PARA EL CAMINO

  • Compasión

  • octubre 24, 2010
  • Rev. Dr. Ken Klaus
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Lucas 18:13-14
    Lucas 18, Sermons: 4

  • Nos guste o no, todos somos pecadores que necesitamos perdón. Y lo sepamos o no, a todos los que pedimos perdón con un corazón arrepentido, Dios nos lo concede a través de Jesús. ¡Señor, ten compasión de mí, que soy pecador!, dijo el recaudador de impuestos, pues sabía que Dios, por su gracia y misericordia, perdona todos nuestros pecados y deslealtad.

  • Una vez, no hace mucho tiempo, había un hombre que no era ni muy amable ni muy bueno. En realidad, era bastante cruel y malo. A este hombre no le importaba abusar de sus colegas, compañeros, amigos, e incluso de sus propios familiares, si la ocasión se presentaba. Era ese tipo de persona que hasta podía hacer llorar a su esposa sin sentir remordimientos. Sus propios hijos sabían que de él sólo podían esperar cosas negativas.

    Un día, sin previo aviso, este hombre decidió afiliarse a una de las iglesias más prestigiosas del pueblo. No, no es que milagrosamente se hubiera arrepentido de sus transgresiones, o que el Señor le hubiera dado una visión aterradora del infierno. La verdad es que, lo que hizo, no tuvo nada que ver con la fe o la salvación, sino que lo hizo por pura conveniencia, pues sabía que allí podría conectarse con algunas de las personas más adineradas e influyentes de la comunidad.

    Cuando se presentó ante el pastor y los líderes de la iglesia, no tuvo ningún problema en mentirles con respecto a su vida y a cómo siempre había participado de una iglesia, puesto que nada en su vida era más importante que eso. Cuando les dijo que había renunciado a los pecados de su juventud, no le costó mucho elaborar una lista de sus transgresiones: todo lo que tuvo que hacer fue enumerar las cosas que hacía a diario. Por su parte, los líderes de la iglesia creyeron que el Señor les había enviado una especie de súper cristiano, por lo que le dieron la bienvenida con mucha alegría.

    Más tarde ese día, ya en su casa, se jactó ante su esposa por la facilidad con que había logrado engañar al pastor y a los líderes de la iglesia. Pero no esperaba para nada la reacción de su esposa que, en vez de mantenerse callada por temor -como siempre lo hacía- lo reprendió fuertemente por lo que había hecho, y prometió ir junto con los niños a la iglesia y decirle al pastor toda la verdad acerca de él. Fue esa amenaza, más que cualquier otra cosa, lo que lo llevó a hacer una cita con el pastor y los líderes de la iglesia, en la cual confesó sus mentiras, admitiendo que era un pecador y un hipócrita absoluto. Indignados al escuchar su confesión, y sintiéndose estafados por la manera en que los había engañado, el pastor y los líderes decidieron expulsarlo de la iglesia.

    Mientras iba caminando hacia su coche, el hombre iba sonriendo. Es que, en su mente, él había ganado: la iglesia lo había recibido con las puertas abiertas porque creían que era una muy buena persona; pero cuando había confesado ser un gran pecador, la misma iglesia lo había expulsado. Eso demostraba que al menos esa iglesia estaba compuesta por un grupo de personas más hipócritas que él mismo.

    Lamentablemente, hoy en día son muchísimas las personas que no van más a la iglesia porque creen que esta historia es más real que ficticia. Muchos recuerdan cuando los padres los obligaban a ir a la iglesia -y a portarse bien a pesar que no entendían nada- pero no recuerdan que a sus padres les gustara la iglesia más que a ellos, porque nunca hablaban en forma positiva del sermón o del servicio de adoración. Al contrario, la mayoría del tiempo lo único que hacían era criticar al pastor, al sermón, o a lo aburrida que había sido la adoración. Esa es la razón por la que todavía hoy, muchos dicen: ‘No voy a ir a la iglesia sólo porque alguien espera que yo vaya’. Y, con la excepción de los ocasionales casamientos, bautismos, funerales, y Navidad, cumplen su promesa.

    Pero ésa es solamente una razón por la que las personas no van a la iglesia. Hay muchísimas más. Están los que se han defraudado de la iglesia después que se han enterado de los abusos sexuales de los sacerdotes, o de los predicadores que se llenan los bolsillos a costa de sus seguidores, y también están los que juzgan a la iglesia por el comportamiento de unos pocos que dicen llamarse ‘cristianos’, pero que distan mucho de serlo.

    También están los que una vez hicieron un esfuerzo por levantarse temprano, a pesar que era domingo, y ponerse ropa de vestir en vez de los jeans y la camiseta que usualmente se pondrían en ese día, y decidieron ir a la iglesia, a pesar de que la idea de ir a un lugar en donde no conocían a nadie no les entusiasmaba demasiado. Pero en vez de ser recibidos con los brazos abiertos, sufrieron una gran desilusión. No se les había cruzado por la mente que la gente los mirara de punta a punta como si fueran bichos raros. Tampoco entendieron por qué a veces se tenían que parar y otras veces sentar, aunque igual lo hicieron junto con todos los demás, ni por qué, cuando había que cantar algunos cantaban, pero la mayoría no lo hacía. Nadie les dio la bienvenida ni trató de hacerlos sentir cómodos. Por eso es que, en el camino de regreso a casa, se juraron a sí mismos no volver a pisar una iglesia nunca más.

    Entonces, ¿cuál es SU razón? Algunos hombres creen que la iglesia es cosa de mujeres. Algunas mujeres van a la iglesia para criticar la forma en que las otras mujeres están vestidas, y para que la iglesia les eduque a sus hijos. ¿Cuál es SU razón? ¿Es que acaso usted cree que los que van a la iglesia piensan que son demasiado buenos para codearse con usted? ¿O piensa que lo que la iglesia predica está tomado de un libro tan antiguo que ya no tiene relevancia para los problemas y las situaciones que vivimos hoy? ¿Cuál es SU razón? ¿Será que siempre tiene alguna otra cosa mejor para hacer que ir a la iglesia? ¿O está desanimado por las peleas que hay dentro de la iglesia? O quizás usted piensa que Dios va a invitar al cielo a todas las personas que se esfuerzan en ser buenas.

    Estimado oyente: ¿sabe que una vez Jesús contó la historia de una persona que se sentía igual que usted? La encontramos en el evangelio de Lucas 18:9-14, y hoy la conocemos como la ‘Parábola del fariseo y del recaudador de impuestos’. Este último, el recaudador de impuestos, hubiera comprendido bien sus objeciones con respecto a la iglesia. Permítame que le cuente un poco acerca de él. Los judíos habían sido conquistados por Roma. Roma, por su parte, había decidido que sería mejor contratar judíos para cobrarles a sus conciudadanos los impuestos con los que ellos les pagarían a sus ejércitos, construirían nuevas rutas, y mantendrían su burocracia. Uno pensaría que sería difícil conseguir hombres dispuestos a trabajar para los conquistadores de su propio país, pero no fue así en absoluto. Es que en todos lados hay personas que están dispuestas a hacer cualquier cosa con tal de hacer dinero fácilmente. Y eso era justamente lo que Roma ofrecía a los cobradores de impuestos. ¿Cómo? Roma exigía que ellos le entregaran una cierta cantidad de dinero, pero no le interesaba saber cuánto cobraban en realidad, y tampoco le interesaba saber si actuaban con ética. Lo único que Roma quería era su dinero.

    Es por ello que este cobrador de impuestos (al igual que todos los demás que existían), no era visto con buenos ojos en la sociedad. De hecho, en una corte su testimonio no contaba, e incluso no se le permitía postularse para un cargo oficial. Las personas trataban de evitarlo, de no cruzarse ni encontrarse con él. Si alguien tenía motivo para mantenerse alejado de la iglesia, el cobrador de impuestos estaba en primer lugar. Por su parte, siendo muy consciente de su reputación, él pensaba: ‘Ni siquiera arrastrándome me llevan al templo; más todavía sabiendo que uno de esos fariseos, que se creen perfectos, puede estar allí’.

    El otro protagonista de la historia es un fariseo. Los fariseos era un grupo que estaba completamente comprometido con la aplicación y observación escrupulosa de las leyes de la pureza, el diezmo, y el descanso. La oposición de este grupo a Jesús es un tema persistente en los cuatro evangelios, pues ellos no podían conciliar a Jesús, sus acciones y sus pretensiones, con su propia comprensión de la piedad y santidad. Estos hombres estaban tan seguros y creídos de su rectitud, que hacían una demostración pública de su ayuno y hasta de sus oraciones. Leamos cómo lo dice Lucas: «A algunos que, confiando en sí mismos, se creían justos y que despreciaban a los demás, Jesús les contó esta parábola: ‘Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo, y el otro recaudador de impuestos. El fariseo se puso a orar consigo mismo: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como otros hombres -ladrones, malhechores, adúlteros- ni mucho menos como ese recaudador de impuestos. Ayuno dos veces a la semana y doy la décima parte de todo lo que recibo». En cambio, el recaudador de impuestos, que se había quedado a cierta distancia, ni siquiera se atrevía a alzar la vista al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: «¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!»‘ Les digo que éste, y no aquél, volvió a su casa justificado ante Dios. Pues todo el que a sí mismo se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»

    ¿Se dio cuenta que el fariseo le dio gracias a Dios en su oración porque él no era como el recaudador de impuestos – el recaudador de impuestos que había ido a la iglesia, a pesar de todo? No sé qué hizo que el recaudador de impuestos fuera ese día al templo, pero estoy seguro que para hacerlo tuvo que juntar mucho coraje… o mucha fe. O quizás sabía algunas cosas que hoy en día con frecuencia olvidamos. El recaudador de impuestos no fue al templo para ver a nadie, ni para ser visto por nadie. Tampoco fue para impresionar a alguien, ni para hacer sociales, ni porque estaba acostumbrado a hacerlo. Aparentemente, la única razón por la cual fue a la iglesia es porque quería hablar con el Señor. Jesús dice que el hombre, que se había quedado a cierta distancia, se puso a orar, diciendo: «¡Señor, ten misericordia de mí, que soy pecador!» Él no trato de impresionar a nadie. Él sabía que no era bueno, y estaba bien consciente que Dios también lo sabía.

    ¡Señor, ten compasión de mí, que soy pecador!» Hace unos momentos estuvimos hablando de las diferentes razones que las personas tienen para no ir a la iglesia. Se me ocurre que, si uno tomara todas esas razones, argumentos y excusas y las pusiera de un lado de la balanza, y del otro lado pusiera la súplica de perdón del recaudador de impuestos, no habría dudas de cuál de los lados dos pesaría más. ¡Señor, ten compasión de mí, que soy pecador! Ese recaudador de impuestos sabía, así como todos nosotros deberíamos saber, que si vamos a ser perdonados de nuestros pecados, de nuestras transgresiones, de nuestra desobediencia y deslealtad a Dios, será sólo por su gracia y misericordia.

    Una de las verdaderas razones por las que las personas van a la iglesia es para pedirle perdón a Dios. Sabemos que somos pecadores. Es cierto que aún dentro de la iglesia existen peleas y disputas. También es cierto que a menudo no somos dignos de ser llamados el pueblo de Dios. Es por ello que necesitamos volvernos a Él y suplicarle, sí, suplicarle, que nos perdone. ¡Señor, ten compasión de mí, que soy pecador! Esto es lo que los cristianos decimos cuando vamos a la iglesia. Pero hay más. No vamos solamente para admitir nuestras culpas. También vamos a recibir el perdón por ellas. Porque Dios es misericordioso con los pecadores arrepentidos. No porque seamos amables o buenos, ni porque tratemos de engañarlo como el fariseo de nuestra historia, ni porque creamos que lo podemos sobornar con nuestras ofrendas. No. Dios es misericordioso con nosotros por su Hijo.

    Cuando vamos a la iglesia escuchamos cómo Jesucristo nació en este mundo como un verdadero hombre para así poder vivir bajo la ley, ser tentado por el diablo y el mundo, y morir la muerte que nuestros pecados merecían. Y también escuchamos que Jesucristo fue verdadero Dios. Porque sólo Dios podía cumplir esa ley y vivir una vida en perfecta armonía con la voluntad del Padre celestial. Sólo Dios podía resistir las tentaciones de Satanás. Sólo Dios podía romper las cadenas de la tumba y conquistar la muerte por nosotros.

    Y Jesús hizo todo eso. Él vivió una vida perfecta por nosotros; resistió toda tentación por nosotros, y murió nuestra muerte por nosotros. Y luego, el tercer día después que su cuerpo hubiera sido puesto en una tumba prestada, Jesucristo resucitó de los muertos. Ese momento, el momento más importante de la historia de la humanidad, es la respuesta de Dios a la oración del recaudador de impuestos. Cuando el Espíritu Santo llama a un pecador a la fe en el Salvador, su sincero pedido de misericordia es contestado con un ¡SÍ! Gracias a Jesús, Dios ya no ve más al pecador que tiene enfrente suyo, sino el perdón ganado por su Hijo. Cuando le pedimos a Dios que nos perdone, él nos asegura que la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado. Esta es la otra razón por la cual las personas van a la iglesia.

    Es claro que, a esta altura, muchos de ustedes estarán pensando que no necesitan ir a la iglesia para eso, que no necesitan que la religión organizada les diga que son perdonados, porque el perdón lo pueden recibir en cualquier lugar donde se encuentren, sea en la casa, en el trabajo, en el estadio, o en un bote de pesca. Y es cierto. No es imprescindible que entren a una iglesia para ser perdonados y salvados. De hecho, la Biblia cuenta de un hombre quien, hasta donde yo sé, nunca llegó a la iglesia. Me refiero al malhechor que fue crucificado al lado de Jesús. A ese hombre, que no pudo ir a la iglesia, Jesús le prometió que ese mismo día estaría en el paraíso.

    Y es cierto que usted no tiene que ir a la iglesia para ser perdonado. Quienes forman parte de la familia de Dios viven en un estado permanente de perdón. Pero, por otro lado, permítame preguntarle: cuando está en el estadio mirando un partido, ¿se acuerda de decir ‘¡Señor, ten misericordia de mí, que soy pecador!», y recibe la misericordia de Dios? Cuando está pescando en un bote, ¿recibe la paz y experimenta la comunión con Dios? Cuando está en cualquiera de esos lugares, ¿tiene oportunidad de dar parte de lo mucho que Dios le ha dado para que otras personas puedan conocer la misericordia de Dios a través de Jesucristo? ¿Puede comulgar allí con sus hermanos en el Señor? ¿Puede apoyarles en sus necesidades y alegrarse con sus alegrías?

    Y si en estos momentos se está preguntando a quién ayudó la presencia del cobrador de impuestos en el templo ese día, pues según la historia él no interactuó con nadie, le contesto lo siguiente… quizás sus acciones no hayan ayudado a nadie en ese día; no lo sabemos. Pero sí sabemos que su historia ha sido contada a cientos de millones de personas a través de las generaciones, incluyéndole a usted. Su presencia ese día en el templo les ha cambiado la vida a los muchos que siguieron su ejemplo y oraron: «¡Señor, ten compasión de mí, que soy pecador!» Ese recaudador de impuestos ha sido un ejemplo a las almas de veinte siglos que necesitaron ser recordadas de su necesidad del Salvador. Quizás, y sólo quizás, usted sea una de ellas.

    Vuelvo a repetirlo. Todos somos pecadores que necesitamos perdón. Y a todos los que pedimos perdón con un corazón arrepentido, Dios nos da su misericordia en Jesús.
    Hablando de un pecador a otro, le invito a que se nos una a los pies del Salvador. Y si de alguna manera podemos ayudarle, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.