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PARA EL CAMINO
Son millones los que viven al borde de la desesperación, los que viven sin saber qué les deparará el futuro, los que viven sin esperanza, y también son millones los que voluntariamente, con su indiferencia, renuncian al Salvador. ¿Es usted uno de ellos?
¿Cómo se llama usted? No es una pregunta complicada, o por lo menos no debería serlo. Aunque la realidad es que la mayoría de nosotros tenemos varios nombres. Para las comunicaciones oficiales del gobierno, por ejemplo, yo soy Kenneth Richard Klaus, aunque se me ocurre que internamente me identifican por mi número de seguro social; y seguramente mi tumba va a leer Kenneth Richard Klaus, pero, aparte de eso, no se me ocurre nadie más que me llame por mi nombre completo. Mis hijos me llaman ‘papá’; mis nietos me dicen ‘abuelo’, y el resto de la gente me llama por mi nombre de pila, o por mi apellido.
Pero mi esposa Pam, en cambio, es muy creativa con los nombres que utiliza para llamarme. Por ejemplo, cuando voy a predicar a alguna iglesia, me llama «Pastor». En privado, se dirige a mí diciéndome «querido». Cuando escucho que me llama con un fuerte «Ken», sé que tiene algo importante o urgente para decirme. Y cuando me llama diciendo: «Kenneth Richard», sé que se trata de algo grave. (Lo mismo hacía mi madre; cuando me llamaba por mis dos nombres, más vale que fuera corriendo a ver qué pasaba.) Y por último, hay veces en que simplemente repite varias veces mi nombre, diciendo algo así como: «¡Ay, Ken, Ken, Ken!», como queriendo decir, en forma cariñosa y comprensiva, que he hecho o dicho alguna tontería.
La razón por la cual digo todo esto es porque, en el capítulo diez del Evangelio de Lucas, comenzando con el versículo 38, Jesús hace exactamente lo mismo. Allí se nos dice que Jesús había ido a un pueblito muy cercano a Jerusalén, donde lo recibió en su casa una mujer llamada Marta. El texto nos dice que esta Marta tenía una hermana llamada María, y un hermano llamado Lázaro. Dado que era la dueña de casa, pero no se menciona que estuviera casada, algunos eruditos concluyen que probablemente Marta era la viuda de un hombre rico, aunque esto no es más que una conjetura. Lo concreto es que, para Marta, Jesús era un invitado de honor. Seguramente Marta se sentía no sólo halagada y honrada por la visita de Jesús, sino también abrumada. Hace unos años, cuando yo servía como pastor en una parroquia, uno de los miembros me había dicho que fuera a su casa en cualquier momento, así que un día fui sin previo aviso. Cuando golpeé a la puerta y la señora vio mi coche estacionado en la calle, fue como si el mundo se le hubiera caído encima. A través de la puerta cerrada podía escuchar las órdenes que le daba a los niños: «levanta esos papeles; apaga el televisor; péinate; cámbiate la camisa».
Imagínese: si mi llegada pudo causar tanta conmoción en esa casa, cómo habrán sido las cosas en la casa de Marta cuando supo que Jesús iba a ir. Seguramente Marta quería hacer lo mejor de lo mejor para Jesús: prepararle una buena comida, darle un buen lugar para descansar, en fin, cuidar de todos los detalles para causar una buena impresión, y para que Jesús se sintiera cómodo y bien recibido. Además, en esa época era obligación ser buenos anfitriones, y Marta lo sabía… y suponía que su hermana María también lo sabía. Es por ello que esperaba que María la ayudara a darle una cálida bienvenida a Jesús. Pero las cosas no sucedieron así: María no la ayudó con nada. Desde el momento en que Jesús entró en la casa, María se quedó sentada a sus pies escuchando lo que decía. Y mientras María escuchaba, Marta iba de aquí para allá atendiendo al Maestro, y pensando: «Debe ser lindo poder estar a los pies de Jesús escuchándolo hablar, como lo hace mi hermana; ojalá yo también pudiera hacerlo, pero primero tengo que terminar de hacer esto.» Eventualmente, esos pensamientos se convirtieron en palabras cargadas de rencor. Marta le dijo a Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sirviendo sola? ¡Dile que me ayude!» Y es entonces cuando Jesús le dice: «Marta, Marta.»
Marta, Marta. En otras palabras, el Salvador le estaba diciendo: «Querida hija, tú te preocupas y te encargas de hacer muchas cosas, pero todavía te falta aprender que sólo hay una cosa que es importante… y eso es escucharme a mí. Tu hermana no es indiferente ni haragana, sino que se ha dedicado totalmente a aprender de mí. Al hacer esto ha elegido lo mejor, y yo no se lo voy a quitar. No, no le voy a decir que te ayude, pero sí me gustaría que tú también vinieras a escuchar lo que tengo para decir.»
De más está decir que Jesús tenía razón. María estaba escuchando la historia de la salvación de boca de la única Persona habida y por haber, que habría de hacer realidad esa historia. Sólo Jesús, siendo verdadero Dios y verdadero Hombre, tuvo la capacidad de cumplir las profecías antiguas, y de mostrar al mundo que él era aquél a quien Dios había enviado para ofrecer como sacrificio para rescatar nuestras almas del pecado, del diablo, y de la muerte. Sólo Jesús pudo vivir la vida sin cometer ningún pecado que lo apartara del Padre en los cielos. Sólo Jesús pudo tener la fuerza, la sabiduría, y la santidad necesarias para resistir las tentaciones del diablo. Sólo Jesús pudo tener el poder suficiente para dar su vida y reclamarla nuevamente con su gloriosa resurrección al tercer día. Sólo Jesús pudo hacer todas esas cosas para que usted y yo, y todos los que oyen sus palabras y creen en él como Salvador, podamos ser lavados de nuestros errores, y recibir el regalo de la vida eterna. Sí, María había encontrado lo más importante, lo único importante. María había encontrado a la única Persona que puede cambiar nuestras vidas ahora, y hasta la eternidad… la única Persona que ha vencido la muerte y la tumba. María había encontrado a su Salvador, había encontrado a la Persona de quien nadie debería apartarla jamás.
Al leer esas palabras se me ocurrió pensar en cuántas personas habrían sido apartadas de Dios, así que, para tratar de encontrar una respuesta, comencé a buscar ejemplos en la Biblia. Lo que descubrí me sorprendió en gran manera, pues la gran mayoría de las veces fueron las mismas personas las que decidieron alejarse de Dios. En otras palabras, los dones de Dios no les son quitados a las personas, sino que las personas renuncian a ellos. ¿Se da cuenta de la diferencia? Cuando se trata de Jesús y de los dones de Dios, las fuerzas del mal no necesitan ni amenazarnos ni intimidarnos para quitárnoslos. Todo lo que tienen que hacer es tener paciencia, porque en algún momento nosotros mismos vamos a renunciar a ellos. Por ejemplo, la Biblia nunca dice que en el Jardín del Edén el diablo les haya apuntado a Adán y Eva con una pistola y los haya obligado a comer del fruto prohibido. No. Todo lo que el diablo hace es decirles: «Mmmmm…. ¿No les parece que este fruto debe ser sabroso? ¿No quisieran ser tan inteligentes como Dios? ¿Por qué no lo prueban?» Como ven, el diablo no empleó la fuerza; sólo su astucia fue suficiente para que Adán y Eva creyeran que era una buena idea. Y así fue como el pecado entró en el mundo, y junto con él la muerte, el dolor, las lágrimas, la tristeza, y el sufrimiento. La perfección del Jardín del Edén que Adán y Eva habían disfrutado no fue quitada de ellos por la fuerza ni con amenazas, sino que ellos mismos renunciaron a ella.
Siglos después, Dios le prometió a Abraham que él habría de ser el padre de muchas naciones, el antecesor del Salvador. Pero Abraham no pudo esperar a que Dios cumpliera su promesa sino que, como su esposa Sarah no podía quedar embarazada, decidió tener un hijo con otra mujer. Esa acción desencadenó una serie de conflictos y odios que continúan hasta el día de hoy. Una vez más, nadie obligó a Abraham a hacer lo que hizo; él lo hizo porque quiso. Años más tarde Esaú, por ser el hijo mayor de Isaac, debía haber recibido la bendición especial de su padre. Sin embargo, un día en que estaba muy hambriento vendió esa bendición a cambio de comida. Nadie le quitó a Esaú su derecho de hijo mayor; él mismo renunció a ese derecho. De la misma forma, nadie obligó a Judas a entregar a Jesús a las autoridades. Pero al decidir traicionar a su Salvador, él mismo perdió su lugar en el cielo.
Lamentablemente, las cosas, o mejor dicho las personas, no han cambiado. Son millones los que viven al borde de la desesperación, los que viven sin saber qué les deparará el futuro, los que viven sin esperanza… son millones los que voluntariamente, con su indiferencia, renuncian al Salvador. En los Estados Unidos, un país libre y sin persecución religiosa, hay cortes que quieren prohibir el Día Nacional de Oración, y otras que quieren que se quite de la moneda nacional la referencia a Dios. Algunas universidades famosas, que fueron creadas para glorificar a Dios y promover el nombre del Salvador, se han olvidado por completo de ese propósito. Cristo y el cristianismo son tema y motivo de burla para una gran cantidad de comediantes y programas de televisión. Las críticas contra la comunidad cristiana están a la orden del día y son hechas con total impunidad, pues quienes las hacen saben muy bien que nadie va a salir a hablar en defensa del Salvador, que nadie va a hablar en representación de los muchos millones de cristianos que son líderes en sus comunidades, que son amigos fieles, padres responsables, y ciudadanos comprometidos.
Lo cierto es que, si las cosas siguen así, el Salvador no será quitado de nuestro país y de nuestras comunidades, de nuestros hogares y de nuestros corazones por dictadores o gobernantes déspotas. No. No será necesario que nadie lo quite, porque la indiferencia cristiana se va a encargar de dejar a Jesús en algún rincón, y se va a olvidar de dónde lo puso. La indiferencia fue lo que puso a Jesús a un lado y se olvidó que él tenía algo que decir acerca de los niños cuando, en 1973, la Corte Suprema de los Estados Unidos dijo que el aborto estaba bien. La indiferencia fue lo que puso a Jesús a un lado y se olvidó que él tenía algo que decir acerca del matrimonio y del amor entre los cónyuges, cuando la sociedad decidió que los votos que éstos se hacían mutuamente no eran más que temporarios, y que la desintegración de las familias no era culpa de nadie. La indiferencia fue lo que puso a Jesús a un lado y se olvidó que él tenía algo que decir acerca de la pornografía, cuando la sociedad aprobó que fuera invitada al living de nuestros hogares. La indiferencia fue lo que puso a Jesús a un lado y se olvidó que él tenía algo que decir acerca de la institución de la familia, por lo cual ahora la mitad de nuestros niños son ilegítimos. La indiferencia fue lo que puso a Jesús a un lado y se olvidó que él tenía algo que decir acerca del pecado, por lo cual ahora ya no es llamado pecado, sino indiscreción. La indiferencia fue lo que puso a un lado al Dios Trino que nos amó tanto, que envió a su propio Hijo para salvarnos del pecado, del diablo, y de nosotros mismos.
Mis amigos, si yo les preguntara qué es lo opuesto de ARRIBA, ustedes dirían ABAJO. Si les preguntara qué es lo opuesto de ADENTRO, ustedes dirían AFUERA. Ustedes saben que lo opuesto de BUENO es MALO, y lo opuesto de AMOR es (pausa)… ¿dijeron ODIO? Se me ocurre que la mayoría de las personas diría ODIO. Pero yo quiero sugerirles una respuesta diferente, que me parece mejor aún. Yo creo que lo opuesto de AMOR, es INDIFERENCIA. ¿Por qué? Porque cuando uno odia una cosa o una persona, todavía sigue involucrado con esa cosa o persona… pero si uno es indiferente… es porque ya no le interesa más. Y eso es algo sumamente triste.
En 1928, una corte de Massachusetts recibió un caso de indiferencia. El juicio involucraba a un hombre que, mientras caminaba por un muelle, se tropezó con una cuerda, y se cayó en el agua fría y profunda de una bahía en el océano. Al salir a la superficie pidió socorro, pero luego volvió a hundirse. Dos veces más hizo lo mismo, pero nadie acudió en su ayuda.
Sorprendentemente, había una persona que podía haberle ayudado. Esa persona, que estaba sentada en una silla en un muelle vecino, había visto tanto el accidente como la lucha del hombre por sobrevivir. Por tercera vez el hombre salió a la superficie y gritó pidiendo ayuda y diciendo que no sabía nadar. El hombre que estaba viendo todo esto era un excelente nadador, pero aún así observó todo sin intervenir para nada, hasta que el que se había caído al agua ya no volvió a subir a la superficie. Después del funeral, la familia del difunto, comprensiblemente disgustada con la indiferencia del observador, lo llevó a juicio… pero perdieron. Sí, perdieron. A pesar de no estar de acuerdo con su propio veredicto, la corte dictaminó que el observador no tenía responsabilidad legal de salvar, o tratar de salvar, la vida del otro hombre.
Estimado oyente, tal indiferencia puede ser permitida por la ley, pero no es parte del Evangelio de la gracia de Dios. Tal indiferencia puede ser tolerada en una persona del mundo, pero es intolerable en quienes han sido rescatados por Jesucristo, quien «vino para servir y para dar su vida en rescate por muchos» (Marcos 10:45). Redimidos por el Salvador, debemos mantenernos comprometidos a compartir su historia de salvación y a defender nuestra fe. Debemos sacar a la luz los pecados del mundo, y llamar a las personas de la oscuridad del pecado a la maravillosa luz del Señor.
No hace mucho me enteré de la experiencia vivida por un pastor que había ido a visitar el pabellón de niños de un hospital de la costa oeste de los Estados Unidos. Al finalizar su visita, una enfermera que lo conocía lo llamó aparte, y le hizo señas de que lo siguiera.
Entonces lo llevó a una habitación privada donde estaba un pequeño de alrededor de siete meses que lloraba a gritos. Su cuerpo estaba lleno de moretones, rasguños, y cicatrices. El pastor asumió que el niño había sufrido un accidente, pero la enfermera le dijo que lo mirara más de cerca. Al hacerlo, el pastor se dio cuenta que algunas de esas cicatrices eran palabras que alguien había rasguñado en su piel, y también vio las quemaduras de cigarrillos en los pies y en el abdomen. Si por casualidad en algún momento lo había dudado, en ese momento el pastor estuvo bien seguro que el diablo estaba vivo y haciendo de las suyas. La enfermera se inclinó para levantar al niño. Al sentir el contacto humano, sus gritos se hicieron más fuertes, pero poco a poco se fue calmando, hasta que eventualmente se tranquilizó.
Más tarde, el pastor dijo: «En ese momento supe que mi vida había cambiado». Ya no podía seguir siendo indiferente. Tenía que hacer algo. En el nombre del Salvador tenía que tratar de llegar a los millones de personas que están gritando y llorando por causa de las heridas y cicatrices de la vida. Tenía que hacer todo lo que estuviera a su alcance para llevarlos a los brazos del Salvador y envolverlos con su amor. Desde ese momento se considera a sí mismo un «cristiano comprometido». Yo doy gracias porque él no es el único que ha decidido comprometerse con la causa de Jesucristo. Lo sé porque este programa le llega a usted gracias a los muchos cristianos que se han comprometido a compartir con usted a Jesucristo, la única Persona que usted necesita. Si quiere saber más acerca de él, puede comunicarse con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.