PARA EL CAMINO

  • Zaqueo, cobrador de impuestos

  • noviembre 28, 2010
  • Prof. Marcos Kempff
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Lucas 19:1-10
    Lucas 19, Sermons: 1

  • En el mensaje de hoy escucharemos hablar a Zaqueo, un cobrador de impuestos despreciado por su propio pueblo, quien tuvo un encuentro muy especial que le cambió la vida para siempre.

  • El mensaje de hoy es de un personaje poco conocido del Nuevo Testamento. Como si saltase del pasado, de la rica historia de las páginas de la Biblia, escucharemos el relato de Zaqueo, un cobrador de impuestos, y su encuentro con Jesús. Aunque lo ocurrido fue hace muchísimos años, imaginémonos a Zaqueo frente a nosotros, hablándonos de su experiencia.

    Hola, soy Zaqueo, un personaje poco conocido de la Biblia. Me imagino que quizás algunos de ustedes han escuchado de mí, que fui un hombre de poca estatura, rico por ganancias fraudulentas, y que un día me trepé a un árbol para ver a Jesús. Pero hay mucho más de mi historia que no conocen. Aunque mis experiencias pueden ser interesantes, de lo que más quiero hablarles hoy es de la persona extraordinaria que me invitó a bajar del árbol para venir a cenar conmigo. Esa persona cambió mi vida. Esa persona es Jesús.

    Pero antes de comenzar, permítanme darles un breve resumen de mi vida, porque en gran medida lo que voy a contarles tiene que ver con mi pasado, y cómo Jesús vino a mi rescate.

    Yo vivía en Jericó, una de las ciudades más antiguas del mundo. Jericó estaba situada en el centro de un espléndido oasis a pocos kilómetros del Mar Muerto, rodeada por el desierto y las montañas. Era una ciudad de comercio, capital de provincia, y por ende, un lugar donde era fácil hacerse rico. Ese fue mi caso: llegué a ser rico, así como aquéllos para los que la puerta del Reino de los cielos era verdaderamente estrecha. Era publicano, o sea, un recaudador de impuestos para Roma, lo que hacía que el pueblo me despreciara y me considerara prácticamente impuro. Un recaudador de impuestos nunca ha sido muy querido ni muy popular en ningún país del mundo. Y yo, como publicano judío, representaba una doble traición, pues era judío que exigía dinero a otros judíos por cuenta del odiado Imperio Romano.

    En resumen, los primeros en sufrir las consecuencias de la eliminación de los romanos, según lo que esperaba la gente, debíamos ser precisamente nosotros los publicanos, despreciable gentuza. Yo también tenía mis contactos con los paganos, cosa que me hacía poco digno de entrar en el templo y adorar a Dios. Y como si todo eso fuera poco, para rematar el asunto, me quedaba con buena parte del dinero recaudado, por lo que también era odiado por mi deshonestidad, ya que me enriquecía a expensas de mi propio pueblo.

    En fin, yo era lo peor de lo peor, lo más inmoral que podía encontrarse. Tampoco ayudaba que soy de muy baja estatura. La gente siempre se burlaba de mí, y nadie me hacía el favor de apartarse cuando yo iba caminando por la ciudad, cosa que a mí me indignaba. El odio era mutuo.

    Debo confesar que, a pesar de ser tan rico, vivía muy mal. Me sentía muy solo, rechazado por la gente, y con un enorme vacío interior que no entendía ni podía describir – pero sí lo sentía. Trataba de consolarme con mi dinero. A solas, por la noche, me sentaba a contar y recontar mi fortuna, pero nada lograba calmar mi dolor y mi ansiedad. Me sentía indigno y despreciable, pero estaba atrapado en mi mundo de codicia, avaricia y egoísmo. Y lo peor es que sentía que no tenía salida. Así es que por fuera tenía una cara feliz, pero por dentro estaba totalmente miserable.

    Un día supe que el maestro Galileo, al que le decían Jesús de Nazaret, iba a pasar por Jericó en camino a Jerusalén. Me había enterado que un publicano como yo, llamado Mateo, había dejado su profesión para seguirle. Así es que de repente me animé a ir a verlo, sin saber muy bien por qué. Había oído que era un hombre extraordinario y que buscaba especialmente a las personas que los demás rechazaban. Así que me decidí, y salí a la calle. Sentí que tenía que verlo a cualquier precio. Traté, pero la gente me lo impedía. Entonces corrí y, sin pensarlo dos veces, me trepé a un árbol. Sabía que Jesús tenía que pasar por allí. No entendí lo que sentía pero era una combinación de curiosidad, y quizás un confuso sentido de culpa por una vida que no era ejemplar, quizás la intuición de que algo podía suceder, algo verdaderamente nuevo. No puedo decir cuándo mi curiosidad se transformó en convicción de mi maldad. Quizá fue la subida al árbol, quién sabe. ¡Se decían tantas cosas de ese Nazareno!

    De repente lo vi, ¡allí estaba! Luego sucedió algo asombroso: Jesús se detuvo y enseguida levantó la mirada, y me vio. Ahí mismo, ¡me vio! Vio al rico, al publicano, al impuro, al jefe de la mafia, un hombre maduro colgado de manera ridícula de una rama. Una escena quizás un poco absurda, un poco patética, motivo de carcajadas incontrolables de la multitud. Yo, ese hombrecito a quien todos rechazaban, el malo y pecador, el que había robado a tantos, aún los pobres. Hubo un cruce de miradas entre Jesús, la muchedumbre, y yo. En un instante percibí a una multitud conteniendo la respiración, pensando: «Pero mira dónde se ha ido ese sin vergüenza. Seguramente Jesús sabe de quién se trata, y qué tipo de persona tan vil está subida en el árbol. ¿Quién sabe lo que dirá ahora?»

    Yo, por mi parte, pensé: Jesús me ha visto, la muchedumbre también, y ahora, ¿qué hago? Pero antes que tuviera tiempo de hacer nada, Jesús me dijo: «Zaqueo – sí, me llamó por mi nombre – Zaqueo, baja en seguida, tengo que quedarme hoy en tu casa». Nunca nadie me había hablado con tanta sinceridad y ternura a la vez… «Zaqueo, baja en seguida, tengo que quedarme hoy en tu casa».

    Se podrán imaginar que un tumulto de emociones se desencadenaron en mí, y enseguida bajé, casi saltando, del árbol, y lo recibí muy contento. No me importaba ver a la gente alejarse y murmurar: «¿Quién es este Jesús? Quiere ir a hospedarse con un pecador». La misma muchedumbre que seguía a Jesús, que poco antes estaba junto a él, ahora refunfuñaba disgustada: ‘¡Pero esto es demasiado! ¿El publicano? ¿El ladrón? ¿El pecador? ¿Por qué no vino a mi casa? ¿Por qué va a ir a la casa de Zaqueo?’

    Yo, sin embargo, de una manera inexplicable, vi cómo Jesús demostró que era Dios. ¿Cómo sé esto? Porque él supo de antemano mis pensamientos, pues se detuvo frente al árbol, y se invitó para posar conmigo en mi casa. Me llamó por mi nombre sin haber tenido antes contacto conmigo, y me dijo palabras de perdón, salvación y vida cuando vino a mi casa. Ese derecho solamente lo tiene Dios. Me di cuenta que Jesús conoce nuestras vidas, en qué situación estamos, cómo estamos llevando nuestra vida, aún hasta los pensamientos, y nos llama al arrepentimiento y la salvación en forma personal con su voz, y su Palabra. Solo Jesús hace eso. Lo hizo conmigo.

    Con el perdón de Dios todavía sonando en mis oídos, comencé a disfrutar el alivio de una consciencia atribulada, y mi vida cambió por completo. Sí señor, una persona salvada por la gracia de Dios demuestra un cambio verdadero en su proceder. El amor por las riquezas que me había llevado a ser jefe de los publicanos, fue cambiado en amor por Jesús y por mi prójimo. El cambio fue visible, pues en medio de la comida le dije a Jesús lo primero que me vino a la mente, y fue algo enorme para mí porque yo había hecho del dinero, de la astucia, del fraude, mi dios falso. «Mira -le dije a Jesús- la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.» Era mucho más de lo que prescribían las leyes romanas y aún mi propia cultura judía. Tanto, que unos que estaban cerca dijeron: «¡Eso es una locura! ¿Qué le habrá pasado?»

    Y Jesús me respondió, evidentemente hablando también para la muchedumbre: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que éste también es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido».

    Creo que en ese encuentro con Jesús comencé a pensar y vivir como una persona salvada, renovada, y transformada, como alguien que procura restituir y remediar el daño que se había hecho a tantas personas. A la verdad, Jesús era mi nuevo tesoro, mi nueva razón de ser.

    Me contaron después que algo parecido le había sucedido a Mateo, que también era publicano. Mateo tuvo a Jesús como invitado, y también en su casa se habían sentado a la mesa publicanos y pecadores, razón por la cual los devotos fariseos se habían escandalizado. Pero a ellos también Jesús los hizo callar, diciendo: «No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores».

    Después de la comida en mi casa, Jesús se dirigió hacia la Ciudad Santa. Supe días después que allí lo arrestaron, lo maltrataron y lo crucificaron. Al malhechor que habían crucificado a su lado, y que estaba arrepentido de sus pecados, le dijo: «Hoy estarás conmigo en el paraíso», y refiriéndose a quienes lo habían crucificado, dijo: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Jesucristo murió y fue llevado a la tumba de un amigo. Pero al tercer día, Jesús mismo, resucitado, vivo y gozoso, estuvo con muchos de sus seguidores. Definitivamente, este Jesús sí es el Hijo de Dios, el Salvador del mundo, mi Salvador.

    Confieso que todo esto me sorprendió mucho. Sólo pude pensar en que Jesús me tenía en cuenta, que era mi amigo, que no me rechazaba, y que lo que se decía de él era verdad. Así que ahora recuerdo esa comida como una fiesta, casi como un preludio de la gran fiesta que Jesús está preparando para mí y para todos los suyos cuando termine este mundo. Es interesante, ya no me duele que se haya enflaquecido mi fortuna. Mi conciencia ha dejado de atormentarme, aunque a veces todavía me vienen ganas de tener mucho dinero. Pero ahora disfruto que soy libre con la libertad de los hijos de Dios, porque es un regalo de Jesús. Y todo esto porque Jesús me miró, me llamó y vino a mi casa.

    Fui testigo del amor de Jesús, nunca me olvidaré de lo que experimenté en aquel día. Por primera vez en mi vida había conocido a alguien quien, ante mi pecado, no mostró horror ni desprecio sino una infinita ternura y un deseo enorme de sanar mis heridas internas, en lugar de condenarlas; alguien que me dio una nueva vida. Ahora tengo paz y me siento amado, en plenitud, ya no siento ese vacío, gracias a aquel día en que Jesús me encontró.
    Les cuento mi historia porque esto que me sucedió a mí, también les puede suceder a ustedes. Todos buscamos ser felices, pero la mayoría de las veces lo hacemos por caminos equivocados. Creemos que el dinero, el poder, las salidas del fin de semana… nos dan la felicidad. Pero, en el fondo, nos seguimos sintiendo vacíos. Nos sentimos abatidos y cansados por dentro, pero no sabemos dónde encontrar la respuesta a lo que necesitamos.

    La respuesta está en Jesucristo, porque él es el Camino, la Verdad, y la Vida. Jesús salió a mi encuentro. Él vino a mí, me miró, y eligió hospedarse en mi casa. ¿Usted cree que me eligió porque yo era bueno, o porque tenía buena reputación, o era alguien con mucho mérito? De ninguna manera. Jesús nos elige porque nos ama. Nada más. Nos elige por amor, sin pedirnos nada a cambio. Jesús nos muestra que Dios nos ama infinitamente, y por eso nos perdona y nos da la posibilidad de emprender una nueva vida. Él dio su vida en la cruz por nosotros porque estamos en su corazón. Es por ello que seguir a Jesús es nuestro nuevo tesoro.

    A Jesús lo conocemos a través de las Sagradas Escrituras, donde encontramos muchas historias como la mía. Y no es que se trate de nosotros, sino que tiene que ver con él. Cuando leemos acerca de su vida, su obra, su ministerio, aprovechamos las oportunidades que Dios nos ofrece para tener un encuentro personal y colectivo con Él. Escuchar su Palabra nos motiva a ser sinceros, a reconocer nuestra fragilidad e ignorancia, a confesar nuestro pecado, y a contar con el perdón de Dios. Como lo hizo conmigo, Jesucristo nos motiva a comunicar su Palabra a otros, a ser compasivos como él, y a convertirnos en sus embajadores.

    Bueno, me despido. Ya saben, cuando oigan mi nombre, Zaqueo, en el futuro, se acordarán que ahora yo también creo en Jesús como mi Salvador, y el Salvador del mundo. Y deseo lo mismo para todos, deseándoles las más ricas bendiciones en el nombre de nuestro Dios Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

    Si de alguna forma podemos ayudarle a encontrarse con ese mismo Jesús que le cambió la vida a Zaqueo, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones.