PARA EL CAMINO

  • Zebedeo, padre de Juan y Santiago

  • febrero 28, 2010
  • Prof. Marcos Kempff
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Mateo 4:18-22
    Mateo 4, Sermons: 5

  • Hoy vamos a escuchar el relato de Zebedeo, de sus experiencias como padre de Juan y Santiago dos de los seguidores de Jesús, y de cómo esto influyó su vida, cambiándolo totalmente.

  • Hola. Soy Zebedeo. Quizás no han escuchado de mi persona, ya que muy poco se sabe de mí. Pero quiero hablarles de mis dos hijos, Santiago y Juan. No se asusten si se me escapa y los llamo Santiaguito y Juancito, porque así era como yo los llamaba. Yo era judío y también pescador. Tenía mi pequeño negocio a la orilla del Lago de Galilea, en lo que hoy es el país de Israel. Mis hijos Santiago y Juan desde muy temprana edad me ayudaban en la pesca. Y la verdad es que nos iba muy bien.

    Yo estaba seguro que Dios nos bendecía cada vez que salíamos al lago por la noche. Era un trabajo duro y agotador. Como bien se imaginan, había veces que mis hijos renegaban y me acompañaban a regañadientes. Pero por varias generaciones este oficio había sido parte de nuestra familia. Sin embargo, más importante que nuestro oficio, era nuestra tradición como familia y comunidad de adorar a Dios -aunque confieso que mi confianza en Dios era un poquito superficial. Parte de nuestra tradición era esperar la venida de un nuevo Rey, llamado Mesías, que iba a convertirlos en una poderosa y gloriosa nación.

    Realmente mi historia comienza un día soleado a la orilla del lago, cuando un joven maestro a quien llamaban Jesús de Nazaret caminaba por la playa donde estaban dos hermanos, Simón, también llamado Pedro, y Andrés. Ambos eran amigos de mis hijos y como es de esperar, siendo pescadores como nosotros, pues éramos muy conocidos, casi familia. Pedro y Andrés estaban echando la red al lago, cuando este maestro les dijo: «Vengan, síganme, y los haré pescadores de hombres.»

    Pedro y Andrés dejaron inmediatamente las redes, y lo siguieron. Un poquito más adelante, en la misma playa, mis hijos Santiago y Juan estaban conmigo en una barca, remendando las redes. A ellos también los llamó Jesús y, al igual que Pedro y Andrés, dejaron lo que estaban haciendo y lo siguieron. De pronto me encontré solo. La verdad es que eso me tomó de sorpresa y en un momento la situación me llenó de enojo y confusión. Pero lo que sí noté fueron los rostros de mis dos muchachos, rostros de admiración y gran expectativa. Pero yo temía por ellos. ¿Quién era este Jesús de Nazaret?

    En una de sus pocas visitas de regreso a casa, Santiaguito y Juancito nos contaron muchas cosas acerca de este Jesús y de lo que hacía. Al parecer, Jesús recorría toda la región, enseñando y anunciando las buenas noticias del amor de Dios, y sanando toda enfermedad y dolencia entre la gente. Su fama se extendió a muchos lugares, y le llevaban todos los que padecían de diversas enfermedades, los que sufrían de dolores graves, los endemoniados, los epilépticos y los paralíticos, y él los sanaba. Lo seguían grandes multitudes de personas (Mateo 4:18-25). Imagínense, sanaba enfermos, curaba a personas con graves y fatales aflicciones como la lepra, daba vista a los ciegos, hacía escuchar a los sordos, y hasta le devolvió la vida a varias personas fallecidas: a una niña, al hijo de una viuda, y también a uno llamado Lázaro.

    Juancito me contó con emoción que un día Jesús subió a una montaña y llamó a varios que lo seguían. Designó a doce, a quienes nombró apóstoles, para que lo acompañaran y para enviarlos a predicar y ejercer autoridad para expulsar demonios. Y entre los doce que él nombró, estaban mis hijos, Santiago y Juan, que por cierto los llamó Boanerges, que significa: Hijos del trueno (Marcos 3:17). Así que imagínense, mis dos hijos reciben el apodo de «hijos del trueno». ¡Y por algo les habrá dado ese sobrenombre! Como padre me dio un poquito de vergüenza, porque ¡se imaginan los comentarios que hacía la gente! Pero volviendo a los doce hombres que Jesús escogió como sus discípulos, todos eran muy distintos. Uno de ellos hasta lo iba a traicionar.

    Este Jesús era un enigma para mí, especialmente cuando la gente comenzó a decir que era el Salvador del mundo. Yo tenía mis dudas. Sin embargo, no podía negar todos los milagros que hacía y las palabras de ánimo y esperanza que daba. ¿Sería éste el Mesías esperado?

    Las multitudes lo seguían, pero cuando sus parientes se enteraron, pensaron que estaba loco (Marcos 3:12-27). Poco a poco, los líderes religiosos comenzaron a buscar la oportunidad de destruir el gran trabajo que Jesús hacía, hablando mal de él. Hasta corría el rumor de que lo querían matar, pero no sabían cómo lograrlo sin una revuelta.

    En una ocasión, mi esposa y mis hijos hicieron algo que me causó mucha vergüenza. Resulta que mi mujer fue donde Jesús y, arrodillándose, le pidió un favor. «¿Qué quieres?», le preguntó Jesús. «Ordena que en tu reino uno de estos dos hijos míos se siente a tu derecha y el otro a tu izquierda», le pidió mi mujer. «No saben lo que están pidiendo,» les dijo Jesús. «¿Pueden acaso beber el trago amargo de la copa que yo voy a beber?» «Sí, podemos,» contestaron los dos muchachos. «Ciertamente beberán de mi copa,» les dijo Jesús, «pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde concederlo. Eso ya lo ha decidido mi Padre.»

    Cuando lo oyeron los otros diez discípulos, se indignaron contra mis hijos. Jesús aprovechó la oportunidad para hablarles y darles una enseñanza. Llamó a todos, y les dijo: «Como ustedes saben, los gobernantes de las naciones oprimen a los súbditos, y los altos oficiales abusan de su autoridad. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor, y el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de los demás; así como el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos» (Mateo 20:20-28).

    Excelente enseñanza, ¿verdad? Pues así era Jesús: claro en sus pláticas, directo con sus enseñanzas, y siempre centrado en la verdad.

    El tiempo que mis hijos anduvieron con Jesús duró como tres años. Pero de repente todo terminó de una manera trágica, aunque él ya se los había advertido. ¿Se acuerdan que les dije que uno de sus discípulos lo iba a traicionar? Bueno, Judas Iscariote lo vendió por 30 monedas de plata. Jesús fue arrestado, condenado por nuestros líderes y luego fue entregado al ejército romano para ser castigado. Mis hijos me contaron que la misma multitud que antes gritaba a favor de Jesús, de pronto comenzó a gritar: «¡crucifícale, crucifícale!»

    Los verdugos castigaron cruelmente a Jesús, le obligaron a cargar una pesada cruz de madera hacia las afueras de la ciudad capital, y allí, en una colina llamada Gólgota, lo clavaron a esa cruz y la alzaron en alto para que todos lo pudieran ver sufrir. Muchos se burlaron de él. Pero mientras moría, Jesús dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen», y «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu…consumado es!», o sea, todo está cumplido (Lucas 23:34, 46; Juan 19:28-30).

    Quizás ustedes se preguntan cómo sé todo esto. Es que mi hijo Juan estuvo allí, al pie de la cruz, y vio y escuchó. Él fue fiel en contar las cosas como sucedieron. Juan era muy apreciado por Jesús. Muchas veces se lo identifica como «el discípulo que Jesús amaba».

    Como se imaginan, entre los seguidores de Jesús, hubo una profunda tristeza mezclada con miedo y confusión. Santiago y Juan estaban destrozados y, al igual que los demás, estaban aterrados, al punto que se escondieron detrás de puertas cerradas, temiendo la represalia de los líderes religiosos.

    Pero lo más asombroso ocurrió al tercer día de haber muerto. Unas mujeres, que seguían a Jesús en vida, el primer día de la semana, muy de mañana, cuando todavía estaba oscuro, fueron al sepulcro de Jesús y vieron que alguien había quitado la piedra que cubría la entrada. Así que una de ellas fue corriendo a ver a Simón Pedro y a Juan, a quien Jesús amaba, y les dijo: «¡Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto!»

    edro y Juan salieron corriendo hacia el sepulcro. Cuando llegaron allí, vieron las vendas y el sudario que habían envuelto el cuerpo y la cabeza de Jesús, pero su cuerpo no estaba allí: ¡había resucitado de la muerte! A la verdad este Jesús era el hijo de Dios, el Salvador del mundo. Ambos regresaron a casa asombrados (Juan 20:1-10). Así es, mi Juancito lo vio todo.

    Más tarde, ese mismo día, cuando los discípulos estaban reunidos a puerta cerrada por temor a los judíos, Jesús se les apareció y los saludó diciéndoles: «¡La paz sea con ustedes!» Al ver al Señor, los discípulos se alegraron. «¡La paz sea con ustedes!», repitió Jesús, «como el Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes.» Acto seguido, sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen sus pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonen, no les serán perdonados» (Juan 20:19-23).

    Después de su resurrección, Jesús estuvo muchos días con los discípulos. Un día los llevó a un monte alto, los bendijo y ascendió al cielo, lo cubrió una nube y no lo vieron más (Hechos 1:6-11). Días más tarde, hubo una gran manifestación del poder de Dios por medio del Espíritu Santo, y los discípulos anunciaron con gran alegría y vigor la historia de Jesús (Hechos 2:1-13). A partir de ese momento, los discípulos comenzaron a compartir con las demás personas todas las cosas que Jesús les había enseñado (Mateo 28:16-20).

    Debo decirles que lo que ahora les voy a contar me llenó de mucha tristeza y mucha paz a la vez. Mi hijo Santiago fue el primer discípulo de Jesús que murió dando testimonio de su amor por él – lo mataron a filo de espada. Y mi hijo Juan fue perseguido, arrestado por ser seguidor de Jesús, y desterrado a una isla desierta llamada Patmos. Mi dolor es que ambos fueron callados por la cruel persecución en contra de la verdad en Jesucristo, pero también siento una profunda paz, pues sé que su muerte no fue en vano. Deben saber que mi Juancito tuvo la oportunidad de escribir varios documentos que dan testimonio de todo lo hizo y vivió Jesús. Me han dicho que ahora están en una colección de otros documentos, que forman lo se llama la Biblia. El nombre de Cristo fue glorificado, y el Evangelio siguió esparciéndose por todo el mundo.

    ¿Por qué les cuento esta historia? ¿Porque se trataba de mis hijos? ¿Porque me siento orgulloso de ser padre de dos muchachos que siguieron a Jesús? Oh no, ¡no señor! Es mucho más que eso. Les cuento todo esto porque se trata de Jesús. Les confieso que yo tenía mis dudas. Yo pensaba que Jesús era otro farsante, otro más que había venido a engañarnos. Pero después que mis hijos me relataron estas cosas (y muchas más que no tengo el tiempo de compartir ahora) y vi el cambio profundo y centrado en las verdades de Dios que manifestaron mis hijos, me di cuenta que necesitaba prestarle más atención a este Jesús.

    Además, les digo esto así como me lo comentó mi hijo Juan. «Papá,» me dijo, «Jesús hizo también muchas otras cosas, tantas que, si se escribiera cada una de ellas, pienso que los libros escritos no cabrían en el mundo entero» (Juan 21:25). «Pero éstas se han escrito para que ustedes crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que al creer en su nombre tengan vida» (Juan 20:31).

    Yo era un hombre muy macho, preocupándome más por el trabajo que por el bienestar espiritual de mi familia. Pasaba mucho tiempo con mis amigos y ocupándome de mis cosas, y no dejaba tiempo para las cosas de Dios. Pero ahora soy un hombre en Cristo con un aprecio único por la obra de Dios en Jesucristo.

    Mis hijos me enseñaron que Jesucristo es el verdadero y único Hijo de Dios, el Cristo encarnado en quien debemos fijar nuestra atención. Él es también verdadero hombre, nacido de la virgen María. Así es, mi amigo, dondequiera que usted hable de Dios, también debe hablar de Jesucristo el Salvador.

    Toda la humanidad de la que usted y yo formamos parte, está ‘perdida’. Esto no es tan fácil de entender. Pero estamos más que simplemente ‘perdidos’ por allí como si fuese una simple equivocación. No solamente hemos perdido nuestro camino en esta vida, sino que seguimos rebelándonos ante el santo y justo Dios. Así es, rebeldes, ignorantes, egoístas, orgullosos, vanidosos, prepotentes, flojos, y arrogantes, en fin, pecadores. Y Dios ha ampliado el alcance y la profundidad de su juicio sobre nosotros al declarar: «Maldito sea quien no practique fielmente todo lo que está escrito en el libro de la ley» (Gálatas 3:10). ¡Estas son palabras mayores! De verdad quedamos bajo la ira de Dios y privados de su gracia, condenados a la perdición eterna, tal como todos nosotros lo merecemos.

    Pero oiga bien mi amigo, porque la cosa no queda así, con esas noticias tan duras, sino que hay buenas noticias. Nuestro Señor Jesucristo ha redimido a toda la humanidad de esta situación sin esperanza. Con su sacrificio y muerte en la cruz. Jesucristo nos ha reconciliado con Dios, y nos mantiene unidos a Él. Jesús pagó el precio de nuestros pecados. Él sufrió lo que nosotros deberíamos haber sufrido, «quien me amó y dio su vida por mí» (Gálatas 2:20).
    Jesús es mi Señor, quien ha vencido al diablo, al pecado y a la muerte, y reina por toda la eternidad. Cristo resucitó, subyugó y devoró la muerte, subió a los cielos y ha tomado el poder a la diestra del Padre, de manera que tanto el diablo como todas las demás potencias tienen que someterse a él. La resurrección de Cristo me garantiza que él me ha reconciliado con Dios.

    Yo creo que Jesucristo es mi Señor, que me ha redimido a mí, hombre perdido y condenado. Por eso puedo confesar que Cristo hizo esto para que yo sea suyo y viva bajo él en su reino, y le sirva en justicia, inocencia y bienaventuranza eternas. Este bienaventurado estado del creyente en Cristo es el resultado de la victoria de Cristo sobre el pecado, la muerte y Satanás. Todo cristiano tiene el perdón de los pecados garantizado por la resurrección de Cristo, y con esto, una nueva vida de fe, amor, servicio y esperanza.
    Bueno, me despido de ustedes con estas palabras acertadas de aliento y esperanza. Ya saben, cuando oigan mi nombre, Zebedeo, se acordarán que mis hijos Santiago y Juan fueron discípulos de Jesús y que, ahora, yo también creo en él como el Salvador del mundo. Les deseo las más ricas bendiciones en Cristo. Amén.

    Si de alguna forma podemos ayudarle, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones.