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PARA EL CAMINO
Jesús quiere que enseñemos a nuestros niños a rechazar todo lo que es intrascendente, inconsistente y sin valor. Quiere que les enseñemos cómo distinguir el bien del mal, lo correcto de lo incorrecto, lo moral de lo inmoral, al Salvador de los falsos profetas.
El mensaje para este Día de la Madre se trata sobre el juzgar, y desde ya aviso que quizás vaya a ofender a algunas personas que creen que no debemos juzgar a nadie, porque eso es lo que la mayoría de las personas creen y han creído a través de los años. Los indios de Norteamérica tienen una expresión que dice que «no se debe juzgar a ningún hombre sin antes haber andado dos lunas en sus mocasines». Por su parte, el famoso escritor alemán Goethe, dijo: «No juzges a nadie sin antes haber pasado por sus experiencias», y Shakespeare dijo: «Ningún hombre puede censurar o condenar justamente a otro, porque ningún hombre realmente conoce al otro». Y podría seguir dando ejemplos.
Pero, a pesar de todas esas creencias populares, el mensaje de hoy va a ir contra la corriente. Permítanme contarles una historia que tiene que ver con juzgar. Había una vez una joven que, cuanto más se acercaba el baile del colegio, más se preocupaba. ¿Cuál era su problema? Que estaba segura que dos jóvenes la iban a invitar a ir al baile. Había uno de quien ella había gustado por un tiempo: era buen mozo, popular, y atleta. Al otro recién lo había conocido. No era tan buen mozo ni tampoco atleta y, como no iba al mismo colegio que ella, no sabía si era popular. Dos jóvenes: uno muy bueno, el otro más o menos.
Se pueden imaginar cuál llamó primero: el ‘más o menos’. Así que no tuvo más remedio que decidir: si aceptaba su invitación tenía asegurada la ida al baile, pero se perdía la posibilidad de ir con el otro joven; si la rechazaba, corría el riesgo de que el otro joven no la llamara, y de quedarse sin ir al baile. Así que al cabo de una semana le contestó que sí, que iría con él al baile. Menos de seis horas después, la llamó el otro muchacho para invitarla a ir al baile con él. Ella le dijo que le contestaría en 24 horas.
Sin saber qué hacer, fue a buscar consejo en su madre. La madre escuchó pacientemente mientras la hija le daba todos los detalles pertinentes. Cuando terminó de hablar, la mamá le preguntó: «¿Ya le dijiste que sí al primero que te invitó?» «Sí», le contestó la hija, «pero…». La madre la interrumpió, y le dijo: «querida, si ya le dijiste que sí, creo que la respuesta es clara y el único consejo que necesitas de mí es sobre qué vestido te vas a poner». Con muy pocas palabras, la madre predicó un sermón sobre el juzgar. (Ojalá mis sermones fueran tan eficaces como ese.) El resultado: la hija fue al baile con el primer joven y, aunque no supe toda esta historia hasta mucho más tarde, terminé yendo al baile con quien, unos años después, sería mi esposa.
Mi futura suegra comprendía algo que muchos ya han olvidado. Ella sabía que hay cosas que están bien y cosas que están mal, y que su responsabilidad era enseñárselo a sus hijos. Ella creía que era su tarea enseñarle a sus hijos todo lo que necesitaban saber, incluyendo cómo juzgar correctamente. Ella sabía que, si no les enseñaba a ellos a tomar buenas decisiones, alguien les iba a enseñar a tomar malas decisiones, decisiones que a ella no le iban a gustar, decisiones que a Dios no le iban a gustar.
Las madres cristianas son, en muchos aspectos, iguales a las demás madres. Por ejemplo, al igual que las demás madres, las madres cristianas hacen todo lo posible para que sus hijos sean bien educados, y para que estudien y se preparen para el futuro. Pero las madres cristianas van más allá de eso. Además de cuidar del cuerpo y de la mente de sus hijos, ellas creen lo que dice la Biblia acerca de que Dios les ha dado a sus niños un alma espiritual que también debe ser cuidada. Es por ello que desde pequeños les enseñan lo que dice la Biblia para que crezcan sabios en la fe en Jesucristo, para que puedan diferenciar el bien del mal y, lo más importante, para que conozcan a su Salvador. Las madres cristianas enseñan a sus niños a ser compasivos, a perdonar, a aceptar, y a amar así como lo hizo Jesús.
Las madres cristianas también enseñan a sus hijos a juzgar. Sí, me escuchó bien, dije ‘juzgar’. Entiendo sus protestas: que los cristianos no deben juzgar, que deben aceptar a todos, que deben seguir el ejemplo de Jesucristo que nunca juzgó a nadie…». Bueno, si usted cree que Jesucristo nunca juzgó, desde ya le digo que está equivocado. Jesucristo nunca dijo que no debemos juzgar… al menos no en la forma en que la mayoría de las personas lo entienden. Lo que Jesús dijo fue que debemos juzgar a los demás usando los mismos parámetros con que nos juzgamos a nosotros mismos. En otras palabras: si juzgamos a un político porque es corrupto, más vale que nosotros no seamos corruptos. Si denunciamos a alguien por robar, más vale que nosotros no robemos. Si juzgamos a alguien por criticar, mejor será que nosotros no critiquemos. Si condenamos a alguien por decir chismes, más vale que nosotros no seamos chismosos.
Si todavía sigue pensando que Jesús nunca juzgó, lo invito a que se fije en la lectura del Evangelio asignada para este Día de la Madre. La historia que se cuenta en el capítulo cinco del Evangelio de Juan, habla de un inválido que siempre está cerca del estanque de Betesda, en Jerusalén. La razón por la cual se ubicaba allí no era porque ese fuera un lugar estratégico donde podía recibir muchas limosnas, sino porque, de vez en cuando, el Señor enviaba un ángel a agitar el agua. Cuando eso sucedía, la primera persona que llegaba al estanque era sanada de cualquier enfermedad que tuviera. Imagínense a los inválidos, los ciegos, los cojos, todos esforzándose por llegar primero al agua, llenos de esperanza y desesperación a la vez. No es difícil escuchar los gritos de alegría de la persona que había logrado llegar primero y había sido sanada, como tampoco es difícil imaginar la desilusión de los muchos que no lograron llegar a tiempo.
Un sábado, el día de reposo, mientras caminaba por el estanque de Betesda, Jesús se conmovió al ver a un hombre que hacía 38 años que estaba enfermo. Viendo su enfermedad, Jesús le preguntó: «¿Quieres ser sano?» La pregunta fue tan básica, que la respuesta era obvia. Pero el hombre no le dio una respuesta directa a Jesús, sino que le explicó por qué, durante todos esos años, nunca había sido el primero en llegar al estanque. Esto es lo que le dijo: «Señor, no tengo a nadie que me meta en el estanque mientras se agita el agua, y cuando trato de hacerlo, otro se mete antes».
La primera vez que escuché esta historia, hace ya muchos años, se me ocurrió un pensamiento extraño. Se me ocurrió que ese hombre no debía tener madre. Debo aclarar que la Biblia no dice ni implica nada al respecto, pero aun así, sigo pensando que no debía tener madre. ¿Por qué? Porque no conozco a ninguna madre que permitiría que su hijo siguiera siendo inválido, teniendo la posibilidad de ser sanado. Toda madre que he conocido en mi vida hubiera removido cielo y tierra para lograr que su hijo llegara primero al estanque. Si no podía llevarlo por sí misma, seguramente podía contratar a algunos muchachos fuertes para que lo hicieran por ella. Es por eso que estoy convencido que ese inválido no tenía madre… y esa es una de las razones, al menos en mi mente, por las que, durante 38 años, ese pobre hombre había visto con una gran frustración cómo otros llegaban antes que él a las aguas de Betesda, y recibían la sanidad que él tanto ansiaba.
Pero más allá de que ese inválido tuviera o no a su madre, lo que sí tenía era un Salvador. Y un Salvador como Jesús es no sólo tan bueno como tener una madre, sino incluso mejor. Digo esto porque Jesús amó a ese inválido más de lo que su propia madre lo pudo haber amado. Y mientras que la madre tiene otras preocupaciones, otros intereses, y otras obligaciones, Jesús dedicó toda su vida, de principio a fin, a salvar a ese hombre y al resto de la humanidad. Mucho antes de que ese hombre naciera, el Señor había emitido el juicio de que sacrificaría a su Hijo perfecto para salvar al mundo condenado y perdido. Ese juicio emitido por Dios es un juicio que ninguno de nosotros jamás haría. Ninguno de nosotros sería capaz de sacrificar a su hijo en forma voluntaria para salvar a otro. Nosotros no lo haríamos, pero Dios sí; y porque así lo hizo, nos rescató de nosotros mismos, de nuestro pecado, del diablo, y de la muerte.
Dios llevó a cabo su juicio y cumplió su promesa de salvarnos en la persona de Jesús. Jesús nació como verdadero hombre y verdadero Dios. Durante toda su vida el Salvador cumplió las leyes que nosotros quebrantamos, resistió las tentaciones que nosotros encontramos irresistibles, y cargó con los pecados que nosotros cometemos, llevándolos consigo a su cruz. Y allí, en su calvario, murió la muerte que nosotros merecíamos. Para que la humanidad fuera salvada, para que ese inválido en el estanque de Betesda pudiera recibir vida eterna, el Padre había decretado que la vida de su Hijo tenía que ser dada en sacrificio como sustituto nuestro. Ése fue el juicio de Dios que dio como resultado la salvación de todos los que creen en él.
Pero volvamos a nuestra historia. Parado al lado del inválido de Betesda, Jesús emitió su propio juicio y decidió que, además de perdonarle los pecados y salvarle el alma, también lo iba a curar de su enfermedad física. A pesar de ser sábado, el día designado para adoración y reposo, Jesús decidió que curar al inválido era más importante que dejarlo sufriendo, por lo que, en menos tiempo de lo que lleva decirlo, le ordenó que se levantara, recogiera su camilla, y se fuera. Así es que sin dudarlo, y sin hacer ningún ejercicio previo ni ir a ninguna sesión de fisioterapia, el hombre se levantó y se fue caminando con su camilla bajo el brazo.
Hay personas que dicen que Jesús nunca juzgó. A quienes así dicen, les digo que se fijen bien en esta historia, porque Jesús juzgó cuando eligió a este hombre para curarlo, y juzgó cuando decidió curarlo en un día sábado, en vez de esperar 24 horas. Jesús juzgó cuando le dijo al hombre que recogiera su camilla, una acción que seguramente iba a tener repercusión, pues estaba prohibido hacerlo por ser considerado trabajo. Y así fue. Pero cuando se le quejaron a Jesús por lo que había hecho, él simplemente les dijo que había hecho todas esas cosas porque era el Hijo de Dios.
Si usted piensa que Jesús nunca juzgó, le invito a que lea nuevamente su historia en los cuatro Evangelios. Jesús eligió doce hombres para que fueran sus discípulos más íntimos; eso es juzgar. Él utilizó un látigo para limpiar el templo; tanto el látigo como lo que hizo en el templo fueron juicios emitidos por él. Juzgó a los discípulos por no dejar que los niños se le acercaran. Decidió no defenderse cuando fueron a arrestarlo en el Jardín de Getsemaní. No se rebeló ni defendió ante las acusaciones falsas hechas contra él en el juicio donde estaba en juego su vida. Decidió no bajarse de la cruz, aun cuando eso significaba su muerte. Decidió dar su vida como rescate por el mundo. Decidió aparecerse a algunas personas luego de haber resucitado. Y podría seguir dando ejemplos.
Si usted piensa que Jesús nunca juzgó, le invito a que lea el capítulo 23 del Evangelio de Mateo. Allí Jesús condena abiertamente a los fariseos y a los maestros de la ley, diciendo cosas y utilizando palabras que jamás he escuchado decir a un pastor o predicador ni siquiera cuando se han dirigido al peor de los pecadores. Por ejemplo, Jesús dice: «¡Ay de ustedes, maestros de la ley y fariseos hipócritas!», expresión que utiliza varias veces en este capítulo. Y sigue diciendo: «¡Guías ciegos! ¡Fariseos ciegos! ¡Serpientes! ¡Camada de víboras!»
No diga que Jesús nunca juzgó, y no diga que Jesús nos dijo que debemos aceptar todas las cosas y a todas las personas. No. Jesús nos dijo que debemos juzgar. Debemos juzgar entre el bien y el mal; debemos juzgar entre él, el Buen Pastor, y los otros pastores, los pastores falsos. Jesús nos dijo que debemos distinguir entre el camino ancho de Satanás que lleva al infierno, y el camino angosto del arrepentimiento, del perdón, y de la salvación, que nos lleva al cielo. Una semana después de haber resucitado, Jesucristo se presentó ante Tomás, el discípulo que había dudado de su resurrección, y le dijo que le tocara las heridas en las manos y el costado para convencerlo de que era cierto que había resucitado. En ese momento, Jesús le pidió a Tomás que emitiera un juicio.
Jesús quiere que nosotros también juzguemos, y quiere que enseñemos a nuestros niños a juzgar. Él quiere que los padres y la iglesia enseñen a los niños a juzgar lo que es verdadero y eterno. Quiere que les enseñemos a distinguir la verdad que viene de temer y amar a Dios. Quiere que les enseñemos a rechazar todo lo que es intrascendente, inconsistente y sin valor. Quiere que enseñemos a nuestros niños a juzgar sabiamente, utilizando los mandamientos de Dios y no las preferencias o prejuicios personales. Dios quiere que les enseñemos a nuestros niños cómo distinguir el bien del mal, lo correcto de lo incorrecto, lo moral de lo inmoral, al Salvador de los falsos profetas.
El caso que el jurado estaba tratando era muy importante. El testigo era un niño pequeño. El fiscal que lo estaba examinando se dio cuenta que al niño lo habían entrenado para atestiguar. Con la intención de desubicarlo, el abogado le preguntó. «Tu mamá te dijo cómo atestiguar, ¿no es cierto?» «Sí», contestó el niño, sin titubear. «Entonces», dijo el abogado, «¿puedes decirnos cómo te dijo tu mamá que atestiguaras?» «Bueno», dijo el niño, «mamá me dijo que los abogados iban a tratar de confundirme, pero que si me aferraba a la verdad, todo iba a estar bien».
Madres, de eso se trata. Padres, no hay nada que agregar. Enséñenles a sus hijos a aferrarse a la verdad de Dios, y todo va a estar bien.
Si de alguna forma podemos ayudarle, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.