+1 800 972-5442 (en español)
+1 800 876-9880 (en inglés)
PARA EL CAMINO
TEXTO: 1 Corintios 1:30-31
1 Corintios 1, Sermons: 9
Con nuestras palabras y acciones nos justificamos delante de los demás. Pero, ¿podemos hacer lo mismo delante de Dios?
Justificación. ¿Qué es la justificación? Aunque este término le pueda parecer un poco extraño a algunos, la justificación es una realidad inescapable de nuestro mundo. Siempre lo ha sido. Todo el mundo quiere justificarse, o justificar su vida ante otros, de alguna manera. ¿Se ha dado cuenta que la gente necesita ser justificada ante alguien? Ejemplos de justificación hay muchos. Son muy comunes en la vida cotidiana: piense, por ejemplo, en su trabajo, donde a menudo usted tiene que justificar que merece su empleo y el salario que recibe. Para decirlo de otra manera, todo trabajador generalmente desea ser justificado por su jefe de tal manera que éste lo juzgue como un empleado competente de la empresa.
En el hogar la situación no es muy diferente. Quien está casado debe justificarse a menudo ante su esposa o esposo, debe mostrar de diversas formas y con distintos gestos que en realidad es un miembro activo que contribuye al bienestar del hogar y del matrimonio. Lo mismo sucede en la escuela o la universidad. Cualquier alumno entiende la necesidad de «estar bien» con el maestro, de cumplir con sus instrucciones-en fin, de ser justificado favorablemente ante el profesor.
La justificación es simple y sencillamente parte de nuestra vida, es algo que buscamos y deseamos como seres humanos. Después de ver que todo el mundo busca ser justificado ante otros, nos toca ahora hacernos otra pregunta: ¿en qué se basa la gente para darnos el «visto bueno», o para justificarnos favorablemente ante ellos? En otras palabras, ¿cuál es la medida o norma de nuestra justificación en el mundo? La respuesta es sencilla: lo que nos justifica ante otros son nuestras obras, las cosas que hacemos, o que no hacemos.
Todos sentimos la necesidad de ser justificados, de justificar nuestras vidas ante otros. Pero, ¿por qué tal necesidad? ¿Qué hace que el ser humano quiera ser declarado justo y recto ante otros? Parte de la respuesta es que fuimos creados para vivir en relación a los demás. Nadie es una isla. Somos seres sociales, ya que así nos creó Dios. Todos sin distinción tenemos diversas responsabilidades ante el prójimo que generalmente queremos cumplir. Y por eso nos preguntamos si «estamos bien» con los demás. Queremos quedar bien con nuestros semejantes, queremos tener relaciones justas o rectas con nuestro prójimo. Es parte de nuestra humanidad.
Otra razón es que queremos saber que nuestra vida en este mundo importa, que podemos contribuir algo, que alguien nos valora por lo que hacemos, por nuestro trabajo, por nuestras obras. Queremos que alguien reconozca que existimos, que nos juzgue favorablemente, que nos declare personas justas. Ser justificado ante otros o por otros es una manera de afirmar la dignidad humana de una persona. Martín Lutero, junto con los reformadores de la iglesia de occidente del siglo dieciséis, cuando hablan de esta justificación ante otros, la llaman de «justicia activa», porque se consigue por medio de la actividad del ser humano a favor del prójimo. Esta justicia está basada en lo que se debe hacer y no hacer al relacionarse con el prójimo. Por eso es que a veces se le llama también la justicia de la ley, puesto que la ley de Dios resumida en los Diez Mandamientos nos dice precisamente cuál es la voluntad de Dios y por ende lo que debemos hacer y no hacer.
Felipe Melanchthon, otro reformador religioso y colaborador de Lutero, nos habla de la justicia activa de manera bastante positiva. Nos dice que ésta…
Pero a pesar de hablar buenas cosas de la «justicia activa» o de la justificación ante el prójimo por medio de las obras, Felipe Melanchthon también nos dice de manera muy realista que este tipo de justicia es imperfecta.
La justicia de la ley basada en las obras, aunque necesaria, no es perfecta, no nos satisface, nos falla, no justifica nuestras vidas en última instancia.
¿Quién, entonces, va a valorar nuestras vidas? ¿En base a qué? ¿A nuestras pobres o escasas obras? Y ahora, ¿quién podrá justificarnos? En el texto para nuestra reflexión de hoy, el apóstol Pablo nos dice que Dios ha hecho a Cristo Jesús nuestra justificación ante Dios. Aunque la justificación ante otros tiene su lugar en lo que concierne al prójimo, al fin de cuentas todo el mundo tendrá que ser justificado ante Dios, nuestro Creador. ¿Y en base a qué nos declarará Dios justos o rectos ante él? San Pablo nos dice: sólo por medio de Cristo crucificado, sólo por medio de los méritos de Cristo, nos da Dios la justificación ante él. No se trata de lo que uno hace, sino de lo que Dios ha hecho por nosotros por medio de Cristo. A esta justicia se le llama «justicia pasiva» porque no se consigue por la actividad del ser humano, sino que se recibe de parte de Dios en forma gratuita por gracia, y por ende aparte de las obras de la ley.
El texto nos dice que Dios es quien nos justifica, nos da valor, nos declara justos y rectos ante él, sólo por medio de Cristo. Pero también nos dice que el ser humano, en su orgullo pecaminoso, quiere justificarse ante Dios por medio de su conocimiento, de su sabiduría, de sus buenas decisiones en la vida. También nos dice que el ser humano, en su jactancia pecaminosa, quiere que Dios se justifique ante él, que demuestre su valor ante él. Quiere que Dios le muestre su poder, para entonces poner su confianza en él. Pero el apóstol Pablo nos enseña a todos que ante Dios nadie será justificado por su despliegue de sabiduría, y además que nadie tiene el derecho de pedirle a Dios que se justifique ante nosotros. Somos nosotros, pobres criaturas, que necesitamos de la sabiduría de Dios y de su justificación y aceptación. Y la gran buena nueva que el apóstol Pablo nos comparte es que Dios nos hace justos ante él por medio de la cruz-lugar donde Cristo tomó sobre sí nuestra injusticia, nuestras fallas, nuestro pecado en fin, para así reconciliarnos con Dios y recibir su visto bueno. Cristo es nuestra justificación. ¡Qué regalo tan precioso!
Este mensaje de la cruz es difícil de aceptar. Cuando Cristo estuvo clavado en la cruz, es interesante que todo el mundo quiso que Cristo se justificara ante ellos mediante algún despliegue de poder y gloria. La gente y los gobernantes decían: «Salvó a otros; que se salve a sí mismo, si es el Cristo de Dios, el Escogido.» En otras palabras, le estaban diciendo al Cristo crucificado: «Justifícate ante nosotros.» Los soldados le ofrecieron vinagre y le dijeron: «Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo», en otras palabras: ‘justifícate ante nosotros’. Uno de los criminales que estaba colgado a su lado, le dijo: «¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros!» La expectativa y la demanda es la misma: ‘justifícate ante mí’.
Pero todas estas demandas no reconocen que sólo Dios es el que justifica al ser humano y sólo Dios es el que se justifica a sí mismo, no en base a las obras que el hombre propone, sino por medio del Cristo crucificado. Y será solamente por medio de este Cristo crucificado, quien es el poder y la sabiduría de Dios, que Dios justificará o declarará justo al mundo ante su presencia.
El criminal que está al otro lado del Cristo crucificado, y que sabe que no puede justificar su vida o el valor de la misma por medio de sus obras, le dice al otro criminal: «En nuestro caso, el castigo es justo, pues sufrimos lo que merecen nuestros delitos». Él sabe que ya no tiene más su vida, que sus obras ya nada importan, y que lo único que le queda es la fe en el Cristo crucificado. Por eso dice: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino», a lo que Jesús le responde: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso».
Estimado oyente, ante Dios todos somos criminales, pues todos somos pecadores y sólo merecemos el castigo y la ira del Juez. Pero San Pablo nos dice que, por medio de Cristo, Dios nos ha revelado otro tipo de justicia. Ya no una justicia basada en las obras de la ley, en lo que hay que hacer o dejar de hacer, sino una justicia ajena a nosotros, una justicia que viene de afuera, un regalo que Dios nos da por su misericordia. Se trata de la justicia de Cristo, quien toma sobre sí en la cruz nuestra injusticia y nos reviste con la suya. En otras palabras, Cristo es nuestra justificación.
En otro texto muy célebre de la Biblia, Pablo nos dice: «Al que no cometió pecado, Dios lo hizo pecado, para que en él fuésemos hechos justicia de Dios». Cuando Dios nos justifica por medio de Cristo, nos da su perdón, nos hace sus hijos, nos hace personas santas y nos da la promesa de la resurrección para vida eterna. Cuando Dios nos justifica ante él, también nos da todas estas bendiciones en Cristo. Por eso nos dice Pablo que ante la presencia de Dios nadie puede jactarse, pues sólo Cristo es nuestra justificación, santificación y redención. Sólo la obra de Cristo en la cruz nos da la certeza de que estamos bien con Dios y que él nos ama incondicionalmente aparte de nuestras obras. Así que «si alguien ha de gloriarse, que se gloríe en el Señor».
Llega al cielo un santo muy conocido, y San Pedro le pregunta: ‘¿Por qué debo dejarte entrar?’El santo, entonces, le presenta un saco lleno de obras, lo que deja a San Pedro un poco pensativo.
Luego llega al cielo Lutero, y San Pedro le dice: ‘Mira, aquí este hermano trajo un saco lleno de buenas obras para entrar al reino. Y a ti, ¿por qué te debo dejar entrar al reino? ¿Tú que trajiste?’ A lo que Lutero le dice: ‘¿Un saco de buenas obras? Perdóneme San Pedro, pero ese saco de buenas yo lo dejé en la tierra con mis prójimos que las necesitan’.
La historia es instructiva. Dios no necesita nuestras obras. Es el prójimo quien las necesita. Desde luego que siempre habrá lugar para las buenas obras en nuestras vidas, pues estas son necesarias para beneficio de nuestro prójimo. Podemos hablar en este mundo de una justificación ante el prójimo por medio de las obras. Sin embargo, ante Dios, sólo él es quien da valor a nuestras vidas, quien nos justifica y nos da su amor y perdón en última instancia, no por lo que hayamos hecho o dejado de hacer, sino por la fe en su Hijo, el Cristo crucificado, nuestra justificación.
En este mundo el amor que más se asemeja al amor que Dios nos da por medio de su Hijo es el de un padre o una madre por su hijo o hija. Aunque el hijo no sea el mejor alumno de la clase o el miembro más productivo en el hogar, sus padres aún lo aman incondicionalmente. No lo aman en última instancia por lo que el hijo ha hecho o ha dejado de hacer. Al fin, el hijo no tiene que justificarse ante ellos para ser amado. Papá y mamá lo quieren a pesar de todo, a pesar de las fallas, de los errores, de las faltas de respeto, de sus pecados. Es un tipo de justificación aparte de las obras, por puro amor, aunque imperfecta. Es la analogía o ilustración humana más clara del amor que Dios nos ofrece por medio de su Hijo. A pesar de nuestros pecados, Dios nos acepta. ¿Por qué? Porque estamos unidos a Cristo Jesús, nuestra justificación, por medio de quien Dios nos ama incondicionalmente y nos perdona todos los pecados.
¡Qué buena nueva! Unidos a Cristo Jesús, nuestra necesidad y búsqueda incesante de aprobación, valoración y justificación llega a su fin. En Cristo encontramos descanso y refrigerio. Unidos a él, tenemos la certeza del amor incondicional de Dios y somos justificados y perdonados ante su presencia. Recuérdalo: Cristo es tu justificación. Cristo es nuestra justificación. Si podemos ayudarle a comprender mejor la justificación que Dios nos regala, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones.
En el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.