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PARA EL CAMINO
La Biblia nos muestra cómo héroes y paganos, santos y pecadores, encontraban una justificación por sus malas acciones. El precursor enviado de Dios proclamó: ‘Arrepiéntanse, crean, sean bautizados y salvos’.
¿Cuál es la criatura más inusual sobre la tierra? Con la inminente extinción de muchas especies, parece haber muchos candidatos para tan dudoso honor. Uno que encabeza la lista es el Solitario Jorge, la única tortuga gigante que queda en Galápagos a la cual han tratado de encontrarle una pareja, sin tener éxito.
La criatura más inusual es difícil de encontrar. Del rinoceronte blanco septentrional sólo quedan dos o tres… pero no lo confundan con su pariente cercano, el rinoceronte blanco meridional. De estos últimos hay un montón dando vueltas. El delfín del rio Yangtzé, en China, ha prácticamente desaparecido. Se dice que del leopardo Amur sólo quedan 30 ejemplares, problema agravado por el hecho que la mayoría de ellos son machos, lo cual hace aún más difícil la reproducción. Y así podríamos seguir.
¿Cuál es la criatura más inusual sobre la tierra? Personalmente, creo que a la ciencia se le escapó una. Mi observación personal me dice que la más inusual de las criaturas de Dios, es el ser humano que es capaz de arrepentirse de algo sin poner excusas o dar explicaciones. Y estoy seguro que muchos comparten esta opinión.
Por ejemplo, conozco muchos policías que, cuando se reúnen fuera de sus horas de trabajo, se divierten compartiendo las peculiares excusas que las personas dan cuando las detienen por cometer una infracción. Por ejemplo: «Estoy demasiado borracho para manejar; por eso conducía rápido, para salir de la carretera lo antes posible». O: «Sí, yo sé que iba a exceso de velocidad, pero es que quería llegar a la estación de gasolina antes que mi auto se quedara sin combustible». Como se habrá dado cuenta, ninguno puede decir simplemente: «Sí, oficial, iba manejando a excesiva velocidad», y punto, sino que tienen que atenuar su confesión con una explicación… una explicación que creen los puede hacer aparecer inocentes.
Empresarios, médicos, maestros, padres de familia, y todo aquél que es responsable de tomar una decisión, me respaldarán cuando digo que la criatura más inusual sobre esta tierra del Señor es la persona que puede ofrecer una confesión sin añadir una explicación. Pero también hay otra persona que coincidiría conmigo… esa persona es el máximo oidor de excusas: el Dios Trino.
Desde la caída en pecado, Dios ha estado oyendo a las personas tratando de justificar sus pecados, explicando sus transgresiones, dando excusas por su desobediencia. No es necesario leer más que los primeros capítulos del libro de Génesis para verlo. Cuando el Señor descubrió la desobediencia de Adán y Eva y los confrontó por ello, ellos no dijeron: «¡Nos descubriste! Sí, hemos pecado». No. Eso hubiera sido muy fácil. Cuando Dios le habló a Adán, éste le dijo: ‘Quizás lo hice, pero sólo porque mi esposa me aconsejó que lo hiciera y, a propósito, ella es la mujer que tú me diste». ¿Se da cuenta? Para Adán, él podía tener un poco de culpa, pero los verdaderos culpables eran Eva y el mismísimo Dios. Cuando Dios se dirigió a Eva, ella también tuvo una excusa: «Es verdad, Señor. He pecado… pero sólo lo hice después de recibir el consejo de la serpiente».
Y así continúan las excusas. Adán y Eva tuvieron hijos. Caín y Abel fueron los primeros. No pasó mucho tiempo antes que Caín, en un ataque de enojo y envidia ciega, mató a su hermano y se deshizo de su cuerpo. Cuando Dios fue a ver a los dos hermanos, uno estaba ausente. Aún cuando el omnipotente Señor sabía lo que había ocurrido, preguntó: «Oye, Caín, ¿has visto a tu hermano por aquí?» Caín pretendió estar sorprendido ante la pregunta. Haciéndose el indignado, y actuando como si hubiera sido insultado, le respondió: «¿Hermano? Oh, ¿te refieres a mi hermanito Abel? Señor, estoy sorprendido que me preguntes. La verdad es que hace bastante que no lo veo. Además, tú no esperarás que yo sea su niñero, ¿no es cierto? Señor, ser el hermano mayor no me hace su cuidador, ¿verdad?»
Así es como comenzó la historia, y así continúa a través de la Escritura. Si pudiéramos preguntarles a todos los personajes de la Biblia, nos sorprenderíamos de ver que tanto héroes y paganos, santos y pecadores, judíos y gentiles, hombres y mujeres, todos hicieron lo mismo. Con unas pocas notables excepciones como la del cobrador de impuestos que oró: «Señor, ten misericordia de mí porque soy pecador», y del ladrón que fue crucificado al lado de Jesús, casi todos ofrecen una excusa, explicación, razonamiento, o justificación por sus acciones equivocadas, sus pensamientos maliciosos y o sus blasfemias.
Todos fueron culpables de pecar, pero aún así creyeron tener una razón, una buena razón, para hacer lo que hicieron. Ellos estaban sinceramente convencidos que, si Dios se tomara el tiempo de escuchar sus razones, lograría comprender el por qué de sus acciones. Con esa clase de pensamiento como motivación, las multitudes que debían haberse arrepentido de su pecado prefirieron explicar las circunstancias atenuantes, las razones, las supuestamente buenas razones que les habían llevado a quebrantar los mandamientos de Dios.
Tal vez es por esta razón que, cuando llegó el momento de que Dios enviara a su Hijo a ofrecer su vida como pago del rescate para liberarnos de nuestros pecados, también envió a un precursor, un mensajero, un hombre que preparara el camino. Juan, también conocido como el Bautista, predicó desde el desierto. Desde allí les habló a personas que venían de todos los estratos de la sociedad. Sin importarle a quién le hablaba, sus palabras de advertencia se reducían a un simple mandato: «Arrepiéntanse». Así de simple fue el mensaje de Juan. Él no le dio a nadie la oportunidad de dar excusas. Al contrario, cortó todo intento de explicación. El Evangelio de Lucas nos da una breve perspectiva de lo que Juan dijo hace 2.000 años. He aquí su mensaje:
«Muchos acudían a Juan para que los bautizara. ‘¡Camada de víboras!’, les advirtió. ‘¿Quién les dijo que podrán escapar del castigo que se acerca? Produzcan frutos que demuestren arrepentimiento. Y no se pongan a pensar: «Tenemos a Abraham por padre.» Porque les digo que aun de estas piedras Dios es capaz de darle hijos a Abraham. Es más, el hacha ya está puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no produzca buen fruto será cortado y arrojado al fuego.’ ‘¿Entonces qué debemos hacer?’, le preguntaba la gente. ‘El que tiene dos camisas debe compartir con el que no tiene ninguna’, les contestó Juan, ‘y el que tiene comida debe hacer lo mismo’. Llegaron también unos recaudadores de impuestos para que los bautizara. ‘Maestro, ¿qué debemos hacer nosotros?’, le preguntaron. ‘No cobren más de lo debido’, les respondió. ‘Y nosotros, ¿qué debemos hacer?’, le preguntaron unos soldados. ‘No extorsionen a nadie ni hagan denuncias falsas; más bien confórmense con lo que les pagan'» (Lucas 3:7-14).
Excusas, explicaciones, razonamientos, justificaciones. Dedicado a un sólo propósito, Juan destruyó los débiles argumentos de la humanidad con el directo mandato divino: ‘¡Arrepiéntanse!’ Como usted puede ver, Juan entendió algo que con frecuencia se nos escapa a nosotros. Juan se dio cuenta que, por naturaleza, estamos ciegos por el pecado, y que nuestras acciones demuestran que somos enemigos de Dios. ¿Le perturba esto a usted? ¿Aunque más no sea un poco? ¿Hace que se ponga a la defensiva? ¿Le hace decir: «Bueno, tengo mis faltas, pero no creo ser realmente tan malo»? Quizás no lo haya dicho en voz alta, pero, ¿acaso no lo pensó? No se preocupe, yo también pienso de esa forma. Es que, comparados con otros, con pecadores realmente graves, nosotros parecemos no ser tan malos. Comparados con algunos ejemplares que la humanidad ha producido, parecemos casi angelicales.
Pero en realidad no somos angelicales, ¿verdad? No debería llevarnos más que una simple mirada a nosotros mismos para darnos cuenta que estamos bastante lejos de ser como uno de los mensajeros celestiales de Dios. Seamos honestos. ¿Será que entre los oyentes de este mensaje hay alguno que estaría dispuesto a venir y confesar ante este micrófono, para que todo el mundo oiga, las cosas que ha hecho en su vida? ¿Hay alguien que se atreva a confesar en voz alta todos los pensamientos malos que ha tenido y todos los insultos, chismes y agravios que ha dicho? Yo no lo haría; no lo podría hacer. Para poder compartir este mensaje con ustedes, primero tuve que examinarme a mí mismo. Y lo que encontré fue vergonzoso, escandaloso y, tristemente, terriblemente pecaminoso. Hay muchas personas en este mundo que saben algunas de las cosas que he hecho mal… pero nadie sabe todos mis pecados y faltas.
Nadie más que Dios. Pero hay más aún. Por cada cosa que he hecho mal, hay una docena, cientos de docenas de cosas malas que he pensado pero que nunca, nunca, las llevé a cabo.
Todo esto lo comparto con ustedes no para que me apunten con un dedo acusador, sino para que se den cuenta que todos, tanto yo, como el Bautista, como ustedes, somos pecadores perdidos. Así es. Somos pecadores perdidos y no podemos hacer absolutamente nada para cambiar nuestra condición. Podemos pretender ser perfectos, pero no lo somos. Podemos tratar de arreglar las cosas, pero no lo lograremos. Lo que logremos hacer será siempre demasiado poco y demasiado tarde. Somos pecadores, estamos perdidos y, por nosotros mismos, estamos condenados. Eso es lo que Juan quería que las personas supieran, y eso es lo que Dios quiere que sepamos. Por nosotros mismos somos y seguiremos siendo unos pobres y miserables pecadores.
Ahora, sé que hay otros predicadores, tanto por radio como por televisión, que dicen que ‘no somos tan pobres, ni tan miserables, ni tan pecadores’. Ellos pueden decir lo que quieran, pero el Señor es muy claro cuando dice: «No hay en la tierra nadie tan justo que haga el bien y nunca peque» (Eclesiastés 7:20). Y por si no le queda bien en claro, Dios lo dice también de otra forma: «El alma que peca morirá» (Ezequiel 18:4). ¿Aún no está seguro en lo que debe creer? El apóstol Pablo lo dice muy claramente en su carta a los Romanos: «La paga del pecado es muerte» (Romanos 6:23). Soy consciente que en este país no es ‘correcto políticamente’ decir que somos pecadores. Tampoco es ‘correcto políticamente’ decir que estamos perdidos y condenados, ni que la única forma en que podemos ser salvos es sólo a través del sacrificio de Jesucristo. Pero por más que nada de esto sea ‘correcto políticamente’, todo esto es lo que Dios dice. La paga del pecado es la muerte, pero el regalo de Dios es vida eterna a través de Jesucristo. Para que Jesús pueda lograr el propósito para el cual vino, es que el Señor nos dice: «Arrepiéntanse». No dé explicaciones, arrepiéntase. No dé excusas, arrepiéntase. No se justifique, arrepiéntase. Arrepentirse significa que usted muestra remordimiento por todo lo que ha hecho mal. Arrepentirse significa que usted reconsidera a dónde le va a llevar el pecado en su vida si Jesús no cambia las cosas. Arrepentirse significa que el Espíritu Santo va a cambiar al pecador que usted es y, a través del sacrificio del Salvador, lo va a transformar a usted, a su vida, y a su destino eterno.
Hace unos minutos usted y yo admitimos que el mundo se escandalizaría y nosotros nos avergonzaríamos si nuestro lado malo se hiciera visible a todos. Ahora tengo el deber de compartir que Jesús, el Hijo de Dios, nuestro Salvador, VIO todas esas cosas. Él lo conoce a usted tal como es y no como usted pretende ser. Él lo vio a usted, a mí, y a todas las personas, con todo nuestro pecado y maldad, e hizo algo increíble e inverosímil. A pesar de todo lo que vio, vino a este mundo para tomar nuestro lugar y pagar el precio para la salvación de nuestras almas. En vez de dejarnos para que nos hundiéramos en nuestro propio pecado, Jesucristo, el Hijo de Dios, vino a nacer a este mundo, y dedicó sus 33 años de vida a salvarnos. Usted y yo caemos ante la tentación, pero Jesús resistió cada señuelo y trampa al pecado.
Eso lo hizo por nosotros. Usted y yo con frecuencia quebrantamos los mandamientos de Dios: codiciamos, envidiamos, mentimos, desobedecemos, no respetamos a nuestras autoridades, y ciertamente no le damos a Dios la alabanza que le corresponde. Nosotros, pecadores, hacemos lo que no debemos hacer, y no hacemos lo que sí debemos hacer. Pero con Jesús es al revés. Para que pudiéramos ser salvos, Jesús hizo por nosotros lo que nosotros no podíamos hacer. Él sabía que usted y yo habremos de morir algún día. Él también sabía que esa triste y definitiva muerte no era lo que nuestro Creador había querido para nosotros al crearnos. Es por ello que, para que podamos evitar el terror de la muerte eterna, Jesús permitió que lo clavaran a la cruz donde moriría nuestra muerte. Con su sangre derramada Él lavó nuestros pecados, y con su resurrección Él aseguró, a quienes lo confiesan como Señor y Salvador de sus vidas, que ya no están condenados. Han sido perdonados y liberados, y recibidos nuevamente en la familia de fe del Padre celestial.
Hace 2.000 años, el Bautista llamó a las personas al arrepentimiento y a la redención. Algunos oyeron su llamado. Después que Juan fuera martirizado, Jesús empezó a predicar por los pueblos de Galilea. ¿Qué dijo Jesús? No sabemos todo lo que dijo, pero sí sabemos que su mensaje comenzó con la palabra ‘arrepiéntanse’. Después de la crucifixión de Jesús y de su resurrección al tercer día, e inmediatamente antes de ascender al cielo, el Señor viviente instruyó a sus discípulos a salir a predicar en su nombre. Debían ir por todo el mundo llevando su mensaje de perdón y de vida eterna en el cielo junto a Dios. Los discípulos hicieron lo que el Señor les había pedido. ¿Cómo comenzaba ese mensaje? Siempre comenzaba con el llamado al arrepentimiento. El primer mensaje cristiano predicado fue en la fiesta de Pentecostés, el día en que nació la iglesia. Ese día, algunos preguntaron a los discípulos: «¿Qué debemos hacer para ser salvos?», y Pedro, hablando de parte del Salvador, respondió: «Arrepiéntanse, crean, sean bautizados y serán salvos».
Ese es el mensaje que comparto hoy con ustedes. Le invito a que reconozca que usted no puede, por sí mismo, corregir su vida de acuerdo a Dios. Entonces, con un corazón arrepentido que reconoce su incapacidad para quitar su propio pecado, será llevado a la fe en el Salvador crucificado y resucitado quien es el único que puede perdonarlo y llevarlo del infierno al cielo, de la condenación a la salvación. Cuando usted, al igual que el cobrador de impuestos, sin dar explicación o excusa, diga: «Señor, ten misericordia de mí pues soy pecador», entonces, y sólo entonces, el mensaje del Salvador logrará el propósito para el cual Jesucristo dio su vida y resucitó de la muerte.
En agosto de 1994, Frederick Treesh, un asesino que aterrorizó la región de los Grandes Lagos en los Estado Unidos, fue arrestado después de un tiroteo con la policía. Durante dos semanas Treesh había asaltado bancos, robado tiendas, y secuestrado automóviles con personas inocentes. ¿Cree que acaso confesó sus pecados? ¡Por supuesto que no! Durante su juicio, dio la siguiente excusa:
«Aparte de los dos que matamos, los dos que herimos, la mujer que golpeamos con la pistola, y las personas a quienes les metimos bombillas de luz en la boca, en realidad no lastimamos a nadie». Hasta el peor de nosotros da excusas. No hace mucho, un muchacho de 14 años violó a una niña de 11. Su abogado dio la siguiente excusa: «Eran dos niños que no tenían nada mejor para hacer. Si no tienen televisión por cable, ¿qué van a hacer?»
¿Qué haría usted? Yo sé que hacer. Deje que el Espíritu Santo lo acerque al Salvador. Allí usted puede suplicarle y recibir su perdón. Allí puede descargar sus pecados, y recibir la vida eterna. Y dado que la gracia de Dios es gratuita, no hay excusa para que no usted no lo haga.
Si podemos ayudarle a encontrar o seguir el camino que le lleva al Señor, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.