PARA EL CAMINO

  • ¿Será que Dios le conoce?

  • agosto 22, 2010
  • Rev. Dr. Ken Klaus
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Lucas 13:22-30
    Lucas 13, Sermons: 5

  • Las personas quebrantan las leyes porque creen que no son para ellos. Para algunas cosas, el no cumplir las leyes no hace ninguna diferencia. Pero hay veces en que cumplir las reglas es asunto de vida o muerte. Entérese de la ley que le da vida eterna.

  • Las personas que viven cerca del monte Santa Helena, en el estado de Washington, no están de acuerdo con Harry Truman. Y no estoy hablando del ex-presidente de los Estados Unidos, sino de otro Harry Truman. Este otro ‘Harry Truman’, decidió no abandonar su cabaña antes de que el volcán Santa Helena entrara en erupción, aun cuando las autoridades estatales y federales le habían advertido que eso iba a suceder. Los vecinos habían insistido en que lo hiciera, y los periodistas, que habían publicado un artículo sobre él en primera plana, también le habían rogado que se fuera. Pero Harry Truman igual se quedó en su cabaña. Hoy día, más de 30 años después de que la gigantesca explosión ocurriera, todavía se debate sobre cuál fue la razón por la cual Harry no abandonó su cabaña. Algunos piensan que quiso hacerse famoso, otros dicen que no quiso arriesgarse a perder su propiedad.

    Sea cual fuere la razón, hay ciertos hechos que no se pueden discutir. El primer hecho es que, el 18 de mayo de 1980, el volcán Santa Helena estalló en forma dramática, con gases que lanzaban lava hirviendo por la ladera de la montaña a más de 300 millas por hora. El segundo, que Harry no sobrevivió. Y si me preguntan por qué Harry no se fue de su cabaña cuando todavía tenía tiempo, yo creo que fue porque él simplemente no pensó que se iba a morir. Lo más probable es que Harry creyera que los expertos estaban equivocados y que el volcán no iba a estallar, o que, si estallaba, no iba a ser para tanto, o que, si era tan grave, igual iba a tener tiempo de escapar. Yo creo que Harry estaba convencido que ninguna de las muchas advertencias que le dieron, se aplicaba a él.

    ¿Por qué pienso esto? Porque así pensamos muchas veces los seres humanos. Y si en estos momentos usted está diciendo que usted no piensa así, le pregunto: ¿Alguna vez le pusieron una multa por conducir por encima del límite de velocidad? ¿Qué pensó mientras el oficial le escribía el ticket? ¿Acaso no tenía ganas de decirle que los que realmente merecían una multa eran los que andaban como locos por la calle, y no usted? Nosotros creemos que, porque hay otros que conducen como locos, nosotros podemos quebrantar un poco la ley. Ahora imaginemos que a usted nunca le pusieron una multa. Le pregunto: ¿Alguna vez se pasó del límite de velocidad? ¿Por qué lo hizo? Porque todos lo hacían, porque iba a llegar tarde a una cita importante… En realidad, la razón no interesa porque no cambia las cosas. Usted iba manejando por encima del límite de velocidad permitido, porque cree que esa ley no fue hecha para usted.

    Las personas hacen las cosas que hacen porque piensan que las reglas no fueron hechas para ellos, sino para los demás. Hay personas que manejan estando intoxicadas, porque se creen buenos conductores, y porque, después de todo, no fue tanto lo que tomaron. Las leyes no fueron hechas para ellas. Cuando el médico le dice que tome el antibiótico hasta que lo termine: ¿lo hace, o guarda algunas pastillas por si se enferma otra vez de lo mismo? Las reglas no fueron hechas para usted. Los fumadores fuman no porque no sepan que el cigarrillo puede causar cáncer. Ellos saben bien todo eso, y creen que es cierto. Pero también creen que ellos son la excepción a la regla, o sea, que las reglas no se aplican a ellos.

    Esta regla no se aplica a mí. Eso es lo que todos, sin excepción, pensamos. Sea donde sea que abro la Biblia, encuentro una persona que dice: «Dios, tu regla no se aplica a mí». Por ejemplo, cuando Dios puso a Adán y Eva en el Paraíso, les dijo que no comieran de un árbol en particular. Esa fue la única regla que Dios les dio; muy simple y clara. Pero luego apareció el diablo y, con sus sutilezas y artimañas, logró convencer a Eva de que la regla de Dios no se aplicaba ni a ella ni a Adán. El resultado: ambos comieron del fruto del árbol prohibido, y así entraron el pecado y la muerte en el mundo. Ese simple y único acto de desobediencia cambió mi vida y la suya, y también nuestro futuro eterno, para siempre.

    Dios les había dicho a nuestros primeros antepasados que no se juntaran con pueblo idólatras, pero Lot pensó que él, su esposa, y sus hijas, podrían hacerlo sin tener problemas. Después de todo, eran maduros, tenían experiencia, y eran familiares directos de Abraham, uno de los elegidos de Dios. Por eso pensaron que esa especie de segregación espiritual no se aplicaba a ellos. ¿Cuál fue el resultado? Cuando todo hubo terminado, la esposa de Lot quedó convertida en una estatua de sal, y sus hijas… bueno, es mejor que usted lea la historia directamente (se encuentra en el capítulo 19 del libro de Génesis). Entre tanto Elí, el sumo sacerdote, tampoco pensaba que las reglas de Dios con respecto a la crianza de los hijos se aplicaban a él. Es por ello que sus dos hijos varones murieron en el campo de batalla (1 Samuel 4), y el mismo Elí murió al caerse de una silla y romperse el cuello.

    El Rey David no pensó que el mandamiento de Dios que dice «no cometerás adulterio» se aplicaba a él, y lo mismo pensó acerca del otro mandamiento que dice «no matarás». Estos no son más que unos pocos ejemplos de personas de Dios que creyeron que las leyes de Dios no se aplicaban a ellos. Pero con los incrédulos fue muchísimo peor. Mientras que los creyentes en ocasiones pensaron que las leyes de Dios no se aplicaban a ellos, los incrédulos directamente se burlaron y pervirtieron sus leyes. Por ejemplo, Dios creó el sexo para que fuera parte del matrimonio, pero los incrédulos establecieron reglas mandatorias de prostitución dentro del templo. Dios dice que él, el Creador, está en control del mundo, pero los gobernantes políticos dicen que son ellos los que mandan y los que saben qué es lo mejor para sus pueblos.

    Las personas se comportan como se comportan porque piensan que las leyes no son para ellos. Para algunas cosas, el no cumplir las leyes no hace ninguna diferencia. Por ejemplo, si uno quiere cepillarse los dientes de lado a lado y no de abajo hacia arriba, no es el fin del mundo. O si uno quiere comer cereal para la cena en vez de para el desayuno, tampoco pasa nada. ¿Usted espera una hora después de haber comido para poder ir a nadar? Hasta donde yo sé, hay personas que lo hacen y otras que no. Depende de cada uno.

    Pero, hay veces en que cumplir las reglas es asunto de vida o muerte. Hace unos meses estaba pescando con un amigo que es piloto aéreo, constructor de veleros, y que además sabe mucho de vinos. Como es piloto, le pregunté: ‘Cuando estás volando, ¿confías en tus sentidos, o en los instrumentos del avión?’ La respuesta que me dio fue muy interesante. Me dijo: «Normalmente uno confía en su visión… pero hay momentos en que la visión engaña. En esos momentos, uno debe confiar en los instrumentos». Entonces le pregunté: ‘¿Aún cuando todo lo que sabes, todo lo que sientes, todo lo que crees te diga lo contrario?’ Me contestó: «Especialmente en esos momentos es cuando más debes confiar en los instrumentos. Piensa un poco en esto: si hay alguna chance de que tus sentidos estén equivocados, ¿por qué les prestarías atención? Confiarles a ellos tu vida sería un error mortal. La regla es que uno confía en los instrumentos, porque sabe que están en lo cierto». ‘Pero, ¿qué pasa si no lo están?’, me pregunté a mí mismo. Como si me hubiera leído el pensamiento, continuó diciendo: «Uno tiene que confiar en algo, y de las opciones, los instrumentos son más confiables que el ser humano. Son más los aviones que se caen con pilotos que confían en sí mismos, que los que se caen con pilotos que confían en los instrumentos. La regla es que hay que confiar en los instrumentos.»

    Entonces, la pregunta que le hago a usted hoy, es: cuando se trata de su vida eterna, usted, ¿en quién confía? ¿Confía en usted mismo, o en Alguien-y con ese ‘Alguien’ me estoy refiriendo al Señor Jesucristo? Porque no hay dudas que Aquél que todo lo sabe es mucho más confiable que usted. Es probable que durante años usted haya escuchado a pastores, sacerdotes, familiares y amigos, hablar acerca de Jesús y del sacrificio que él hizo con su vida y en la cruz. Muchas veces se le dijo que él perdona pecados y otorga salvación a todos los que creen en él como Salvador. Muchas personas escuchan todo eso, pero siguen viviendo como si nada de ello les afectara. Viven como se les antoja y respetan las leyes sólo cuando tienen ganas, como si fueran a vivir para siempre… porque si uno vive para siempre, no tiene por qué preocuparse de la vida eterna.

    ¿De qué leyes estoy hablando? Es una buena pregunta. Déjeme darle unos ejemplos. Dios dice: «Porque la paga del pecado es muerte, mientras que la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Romanos 6:23). ¿Es usted pecador? No, no me refiero a un gran pecador, sino a un pecador común y corriente. Si usted es pecador, entonces esta regla se aplica a su vida. Aquí va otra. La Biblia dice: «De hecho, en ningún otro hay salvación, porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres mediante el cual podamos ser salvos» (Hechos 4:12). En otras palabras, con fe en Jesús como su Salvador, sus pecados son perdonados… pero sin esa fe, usted está perdido. ¿Qué le parece? ¿Se aplica a usted esa regla, o es usted una excepción? La Escritura dice: «Cree en el Señor Jesús; así tú y tu familia serán salvos» (Hechos 16:31). Pero aún hay más: «Arrepiéntase y bautícese cada uno de ustedes para perdón de sus pecados… porque la promesa de salvación es para ustedes, para sus hijos, y para todos aquellos a quienes el Señor quiera llamar» (Hechos 2:38-39). ¿Será que esta regla habla de usted, o es usted una excepción a ella?

    Y así podríamos seguir, pero no lo vamos a hacer. La verdad es que, en su Santa Palabra, Dios nos ha dicho que, por nosotros mismos, estamos perdidos, pero con Jesús como nuestro Salvador somos perdonados de nuestros pecados, somos salvos, y nuestro destino final ya no es más el infierno, sino el cielo. Con Jesús como nuestro Salvador, somos salvos. Sin Jesús, somos condenados. Esa es la regla. Pero lamentablemente muchos viven como si las reglas de Dios no se aplicaran a sus vidas. ¿Por qué? Unos dicen que no les importa. Otros dicen que la religión es aburrida. Otros son totalmente indiferentes. Algunos quizás nunca lo han pensado seriamente. Muchos saben que un día van a morir, pero viven como si ese día nunca les fuera a llegar. Son muchas las razones para no creer.

    Hace muchos siglos, cuando nuestro Salvador estuvo en este mundo, alguien que le había estado escuchando llegó a la misma conclusión… son muchas las razones para no creer, para ignorar las reglas de Dios para salvación. Imaginando la fila interminable de almas marchando hacia el infierno, esa persona preguntó: «Señor, ¿son pocos los que van a salvarse?» Jesús no contestó directamente la pregunta, sino que simplemente dijo (y creo que sus palabras son claras para todos los incrédulos): «Muchos tratarán de entrar, y no podrán» (Lucas 13:23-24).

    Jesús sabía que va a llegar el día en que las personas se van a dar cuenta que sus excusas no les van a abrir las puertas del cielo. Ahora, si la persona se da cuenta de eso antes del momento del juicio, bien para ella. Pues en el momento en que el Espíritu Santo le pone fe en su corazón, la sangre de Jesucristo le perdona todos y cada uno de los pecados que ha cometido en su vida. En ese momento, esa persona deja de ser un huérfano espiritual que se enfrenta por sí sola a la eternidad, y es adoptada en la familia de la fe y recibe un hogar en el cielo. Pero Jesús no es solamente para la eternidad. Él también es para el aquí y ahora. La vida presente del creyente también es cambiada. Ya no estará más solo, sino que tendrá a su lado al Salvador, y ya no estará abrumado por los problemas y los sufrimientos de la vida, porque Jesús se hará cargo de ellos (1 Pedro 5:7). Este es un breve resumen de las reglas de Dios. Ese Dios que quiere que usted sea salvo, y que ha hecho todo lo que era necesario para que así pueda ser. Jesús cumplió las leyes por usted; él cargo con el peso de los pecados que usted cometió, y venció a la muerte por usted. Todo lo que usted tiene que hacer es creer… creer antes de que sea demasiado tarde.

    Porque es cierto que va a llegar el momento en que va a ser demasiado tarde. Si usted espera hasta que se muera, va a ser demasiado tarde. Así es la regla. Y si usted cree que esa regla no se aplica a usted, debo decirle que está equivocado. Eso fue lo que Jesús dijo cuando le preguntaron: «¿Son pocos los que van a salvarse?», y él contestó: «Muchos tratarán de entrar y no podrán». Cuando usted muera, la puerta del cielo va a estar cerrada. Usted podrá quedarse parado frente a ella todo el tiempo que quiera tratando de entrar. Hasta podrá golpear la puerta y decir: ‘Señor, Señor, abre la puerta del cielo’. Pero el Padre le va a decir: ‘Lo lamento mucho, pero no te conozco ni sé de dónde vienes. La puerta está cerrada, y va a permanecer cerrada’.

    Mi oración, a través de este mensaje, es que ninguna persona que esté escuchando quede fuera del cielo. Puedo asegurarle que ese día usted va a hacer o dar cualquier cosa con tal de poder entrar en él. Pero sólo hay una forma de hacerlo. Tanto amó Dios al mundo, que Dios a su único Hijo para que todo el que cree en él no se pierda, sino tenga vida eterna.

    Esa es la regla de Dios. Créala. Este es el día y el momento de darse cuenta que esa regla está en vigencia. ¿Por qué hoy? Porque otra regla de la vida es que usted no sabe cuándo se va a morir. Antes de que yo predique otra vez, muchas personas que hoy escuchan mi voz van a estar muertas. Por eso es que ahora es el momento de creer.

    Hace muchos años, Robert Robinson salió a caminar en la mañana soleada de un domingo en Londres. Robert se sentía solo y apesadumbrado. La fe que una vez había profesado, la había perdido hacía ya muchos años. Al ver venir un taxi levantó la mano para pararlo, pero luego se dio cuenta que venía ocupado. El taxi igual paró. En él iba una señora que se dirigía a la iglesia, y que ofreció compartirlo con él. Luego de presentarse mutuamente, la señora reconoció su nombre. «¡Qué coincidencia interesante!», le dijo. Y abriendo la cartera, extrajo un pequeño libro de poemas, y agregó: «Venía leyendo un poema escrito por Robert Robinson. ¿Acaso es usted?» A lo que Robinson asintió. «¡Increíble!», dijo la señora, «¡Estoy en el mismo carruaje que el autor de estas líneas!»

    Pero Robinson casi no la escuchaba. Estaba enfrascado leyendo sus propias palabras, palabras que un día habrían de convertirse en un poderoso himno cristiano. El poema decía:
    «Ven, fuente de toda bendición, sintoniza mi corazón para que cante tu gracia.

    Ríos de misericordia fluyen sin cesar, entonando canciones de alabanza.»

    Luego leyó la última estrofa:

    «Propenso a alejarme, Señor, me siento-propenso a abandonar al Dios que amo;
    He aquí mi corazón, tómalo y séllalo, séllalo para siempre en tus moradas celestiales.»
    Con lágrimas en los ojos, Robinson confesó: «Yo escribí estas palabras-y también las viví». «Propenso a alejarme… propenso a abandonar al Dios que amo». La mujer enseguida comprendió. Entonces dijo: «Pero usted también escribió: ‘He aquí mi corazón, tómalo y séllalo’. Sr. Robinson, todavía está a tiempo». Y así fue como Robert Robinson volvió a ser un hijo de Dios.

    Es mi oración que lo mismo suceda con usted. Y así será cuando usted se dé cuenta que las reglas también se aplican a usted. Recuerde que estamos aquí para ayudarle. Si así lo desea, puede comunicarse con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.