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PARA EL CAMINO
Cuando la vida golpea, muchas personas llegan a la conclusión que Dios no se preocupa por ellas. ¿Es Dios un Dios distante, o es él un Dios comprometido que está dispuesto a acompañarnos en cada momento de nuestras vidas?
Después de la Primera Guerra Mundial, Eduardo VIII, el Príncipe de Gales, fue a visitar un hospital militar donde se encontraban 36 soldados que habían recibido heridas de mucha gravedad. En la primer sala Eduardo cumplió con sus funciones de príncipe yendo de cama en cama, diciendo algo personal a cada soldado, y agradeciéndoles por el sacrificio que habían hecho por el Rey y por el país. Cuando hubo terminado con sus visitas, el Príncipe le dijo al administrador del hospital: ‘Tenía entendido que debían haber 36 soldados, pero en esa sala, si conté bien, sólo visité a 29. ¿Dónde están los otros 7?’ El administrador le contestó que los otros habían sufrido heridas tan terribles, que no era fácil ni agradable mirarlos… eran hombres que, debido a sus heridas, pasarían el resto de sus vidas en el hospital. Y luego añadió: ‘Creo que sería mejor para todos si los dejamos tranquilos’.
A pesar de la advertencia, el Príncipe pidió para verlos. En ningún momento de la visita el Príncipe esquivó la vista o dio vuelta la cara. Al contrario, le dedicó tiempo a cada uno de ellos, y les dijo cuánto apreciaba todo lo que habían hecho por el país. Antes de salir de la sala, se dio vuelta una vez más para saludarlos… y al hacerlo se aseguró que había contado bien. Sí, no se había equivocado, en esa sala no había siete hombres, sino sólo seis.
Ya en el pasillo, le preguntó al administrador: ‘¿Dónde está el soldado que falta?’ Visiblemente incómodo ante la pregunta, el administrador le respondió: ‘Su Majestad, ese soldado está solo en un cuarto. Las heridas lo dejaron ciego, sordo, y completamente paralizado. Todo lo que podemos hacer es mantenerlo lo más cómodo posible. Está esperando que la muerte lo libere.’ Sin inmutarse, el Príncipe de Gales abrió la puerta, y entró en una habitación oscura y sin adornos. Con gran tristeza miró al pobre soldado que había dado la vida por su país. Sí, lo miró. ¿Qué otra cosa podía hacer? Había quedado sordo, por lo que no le podía expresar con palabras la gratitud de su país. Había quedado paralizado, por lo que no podía sentir un apretón de manos. Había quedado ciego, por lo que el Príncipe no podía siquiera escribirle una nota de agradecimiento y reconocimiento por su sacrificio.
Por un momento el Príncipe pareció estar confundido, sin saber qué hacer por ese hombre que estaba aislado del mundo que le rodeaba. Pero de pronto, sin ningún dejo de duda, el Príncipe Eduardo hizo algo que en la mente de muchos no era digno de un príncipe: lentamente se acercó al lado de la cama del soldado, se agachó sobre él, y le dio un beso en la frente. Un acto noble nacido de la compasión y respeto por un ser humano sufriente.
Esa historia me recuerda un acontecimiento que sucedió en la vida de Jesús, y que es contado en el capítulo siete del Evangelio de Marcos. La historia comienza cuando algunos hombres llevan a su amigo sordo y tartamudo, a ver al Salvador, al Príncipe de Paz. El lugar donde esto sucede es en la región de Decápolis, que significa de las ‘Diez Ciudades’.
Jesús ya había estado antes en ese lugar. En esa ocasión, había sido atacado por un hombre que estaba poseído por demonios, a los cuales Jesús ordenó que salieran del hombre y se fueran a una manada de cerdos… una manada que inmediatamente corrió hacia el precipicio y terminó ahogada en el Mar de Galilea. No contentos con la pérdida (pues los cerdos no estaban asegurados), los líderes de la comunidad fueron a decirle a Jesús algo así como: ‘Le agradecemos que haya sanado a este hombre, pero sabemos que usted es una persona muy ocupada, por lo que no queremos retenerlo, así que puede ir a sanar a otras personas en otros lugares. Así es que, en nombre de la Cámara de Comercio, y a pesar de que mucho lo sentimos, le pedimos que siga su camino. Lo recordaremos con mucho cariño, así que no se sienta en la obligación de volver más’. Jesús se había dado cuenta de la indirecta, pero igual ahora estaba de vuelta.
Fue en su segundo viaje a ese lugar cuando le llevaron al hombre sordo. El evangelista Marcos, que es bastante escueto al escribir las historias del Salvador, deja fuera algunos detalles que son bastante interesantes. Por ejemplo, no sabemos por qué ese hombre era sordo, ni cuánto hacía que lo era. Tampoco sabemos cómo había sido su vida hasta ese momento, los problemas por los que había pasado, las burlas y las bromas que quizás había sufrido, o cómo había hecho para sobrevivir en una sociedad que no ofrecía prácticamente ninguna ayuda para los discapacitados. ¿Será que pensaba que a Dios no le importaba? Marcos no lo dice.
Tampoco nos dice su nombre, o el nombre de sus amigos. No nos dice si habían escuchado el caso del hombre endemoniado y de lo que había sucedido con los cerdos. No nos dice cómo fue que decidieron llevarlo ante Jesús, ni tampoco cuánto sabía él acerca de Jesús. No sabemos si realmente quiso ir, o si fue medio obligado; si estaba ansioso, o asustado. Son muchas las cosas que no sabemos. Marcos comienza diciendo simplemente: «le llevaron un sordo tartamudo, y le suplicaban que pusiera la mano sobre él», o sea, que lo sanara.
Son muchas las personas que, cuando la vida las golpea y las lastima, llegan a la conclusión que Dios no se preocupa ni se interesa por ellas. Algunas dicen que el Señor está demasiado ocupado como para fijarse en ellas; otras, agobiadas por las cargas de cada día, creen que Dios es indiferente a sus sufrimientos y problemas. Cuando sufrimos una muerte, una enfermedad, una traición, un problema serio, con facilidad pensamos: ‘No hice nada para merecer este castigo. Dios debe ser cruel, o no le debo importar… o las dos cosas a la vez’.
Es muy fácil malinterpretar las intenciones del Señor para con sus hijos.
Por esta razón es necesario ir a la Palabra de Dios para ver al Salvador. Si nos fijamos bien, podremos ver cómo Jesús valoró a cada persona, cómo evaluó la necesidad de cada individuo, y cómo respondió de acuerdo a esa necesidad. Cuando las madres llevaron sus niños a Jesús, él los alzó en sus brazos y los bendijo. Cuando un erudito se le acercó buscando respuestas a las profundas y complicadas preguntas de la vida, Jesús se las dio. A la persona que estaba viviendo en pecado y desobediencia, Jesús le dijo: «Vete, y no vuelvas a pecar». A las autoridades que se abusaban de los más débiles los censuró sin temor. La Escritura es muy clara: Jesús siempre dio atención personal a las necesidades personales de cada individuo.
Lo mismo sucedió el día que le llevaron un hombre sordo tartamudo. En menos de un segundo Jesús se dio cuenta de lo que sucedía, y percibió la confusión que la situación le causaba al hombre. Sabiendo, aunque no comprendiendo totalmente, por qué se había convertido en el centro de atención y discusión, el hombre sordo estaba asustado y avergonzado. A la mayoría de nosotros no nos gusta ser el centro de atención, ni estar parados en medio de un grupo de gente que nos mire. Imagínense cuánto peor aún debe haber sido para ese hombre que no podía escuchar lo que sucedía a su alrededor. Pero Jesús se dio cuenta, y al verlo atemorizado actuó, llevándolo lejos de la muchedumbre curiosa.
Recién entonces, cuando el pulso del hombre volvió a ser normal, Jesús le ‘habló’. Decir que le ‘habló’ es una metáfora, porque en realidad Jesús no ‘habló’ usando palabras, pero igual se las arregló para comunicarse con el hombre en un lenguaje que éste podía comprender. Marcos nos dice que Jesús le hace saber al hombre que va a hacer algo especial tocándole las orejas, escupiendo, y tocándole la lengua. Luego, Jesús continuó predicando su sermón en silencio alzando la vista al cielo, porque antes que el milagro sucediera, Jesús quería asegurarse que el hombre supiera cuál era la fuente de donde vendría. Era la forma de Jesús de decir: ‘Querido amigo, hoy el cielo te va a cambiar la vida, y yo voy a hacer de intermediario’.
Casi se puede oír el esfuerzo del hombre por entender lo que estaba sucediendo. Su mirada, más que sus palabras, debe haberle dicho a Jesús: ‘Sí, sí, comprendo… mis oídos y mi habla van a ser sanados por el Señor.’ Y era mucho lo que había para comprender: el cielo se había interesado en él personalmente. Pero no tuvo mucho tiempo para asimilar todo lo que estaba pasando, porque Jesús inmediatamente dio un suspiro. Debido a su sordera, seguramente no pudo escucharlo, pero sí pudo ver cómo se le bajaban los hombros al exhalar el aire de los pulmones, y asociar esa expresión con tristeza. ¿Acaso él no había suspirado también muchas veces? Cada vez que era dejado de lado en las conversaciones, cada vez que los demás se frustraban porque no les entendía, cada vez que no podía expresar sus sentimientos… y la lista seguía. ‘Sí, Jesús, comprendo tu suspiro. Comprendo que el dolor que he experimentado no debería existir. Comprendo que cuando Dios creó al mundo lo hizo sin la intención de que el pecado impusiera semejante carga sobre nosotros. Comprendo que mi Padre celestial me ama, y que va a cambiar mi vida. Sí, comprendo.’
Después de haberle predicado su mensaje por señas, Jesús dijo: ‘Efatá’, que significa: ‘¡Ábrete!’. Esa fue la primera palabra, la única palabra hablada intercambiada entre esos dos hombres. Tan pronto como esa orden de Jesús salió de su boca, el hombre sordo comenzó a oír y a hablar. ¡Fue un milagro!
Pero para poder apreciar el alcance del milagro que Jesús hizo ese día, es necesario que prestemos atención a algunos detalles. Marcos dice: ‘se le abrieron los oídos al hombre, se le destrabó la lengua, y comenzó a hablar normalmente.’ El milagro de Jesús no fue un milagro hecho a medias. La curación que Jesús hizo del hombre fue completa y total: él hombre no tuvo que volver a aprender el nombre de cada cosa, ni tuvo que practicar la pronunciación de las palabras para poder decirlas y ser entendido. No, después que Jesús lo curó, el hombre habló tan claramente como si nunca hubiera sido sordo y tartamudo.
Me imagino lo feliz que deben haberse sentido tanto él como sus amigos, y lo impresionados que deben haberse quedados los demás que estaban presentes. Acerca de ellos Marcos dice: «Jesús les mandó que no se lo dijeran a nadie, pero cuanto más se lo prohibía, tanto más lo seguían propagando. La gente estaba sumamente asombrada, y decía: ‘Todo lo hace bien. Hasta hace oír a los sordos y hablar a los mudos’.» (Marcos 7:36-37)
‘Todo lo hace bien.’ Me gusta mucho esa frase. Me gusta porque esas palabras describen al Salvador. Aun cuando no siempre fue apreciado o aplaudido, todo lo que Jesús hizo, lo hizo bien. Él hizo todas las cosas bien tanto para el sordo tartamudo, como para todos nosotros.
Quizás usted no esté de acuerdo con lo que acabo de decir. Quizás esté de acuerdo en que Jesús hizo todo bien para el sordo tartamudo de nuestra historia, o para los leprosos que sanó, o los muertos que resucitó… pero piensa que él no ha hecho lo mismo con usted. Si no, no tendría los problemas que tiene, ni sufriría como sufre, ni la vida le sería tan pesada… ¿acaso no podría hacer un milagro también en su vida si quisiera?
Si es así como se siente, permítale decirle que, por más que comprendo sus razones para sentirse así, debo decirle que está equivocado. Dios se interesa por usted, y aunque no se haya dado cuenta, él ya ha hecho un milagro en su vida al enviar a su hijo Jesucristo al mundo para salvarlo. Jesús es su milagro porque no hay cómo explicar por qué habría de hacer todo lo que hizo. Tanto usted como yo, como todas las personas de todos los tiempos, somos pecadores que constantemente hacemos cosas malas, cosas que no deberíamos hacer, cosas que nos separan de la perfección que Dios exige. Pero a pesar de ello, y por razones que sólo Él sabe, Dios nunca dejó de amarle, por lo que, para que la muerte eterna no fuera su destino final, envió a su hijo Jesucristo a salvarle. ESE ES SU MILAGRO. Jesús cumplió con la ley de Dios que usted no puede cumplir, cargó con el peso de la culpa de los pecados que usted ha cometido, y murió la muerte que usted merecía. ¿Necesita más milagros en su vida?
Es cierto que usted carga sus cruces, y para muchos de ustedes las cargas parecen ser implacables. Pero aún así le animo a no negar el milagro del Salvador resucitado que ha prometido ayudarnos en nuestras dificultades ya sea quitándolas, o ayudándonos a cargarlas. Esa es la promesa que él va a cumplir hasta que llegue el momento en que todas esas cargas sean removidas para siempre. Quítese de la mente la idea que el Señor no se interesa por usted. Mire a la cruz del Calvario y vea el gran milagro del amor de Dios que permitió que su propio Hijo muriera, para que usted pueda vivir con él para siempre en el cielo.
Al comienzo de este mensaje conté la historia de cuando Eduardo VIII, el Príncipe de Gales, besó en la frente a un soldado agonizante, y dije que había sido una acción muy noble. No quiero terminar este mensaje sin recordarles que todos nosotros, seres humanos pecadores, hemos recibido mucho más aún del Salvador, el Príncipe de Paz. Un beso le cuesta a un rey un segundo de su tiempo, pero Jesús dio toda su vida para que usted pueda vivir eternamente.
En su nombre le extiendo la siguiente invitación: si desea saber más acerca del Rey de Reyes que murió para que usted pueda ser salvo, comuníquese con nosotros a Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.