, o porque habían estado ausentes cuando había resucitado, o porque no les habían creído a las mujeres cuando les habían dicho que él había vencido a la muerte. Al contrario, las primeras palabras que Jesús les dijo a esos discípulos que estaban tan asustados y confundidos, fueron: «¡La paz sea con ustedes!». Y luego les mostró sus manos y sus heridas para que, quienes aún dudaban, tuvieran pruebas tangibles de que la muerte y el diablo ya no tendrían más la última palabra en este mundo. Sólo entonces, después que las dudas de los discípulos fueron disipadas y todos quedaron convencidos que su Señor era real y estaba vivo, la Escritura dice: «… los discípulos se alegraron» (Juan 20:20b).

    Jesús entiende las dudas, y está siempre dispuesto a aclararlas. La noche en que resucitó de la muerte, él contestó las preguntas que surgieron de los corazones y mentes de esos diez discípulos que, hasta ese momento, habían estado sufriendo por haberlo perdido. Lo mismo hizo por el discípulo número once, Tomás, que ha pasado a la historia como «el discípulo que dudó».

    La narración bíblica nos dice que poco después de que Jesús se apareciera por primera vez a los discípulos, llegó Tomás. Con entusiasmo y alegría, sus amigos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!». Pero Tomás no les creyó. Y, respondiendo en nombre de la mayoría de la humanidad, dijo: «Mientras no vea yo la marca de los clavos en sus manos, y meta mi dedo en las marcas y mi mano en su costado, no lo creeré» (Juan 20:25b). ¿No es acaso lo mismo que nosotros hubiéramos dicho? Después de todo… era un pedido razonable.

    Un pedido razonable… así es exactamente como Jesús tomó las palabras de Tomás. Es por ello que una semana más tarde, cuando todos los discípulos, incluyendo Tomás, estaban juntos, se les volvió a aparecer. Lo primero que hizo cuando los vio fue desearles la paz. Luego se volvió a Tomás, ya que él con sus dudas era el motivo de su visita, pero no para regañarlo o reprocharle su incredulidad. Al contrario, Jesús le dio a su amigo la respuesta que Dios le da a todo aquél que necesita «ver para creer». Mirándolo a los ojos, Jesús le dijo a Tomás: «Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente» (Juan 20:27).

    Si Tomás necesitaba pruebas para estar seguro de que Jesús estaba vivo y que era el Salvador de las almas pecadoras y el vencedor de la muerte, ahora las tenía. No sé qué habrá hecho Tomás en esos momentos. No sé si habrá tocado o no las cicatrices de Jesús. Pero sí sé lo que dijo. Sin ningún dejo de duda y con total seguridad, Tomás confesó: «¡Señor mío, y Dios mío!».

    No cabe duda que Jesús comprende a quien duda. Lo comprendió en la época de Tomás, y lo comprende ahora. Comprende a quienes se han dejado llevar por los que lo quieren dejar encerrado en la tumba, y también comprende a quienes se dejan convencer por quienes intentan explicar científicamente el milagro de la resurrección diciendo que él «no estaba muerto, sino en coma».

    Otros dicen que el cuerpo de Jesús fue robado, pero nadie puede decir quién lo robó. Bien pudieron ser los líderes judíos, ya que ellos eran los que querían ver muerto a Jesús, y no les convenía que se corrieran ahora rumores de su resurrección. También pudieran haber sido los romanos, pero Pilato había logrado deshacerse de un terrorista que era considerado una amenaza para el gobierno, así que no habría razón para que lo hicieran. Así que sólo nos quedan los discípulos. Sí, los discípulos eran los más indicados. Ellos eran los que más se podían beneficiar de una tumba vacía. Sin embargo, uno de los defectos de esta teoría es que casi todos los discípulos sufrieron muertes terribles por causa de la resurrección del Salvador. Y no hay nadie que esté dispuesto a sufrir una muerte terrible por defender algo que es mentira.

    Jesús comprende a quienes dudan. Y lo cierto es que la mayoría de los protagonistas y testigos de los acontecimientos de esos últimos días dudaban, al igual que muchos hoy, de que Jesús fuera el Hijo de Dios. Sin embargo, las noticias de su resurrección se diseminaron por el mundo antiguo con la rapidez de un tsunami. Nadie pudo encontrar el cuerpo de Jesús porque la verdad, la única verdad, es que Cristo había resucitado de los muertos. Desde entonces, todos los que creen en su resurrección reciben perdón por sus pecados, se les asegura que nunca más van a estar solos en el camino de la vida, y se les garantiza un lugar en el cielo.

    Quizás a muchos de ustedes les cueste creer lo que estoy diciendo, y está bien que así sea. No tienen por qué creerme a mí. Pero ruego al Padre que les abra sus corazones para que busquen una Biblia y lean la historia del sufrimiento, muerte y resurrección de Jesús, que se encuentra hacia el final de cualquiera de los cuatro primeros libros del Nuevo Testamento: Mateo, Marcos, Lucas, y Juan. Le invito a que lea con detenimiento lo que estos autores escucharon y vieron, recordando que la mayoría de ellos algunos años después murieron por saber que la vida, muerte y resurrección del Salvador era verdad no sólo para ellos, sino para toda la humanidad. Si al leerlo le surgen dudas, presénteselas a Jesús. Recuerde… él comprende nuestras dudas, y está dispuesto a disiparlas. Quizás usted también llegue a decir como Tomás: «¡Señor mío, y Dios mío!».

    Hace mucho tiempo, en la Rusia comunista, era usual que en las obras de teatro se burlaran del Salvador. En la noche del estreno de una de ellas titulada «Cristo en esmoquin», el teatro estaba repleto. El primer acto mostraba el altar de una iglesia decorado como si fuera un bar. En él había sacerdotes que bebían hasta emborracharse, y monjas que jugaban a las cartas en el suelo. En el segundo acto aparecía un conocido actor de cine ruso que apasionaba a la audiencia quien, después de entrar caminando con el Nuevo Testamento en la mano representando al Salvador, debía leer dos versículos del Sermón del monte, quitarse la toga, y gritar: «Denme mi esmoquin y mi sombrero». Luego de hacer su espectacular entrada, comenzó a leer las palabras de Jesús: «Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.» Allí debía terminar la lectura del Sermón del monte, pero este actor continuó leyendo. El resto de los actores pensaron que estaba borracho; la audiencia creyó que se había equivocado; y el director hizo bajar el telón para callar al actor que había dejado de ser comunista para ser cristiano. En otras palabras, este actor había encontrado a su Salvador.

    Si de alguna forma podemos ayudarle en su búsqueda del Salvador, a continuación le diremos cómo comunicarse con nosotros.
    Amén.