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PARA EL CAMINO
En su carta a los cristianos gálatas, el apóstol Pablo les habla de la libertad que Dios les ha dado por medio de Cristo. En ella Pablo les dice que no son esclavos, sino libres. Pero, ¿libres de qué?
«No somos siervos de nadie, y somos siervos de todos.»
Con palabras similares describía un célebre maestro de la iglesia la identidad del cristiano. ¿Quién es un cristiano? Uno que no es siervo de nadie, y a la vez es siervo de todos. Hoy en día es muy común oír a las personas decir que no son siervos de nadie. Cada quien quiere tomar sus propias decisiones, vivir de acuerdo a sus propios principios, hacer lo que le dé la gana. A menudo se piensa en la libertad de manera individualista, desenfrenada, sin tener en cuenta la responsabilidad que cada uno tiene consigo mismo, y con los demás. En nombre del ‘derecho a la libertad’, algunas personas justifican el abandono de niños, los embarazos inesperados, el abuso de alcohol y drogas, la infidelidad, los divorcios, los abortos. Mucho se permite en nombre de la libertad.
«No somos siervos o esclavos de nada ni nadie», dice la gente, «somos libres.» Pero, ¿es esa la verdadera libertad?
En su carta a los cristianos gálatas, el apóstol Pablo les habla de la libertad que Dios les ha dado por medio de Cristo. Les dice Pablo que son libres, que no son esclavos. Pero, ¿libres de qué?
Un niño le pregunta a su madre: «Mamá, ¿todavía me quieres?» La mamá se había puesto brava con él porque no había hecho su tarea cuando debía. Ella había tenido que luchar mucho con el niño y aguantar sus necedades para que hiciera su trabajo. Unas horas después de haber terminado la tarea, cuando ya era la hora de ir a dormir, el niño, poco antes de irse a la cama, y un tanto preocupado, le pregunta a su madre: «Mamá, ¿todavía me quieres?» La mamá no le dijo: «Sí hijo, te quiero, pero sólo cuando me obedeces y haces tu tarea». No. El amor de la madre por su hijo no depende del buen rendimiento del niño o de su obediencia. Su amor es incondicional. Simplemente le dijo al niño preocupado: «Desde luego que sí te quiero, y siempre te querré; nada cambiará eso». Y ya. Eso es todo. No hay más nada que decir. El niño, librado de su preocupación, como si le hubieran quitado un peso de encima, y contento, le dice a su mamá: «Yo también te quiero». Y ambos se dan un abrazo.
Cuando el apóstol Pablo le habla a los gálatas de su libertad en Cristo Jesús, no les dice que pueden hacer lo que les dé la gana. Se refiere más bien a la gracia de Dios por sus hijos. Como el amor de la madre por su hijo, la gracia de Dios es incondicional. No somos siervos o esclavos de alguna ley que nos imponga Dios como condición o carga pesada para poder recibir su gracia en Cristo. Al contrario, somos libres del yugo de tal ley, de demandas, de cargas pesadas, de tareas que se nos pidan para poder ser considerados buenos, santos o justos ante Dios. Y esto porque Dios nos ha hecho justos ante él, nos ha dado su aprobación y perdón, nos ha reconocido como sus hijos, no por nuestras buenas obras, sino por su gracia.
Imagínese que alguien le dijera hoy que tiene que ser de cierta nacionalidad, seguir ciertas costumbres, o comer ciertas comidas, para poder ser miembro de la iglesia. Durante los días del ministerio del apóstol Pablo, algunos cristianos de descendencia y cultura judía enseñaban que no era posible ser cristiano, o seguidor de Cristo, sin hacerse la circuncisión. Como esta era la costumbre entre los judíos que siguieron las enseñanzas de Jesús y sus discípulos, algunos de ellos pensaban que los cristianos que no eran de descendencia y cultura judía (o sea, los nuevos cristianos gentiles), también debían ser circuncidados para poder ser miembros de la iglesia. En fin, pensaban algunos que había que ser judío primero para poder ser cristiano, que había que seguir ciertas leyes y costumbres para poder ser aceptado por Dios como seguidor de Cristo.
Este es y siempre ha sido un problema del ser humano, el querer ser reconocido ante otros por lo que hace o lo que aporta. Todo ser humano quiere ser reconocido ante otros, ser valorado ante otros, justificar su existencia o ser justificado ante otros en base a sus buenas obras, decisiones certeras, ideas y contribuciones en el hogar, el trabajo y la empresa. Sin embargo, en lo que tiene que ver con nuestra relación ante Dios, estos esquemas no funcionan. Dios no trata con nosotros de acuerdo a nuestras obras o decisiones, sino de acuerdo a su gracia.
El apóstol Pablo tiene que enseñarles a los gálatas que ni siquiera el cumplimiento de la santa ley de Dios, los diez mandamientos, nos hace justos ante él. La ley que Dios dio a su pueblo por medio de Moisés demanda obediencia pura y perfecta. Pero, ¿ quién puede cumplir la ley de Dios dada a Moisés de manera perfecta? Aquél que quiera cumplir la ley de manera perfecta para estar bien con Dios, termina siendo un esclavo o un siervo de la ley, termina sometiéndose al yugo de la ley que al fin no puede cumplir. En otras palabras, pierde su libertad.
Pero Dios nunca ha querido justificar nuestra existencia, aceptarnos, o valorarnos en base a nuestras obras de la ley. Antes que Dios le diera la ley a Moisés en el monte Sinaí, estaba el patriarca Abraham, a quien Dios justificó no por sus obras, sino por su fe en las promesas de Dios. Así pues, Pablo les recuerda a los cristianos que Dios los ama porque han puesto su fe no en sus obras, sino en las promesas de Dios en Cristo. Cristo nos ha librado de la ley, y ya no somos esclavos ni siervos de la ley, no estamos bajo su yugo, sino que somos libres: libres de toda demanda, porque la gracia de Dios en Cristo es incondicional.
Este es el verdadero mensaje de libertad en Cristo que tiene en mente Pablo en su carta a los gálatas. Es el mensaje de la justificación ante Dios por la fe en la gracia de Dios en Cristo, y no por el cumplimiento de las obras de la ley. Este es el centro, el mismo corazón, de toda la carta. ¿Libertad de qué? Libertad de la ley. Porque la gracia de Dios no pone condiciones.
Pero, ¿libertad para qué? Ahí está la otra pregunta a la que Pablo se dirige. Está bien que no seamos esclavos de la ley para estar bien con Dios y ser justos ante él, pero esto no quiere decir que ahora podemos vivir como se nos dé la gana. El estar liberados de la ley no quiere decir que ahora podemos vivir desenfrenadamente. La libertad de la ley no es lo mismo que el libertinaje, no se traduce a «mi libertad» para crear mi propia ley para mis propios fines.
Volviendo al ejemplo de la madre que dijimos anteriormente, la madre ama a su hijo de manera incondicional y no hay ley que pueda cambiar eso. Pero eso no quiere decir que el niño ahora puede comportarse como él quiera, que pueda dejar de ser obediente a su mamá, y no hacer las tareas que le dio su maestra. ¿Por qué? Porque la ley todavía sigue siendo la voluntad de Dios para nuestras vidas, no ya para salvarnos, pero sí para vivir de forma responsable ante nuestro prójimo. Así pues, Pablo les dice a los gálatas que no usen su libertad de la ley para dar rienda suelta a sus pasiones, sino más bien que usen su libertad en Cristo para servir al prójimo. Entonces, ¿libertad para qué? Para servir.
Para ayudarnos a vivir de acuerdo a la ley de Dios en servicio al prójimo, Dios nos ha dado su Espíritu Santo. El mismo Espíritu Santo que nos libra de la ley mediante el don de la fe en Cristo, es el Espíritu Santo que nos guía a vivir de acuerdo a la voluntad divina en servicio a los demás. El Espíritu se opone a nuestro deseo de ser libres para nosotros mismos, es decir, a los deseos y las obras de la carne. Aparentemente, las obras de la carne eran evidentes entre los gálatas, a tal punto que estaban a punto de destruirse los unos a los otros. Entre ellos había odio, discordia, celos, arrebatos de ira, rivalidades, disensiones, sectarismos y envidia. Pablo les advierte que, los que hacen estas cosas y no se arrepienten, no heredarán el reino de los cielos. Es duro con ellos.
Pero junto con esas palabras duras, Pablo también les da la solución al problema: recuerden que a los que son de Cristo, Dios les ha dado su Espíritu Santo. Este Espíritu Santo vive en los hijos de Dios y no dejará que los deseos de la carne triunfen. Entrará en conflicto contra la carne en cada uno de nosotros, pero con su fuerza vencerá. Más que vencer las pasiones, el Espíritu nos moldará o nos dará la forma de Cristo, el siervo, en nuestras vidas. No hay otra manera de entender lo que Pablo llama el fruto del Espíritu. Este fruto es la manera de vida que el Espíritu forma en el cristiano a diario, como el artista que hace una escultura a la imagen de Cristo, quien no vivió para sí mismo de manera egoísta sino para amar al prójimo.
Los que son libres de la ley, los que son libres por la fe en Cristo, ahora viven de acuerdo al fruto del Espíritu en su trato con los demás, siguiendo en los pasos de Cristo el siervo. Ahora viven guiados por el Espíritu de Cristo y, por ende, con amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio. ¿Quién vive de tal manera? La respuesta es sencilla: Sólo Cristo el siervo.
Sólo en Jesús tiene el Espíritu de Dios total libertad de acción y movimiento, sin la carne que se opone a la voluntad de Dios. Y esto porque Cristo es santo y puro, sin pecado, completamente obediente a la voluntad de Dios, y lleno de su Espíritu Santo para ser nuestro siervo, el que va hasta la cruz por amor a nosotros. Sólo en Cristo, quien tiene el Espíritu de Dios Padre sin medida y de manera inagotable, vemos de manera plena lo que Pablo llama el fruto del Espíritu. Sólo Jesús es amor, alegría, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad y dominio propio. Sólo Jesús es nuestra fuente de paz. ¿Quién más? Solamente nuestro Señor vive plenamente en el Espíritu, ungido por el mismo Espíritu en el río Jordán para ser nuestro siervo hasta la cruz.
Pero este mismo siervo Jesús, portador del Espíritu, no se queda con el Espíritu de manera egoísta, sino que nos da también su Espíritu Santo. El que lo porta lo da. Este Jesús nos hace partícipes de su Espíritu Santo, y así nos transforma para poder seguir en sus pasos, los pasos del Siervo, los pasos de aquél que abre espacio en su vida para otros. Jesús nos da el Espíritu Santo para que seamos sus pies y manos en una iglesia y un mundo donde a menudo faltan el amor y la paz que sólo Dios puede dar, la paciencia y la amabilidad, la humildad y el dominio propio. Más fácil sería ser libre para uno mismo, ser libre de responsabilidad para con el otro. Pero la vida que santifica el Espíritu lo hace a uno libre para los demás. Somos libres no para nosotros mismos, para hacer lo que nos conviene, sino para la relación y la comunión con el otro, para promover su bien, para vivir responsablemente ante al prójimo que Dios ha puesto en nuestro camino.
El odio, la impaciencia, la arrogancia, el libertinaje y las discordias, existen por doquier a nuestro alrededor, desintegran familias, dividen iglesias, rompen relaciones. ¿Dónde falta más amor y caridad? ¿Dónde más paciencia? ¿Dónde más humildad? ¿Dónde más control o dominio propio en nuestras vidas? ¿Dónde falta más amabilidad y bondad? ¿Dónde falta paz?
Dios misericordioso, gracias por amarme incondicionalmente en Cristo Jesús, por enviar a mi vida el Espíritu Santo para darme la fe en Cristo y así librarme de la esclavitud a las obras de la ley. Gracias también por darme tu Espíritu Santo para combatir los deseos egoístas de la carne en mí mismo, y así darme libertad para servir a otros según tu voluntad. Dame oportunidades para manifestar el fruto de tu Espíritu Santo en mi hogar, la iglesia y el mundo. Hazme un instrumento de tu paz. Amén.
Si de alguna forma podemos ayudarle, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones.