PARA EL CAMINO

  • Hablar no cuesta nada

  • junio 13, 2010
  • Rev. Dr. Ken Klaus
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Lucas 7:39
    Lucas 7, Sermons: 5

  • Muchas personas se la pasan juzgando y criticando a los cristianos, a la iglesia, y a Cristo… pero no hacen nada para ayudar. Jesús, en cambio, nos demostró no sólo con palabras, sino con su propia vida, que hay un camino mejor.

  • El otro día escuché un debate bastante aburrido entre dos políticos, sobre un proyecto de ley que había sido presentado al Congreso. Tenía la esperanza de que, durante el debate, esos dos políticos me aclararan un poco de qué se trataba el proyecto, ya que estaba escrito en ese lenguaje que sólo los abogados pueden entender, y constaba de cientos de páginas. Pero, lamentablemente, ninguno de los dos había leído todo el documento, por lo cual todo lo que dijeron estuvo basado en suposiciones y especulaciones. La suposición era que todo lo que les habían dicho acerca del proyecto era verdad, y la especulación era que asumían que no habían intereses privados, o tratos ya convenidos de antemano.

    Cuando el moderador del programa comenzó a perder la paciencia por la falta de conocimiento de sus invitados, les preguntó: ‘¿Hay algo en este documento que ustedes sepan con seguridad?’ Después de un largo e incómodo silencio, uno de ellos respondió: «Lo que sé con seguridad es que esta ley no va a aumentar los impuestos para el ciudadano común». Ante lo cual, el otro político murmuró: «Hablar no cuesta nada, pero del dicho al hecho hay un gran trecho», o sea, que decir, se pueden decir muchas cosas, el asunto después es que se cumplan.

    ‘Hablar no cuesta nada.’ En el 1800, el gobierno de los Estados Unidos pidió a los indios que firmaran tratado tras tratado. A cambio de todo lo que los indios cedían (sus tierras, sus idiomas, su estilo de vida), el gobierno les prometió que, mientras el sol brillara y el césped creciera, ellos les proveerían de todo lo que necesitaran, incluyendo subsidios y muchas cosas más. Sin embargo, con demasiada frecuencia, en un abrir y cerrar de ojos esos tratados eran violados, y el proceso tenía que comenzar una vez más. Muy pronto los indios se dieron cuenta que ‘hablar no cuesta nada, pero del dicho al hecho hay un gran trecho’. El gobierno estaba muy dispuesto a hacer promesas, pero no estaba tan dispuesto a cumplirlas.

    ‘Hablar no cuesta nada.’ Durante la década de 1930, muchas naciones del mundo asumieron que Hitler iba a dominar el mundo, y algunos gobiernos asumieron que se iba a desencadenar otra guerra mundial. Todas esas suposiciones se hicieron realidad cuando Alemania invadió un país vecino, y comenzó a capturar a quienes no consideraba ‘suficientemente buenos’ como para establecer una raza humana superior. Cuando otras naciones confrontaron a Hitler a este respecto, su respuesta fue: «¿Nosotros hicimos eso? Lo lamento.» Y el mundo aceptó la disculpa. Cuando sus tropas siguieron invadiendo y capturando más personas, y Hitler nuevamente fue cuestionado, su respuesta fue: «Prometo que no va a volver a suceder.» Una vez más, el mundo le creyó. Y así fue hasta que resultó evidente que a Hitler hablar no le costaba nada, pero no estaba dispuesto a hacer nada para establecer la paz en el mundo.

    En la Biblia hay una historia que está basada en este mismo concepto. La encontramos en el capítulo 7 del Evangelio de Lucas. Le animo a que la lea más tarde, pero ahora permítame contarle un poco lo que estaba sucediendo en la época en que aconteció esa historia. El año que Jesús llevaba ejerciendo su ministerio estaba yendo sumamente bien: Jesús había curado a un leproso, había hecho caminar a un paralítico, había echado fuera espíritus malignos, y hasta había resucitado de la muerte a un niño. Estos, y otros milagros, lo habían convertido en una persona muy famosa en Galilea. Las multitudes iban a escucharlo, y muchos lo seguían dondequiera que fuera. La gente estaba impresionada por la autoridad con que enseñaba, que era muy diferente a la de los maestros de la ley (Mateo 7:29).

    Ni la eficacia de los actos de Jesús ni la eficacia de sus palabras, pasaron desapercibidas para los gobernantes y maestros de la ley. No me voy a detener mucho en explicar quiénes eran y en qué creían esos gobernantes y maestros de la ley, porque eso no viene al caso. Lo que sí viene al caso es que ellos sabían que tenían el poder en sus manos, estaban acostumbrados a que así fuera, y no estaban para nada dispuestos a permitir que un ‘don nadie’, el simple hijo de un carpintero desconocido que venía de un pueblo insignificante como Nazaret, se los fuera a quitar.

    Es por ello que sabían iban a tener que hacer algo con ese Jesús, aunque todavía no sabían exactamente qué. Por el momento estaban seguros que ignorarlo no era la respuesta. Ya lo habían tratado, al menos por un corto tiempo, pero Jesús se había empecinado aún más en desafiarlos, contradecirlos, y corregirlos tanto a ellos, como a las cosas que habían estado enseñando durante tanto tiempo. Así es que, si ignorarlo no había dado resultado, ¿qué iban a hacer con él? ¿Confrontarlo cara a cara en un debate? Algunos de los maestros más inteligentes también ya lo habían hecho y, o habían subestimado a Jesús, o Jesús era más inteligente y mejor de lo que ellos pensaban. ¿Qué otra cosa podían hacer con él? ¿Confrontarlo en público? Si hacían eso, estarían obligando al público a elegir entre ellos o él, y nunca se sabía si el público iba a hacer la elección correcta. O quizás hasta se les ocurriera tenderle una trampa para hacerlo caer… cosa que varias veces sucedió durante el ministerio de Jesús.

    Eventualmente, un fariseo llamado Simón se involucró en la campaña para desacreditar, deshonrar, y avergonzar a Jesús. A pesar que la Biblia no nos dice mucho acerca de lo que Simón estaba pensando, podemos darnos una idea por las cosas que hizo, y por las que no hizo. Por ejemplo, lo primero que Simón hizo fue invitar a Jesús a que fuera a comer a su casa. Seguramente, cuando esa invitación se hizo pública, el comentario general habrá sido algo así como: ‘¡Qué bien! ¡Qué buen gesto de parte de Simón! Se nota que está tratando de solucionar las diferencias entre Jesús y los fariseos’. Y, dado que esos banquetes por lo general estaban abiertos al público, muchos decidieron ir. Pareciera que el primer round le había salido bien a Simón.

    Pero, como hemos venido diciendo, ‘hablar no cuesta nada, pero del dicho al hecho hay un gran trecho’. Tan pronto como Jesús entró en su casa, Simón comenzó a hacerle juegos «psicológicos» al Salvador. Por ejemplo, un buen anfitrión judío se aseguraba que los pies de su invitado fueran lavados, pero Simón no lo hizo. Era costumbre de esa época que un buen anfitrión recibía a su invitado de honor saludándolo con un beso, pero Simón no lo hizo. Las reglas de hospitalidad decían que Simón debía proveer aceite para que su invitado se limpiara y refrescara el cabello, pero eso tampoco sucedió. Lo más probable es que los demás no hubieran notado todas esas faltas, pero Jesús sí las notó. Y Simón estaba seguro que había triunfado en el segundo round, aunque, en realidad, si bien Simón había ‘dicho’ todas las cosas correctas… no había ‘hecho’ nada.

    Entre quienes ‘presenciaban’ el banquete, había una mujer del pueblo con una reputación no muy buena; una mujer que Simón nunca hubiera invitado a su casa. Esta mujer se las arregló para llegar hasta donde estaba Jesús reclinado y, cayendo a sus pies, se puso a llorar desconsoladamente. Viendo que sus lágrimas habían mojado los pies de Jesús, las limpió con sus propios cabellos, y luego le ungió los pies con perfume, transgrediendo así unas cuantas reglas sociales.

    Ante esa escena, Simón se dijo a sí mismo: «Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la que lo está tocando, y qué clase de mujer es: una pecadora.» No me cabe duda que Simón también pensó que Jesús debía deshacerse de ella. Al menos eso es lo que él hubiera hecho: su casa era un lugar para santos, no para pecadores. Sí, las cosas estaban yendo mucho mejor de lo que Simón jamás hubiera imaginado. Ahora, ¿se dieron cuenta que cuando esa mujer entró en la casa de Simón, él sabía todo acerca de ella? Sabía quién era, sabía cuáles eran sus pecados, sabía cuál era su reputación. Pero, a pesar de saber todo eso, Simón nunca había hecho nada para ayudarla. Al contrario, lo único que había hecho era condenarla.

    ‘Hablar no cuesta nada’. ¿Y saben qué? Hay muchas personas que se sienten muy cómodas jugando el papel de Simón, o sea, juzgando y criticando a los demás. Critican a la iglesia y a Cristo. Critican prácticamente todo lo que hacemos… pero no hacen nada para ayudar. Pueden enumerar nuestros pecados, pero no hacen nada para ayudarnos. Son capaces de tirarnos piedras, pero no de ayudarnos. Todo lo que hacen es criticar. ¡Qué triste! Es triste para nosotros porque, si realmente estamos errados, quizás pudieran ayudarnos. Y es triste para ellos porque, así como Simón, son un claro ejemplo de que ‘hablar no cuesta nada, pero del dicho al hecho hay un gran trecho’.

    Siguiendo con nuestra historia, Jesús, que por ser el Hijo de Dios lo sabe todo, supo que Simón lo había criticado en sus pensamientos, por lo que decidió contar una historia dirigida a las críticas de los fariseos. La moraleja de dicha historia fue simple: quien ha sido perdonado de muchos pecados va a estar más agradecido que quien cree que ha sido perdonado de pocos pecados. La aplicación fue más simple aún: lo que Jesús estaba diciendo era que esa mujer era culpable de muchos pecados y se había acercado a él para recibir perdón. Y eso fue, exactamente, lo que Jesús hizo: le perdonó sus pecados y le dio una nueva vida. Y por esa gracia, ella estuvo inmensamente agradecida. ¿Pueden ver la diferencia? Jesús, a diferencia de Simón, no sólo dijo las palabras correctas, sino que también hizo lo correcto, aceptando y perdonando un alma pecadora.

    Ese día Jesús perdonó un alma pecadora, y así lo ha estado haciendo cada día hasta hoy. Para poder perdonar a los pecadores, Jesús se convirtió en uno de nosotros. Uno de nosotros, pero mejor que cualquiera de nosotros. Jesús fue verdadero Hombre, pero también fue verdadero Dios. Él tuvo que ser verdadero Hombre para poder vivir sujeto a la ley de Dios, así como nosotros, para poder ser tentado como lo somos nosotros, para poder morir así como debemos morir nosotros. Pero Jesús también fue verdadero Dios para poder vivir la vida perfecta que nosotros no podemos vivir, para poder resistir las tentaciones del diablo que nosotros no podemos resistir, para poder vencer la muerte en nuestro lugar, y para poder resucitar al tercer día. Gracias a lo que Jesús es, y gracias lo que él ha hecho, él tiene el poder, el derecho, y la voluntad de perdonar a una mujer pecadora que unge sus pies con perfume… o a un pecador como usted y como yo.

    ‘Hablar no cuesta nada, pero del dicho al hecho hay un gran trecho’. Hasta ahora he aplicado estos dichos a personas. Personas como Simón, personas como aquéllas que constantemente critican y se quejan, pero nunca hacen nada para ayudar a cambiar o mejorar. Pero ‘hablar no cuesta nada’ también se aplica a todos los demás dioses y religiones del mundo. Todas, excepto el cristianismo. Cualquier otra religión, que no sea el cristianismo, se ocupa de señalar nuestros pecados, no importa sí son grandes o pequeños, diciendo: ‘usted es un pecador que ha violado los mandamientos de Dios; por lo tanto, debe ser castigado’. Y luego agregan: ‘nosotros le podemos dar algunas pautas, pero en cuanto a ser perdonado y salvo, eso corre por su cuenta, usted se lo tiene que tratar de ganar por sus propios medios’.

    Todas las demás religiones dicen que usted debe pagar por sus pecados. Todas, menos el cristianismo. Sólo el cristianismo dice que uno mismo no puede pagar por sus pecados. Sólo el cristianismo dice que ‘hablar no cuesta nada’, pero que para que pudiéramos recibir perdón, Jesús tuvo que derramar su propia sangre. Sólo el cristianismo dice que el Hijo de Dios fue crucificado y entregado como sacrificio para ganar nuestra salvación. ‘Hablar no cuesta nada’, pero sólo la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, nos limpia de todo pecado.
    Simón pensó que Jesús no sabía qué clase de mujer era la que estaba llorando y ungiéndole los pies con perfume, pero Jesús lo sabía muy bien. Jesús conocía cada uno de sus pecados, cada una de sus indiscreciones, cada una de las cosas malas y condenables que ella había hecho. Y, a pesar de saberlas, no la echó; al contrario, la recibió con los brazos abiertos, y la perdonó. Y usted, ¿ha pecado? Vaya a Jesús en arrepentimiento. ¿Ha hecho algo que le pesa tremendamente en su corazón? Vaya a Jesús con su carga y sus lágrimas. ¿Ha hecho una cosa mala tras otra, dañando a muchos? El Hijo de Dios, que entregó su vida por usted, le está esperando con sus brazos abiertos. Vaya a él como lo hizo hace varios siglos esa mujer, y escuchará a Jesús decirle las mismas palabras que le dijo a ella: «Tus pecados quedan perdonados. Tu fe te ha salvado; vete en paz» (Lucas 7:49b, 50).

    Queridos amigos, no sé si los pecados que les pesan son conocidos por todos, como los de la mujer que se presentó ante Jesús en la casa de Simón, o si han logrado mantenerlos ocultos. Lo que sí sé es que Jesús los conoce. Para él no hay ninguna diferencia entre pecados grandes y pequeños, muchos o pocos… para él todos somos pecadores que necesitamos el amor y el perdón que él nos ofrece en forma gratuita. Hoy el Cristo crucificado y resucitado le ofrece lo que ningún otro dios o religión puede ofrecerle: fe, perdón y salvación. Ese es el mensaje de este programa. Y si en estos momentos está pensando que ‘hablar no cuesta nada, pero del dicho al hecho hay un gran trecho’, le invito a que nos pruebe. En el nombre del Dios Trino, y siguiendo su mandamiento, estamos prontos para ayudarle con su vida espiritual, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.