PARA EL CAMINO

  • El agua que cambia la vida

  • marzo 27, 2011
  • Dr. Leopoldo Sánchez
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Juan 4:27-30, 39-42
    Juan 4, Sermons: 2

  • Jesús prometió dar el Espíritu Santo, los ríos de agua viva, a todos aquellos que creyeran en él. El Hijo es aquel que entrega el Espíritu del Padre a la iglesia. No hay Espíritu sin Jesús.

  • Sin agua, morimos. El agua es vida. El agua es una poderosa imagen que Dios usa en su Palabra no sólo para describir su obra de crear y sostener la vida, sino también para describirse a sí mismo como la fuente de tal vida, tanto en este mundo como en el venidero. El agua nos dirige a las promesas de Dios, nos recuerda que Dios ha de cuidar de su creación, y que ha de renovarla al fin de los tiempos.

    En el libro de Génesis fluye un río de agua del Edén que riega el jardín de la primera creación. En la visión de la nueva creación del profeta Ezequiel (Ezequiel 47:1-12), el agua vivificante fluye del umbral del templo, que es el lugar de la presencia santísima de Dios. El agua que fluye del santuario del templo llega a ser como un río que hace que los árboles a ambos lados del mismo den su fruto abundante cada mes. Y al final de la Biblia, en los capítulos 21 y 22 del libro de Apocalipsis, el apóstol Juan nos comparte la visión de la nueva Jerusalén, de los nuevos cielos y la nueva tierra, donde ya no habrá necesidad de templo… porque la presencia misma de Dios Todopoderoso y su Cordero lo han reemplazado. Del trono de Dios y del Cordero fluye también aquel río del agua de la vida que bendice todo lo que toca en su camino. A cada lado del río de la nueva creación, restauración del antiguo Edén, los árboles dan su fruto cada mes, así como lo había dicho Ezequiel en tiempos del Antiguo Testamento.

    Este bello conjunto de imágenes bíblicas nos presenta una narrativa de la historia de la salvación que nos lleva del primer Edén en el Génesis, al jardín restaurado en el Apocalipsis. El agua vivificante sirve como el tema que une lo viejo y lo nuevo, lo primero y lo último, mostrándonos así el propósito y la meta de Dios para su creación. Nos transportan las aguas a una travesía que empieza con la imagen de la presencia y actividad vivificante de Dios en su primera creación, y más adelante también entre su pueblo por medio del santo templo, para luego terminar con su obra y presencia restauradora en la nueva Jerusalén y el nuevo Edén. En el centro de toda esta visión de la historia divina de la salvación, de creación y nueva creación, se encuentra el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que se movía sobre las aguas de aquella primera creación, y que en la literatura del apóstol Juan se nos presenta como un río de agua que da vida, nutre y sana todo lo que toca en su camino.

    En la iglesia occidental confesamos con las palabras del Credo Niceno que el Espíritu Santo es «Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo». Tal confesión de fe tiene su raíz en la visión trinitaria de la salvación que nos presenta Juan. Es el apóstol quien habla en su evangelio del Espíritu Santo como aquél que procede del Padre para permanecer sobre el Hijo encarnado, y como aquél que es entregado y soplado a la iglesia por el Hijo glorificado. Pero todas estas maneras de hablar acerca del Dios Trino las resume el apóstol de manera sencilla y profunda a la vez al referirnos a esa imagen del río de agua viva que fluye del Edén, del templo santo, y por ende de la presencia salvífica de Dios-en fin, que fluye de Dios mismo.

    Pero el apóstol Juan no ve al Espíritu Santo como un agente libre, sino que lo ve siempre íntimamente ligado a Jesús, al Hijo de Dios. Aunque distintos, el Espíritu y el Hijo son inseparables, siempre obrando en conjunto para llevar a cabo el propósito de Dios para su creación. No nos debe sorprender, entonces, que Jesús prometiera dar el Espíritu Santo, los ríos de agua viva, a todos aquellos que creyeran en él. Y es interesante notar que Jesús comunicó esa promesa mientras enseñaba en el templo en Jerusalén. Jesús ha reemplazado al templo. Él es Dios con nosotros, el tabernáculo y templo de Dios entre nosotros. Y desde él fluirá el Espíritu a las naciones. Así como el río de agua viva fluye del templo en la visión de Ezequiel, y del Cordero entronado en la visión de Juan en el Apocalipsis, asimismo el Espíritu fluirá del Hijo glorificado sobre quien el Espíritu reposa. El Hijo es aquel que entrega el Espíritu del Padre a la iglesia. No hay Espíritu sin Jesús.

    Entre la primera creación y la nueva creación, entre lo que fue y lo que será, se aprecia al Hijo como el portador y el dador del Espíritu. Pero en la historia de la salvación que nos describe el apóstol Juan, los ríos de agua viva sólo fluirán del Cordero de Dios, de aquel que quita el pecado del mundo. Será sobre este Cordero que el Espíritu permanecerá, y será desde este Cordero que el mismo Espíritu será entregado a la iglesia. Todo esto significa que entre la primera creación y la nueva tenemos la cruz, sobre la cual está colgado el Cordero sacrificado. Entre lo que fue y lo que será está la cruz sobre la cual el Hijo es glorificado por nosotros, la cual nos abre el camino de la resurrección para vida eterna en el nuevo Edén.

    Por eso nos dice Juan, cuando nos muestra a Jesús enseñando en el templo acerca de los ríos de agua viva, que el Espíritu todavía no había sido dado porque el Hijo aún no había sido glorificado. La glorificación comienza con el levantamiento del Hijo sobre la cruz. Y es desde esa cruz que el Hijo entrega su espíritu, es decir, su alma. Pero no sólo entrega su alma al Padre al morir. En el contexto simbólico del evangelio de Juan, se nos quiere decir también que el Cordero nos entrega a nosotros -la iglesia- su Espíritu Santo. En la cruz llega a su cumplimiento la promesa del Espíritu que Jesús hace desde el templo.

    Así pues, el evangelio de Juan nos presenta a Jesús como el dador del Espíritu Santo. Este aspecto de la identidad de Jesús lo podemos apreciar también en la conocida historia de la mujer samaritana que va a sacar agua del pozo de Jacobo, lugar histórico y sumamente especial para la gente de Samaria. Aquí Jesús promete darle a esta mujer algo más especial que el agua del preciado pozo: promete darle de beber ríos de agua viva. Jesús se refiere al Espíritu Santo, a quien llama «el don de Dios.» Es el Espíritu que dará a todos lo que crean en él, que brotará de Jesús a sus seguidores; pero también que fluirá de los creyentes como un manantial de vida eterna, haciéndolos partícipes de los beneficios de su unión a Cristo por la fe.

    En el Evangelio de Juan, el Hijo que viene de arriba, enviado del Padre, habla las palabras de Dios porque Dios le ha dado el Espíritu sin medida. Estas palabras, sus promesas, son «Espíritu y vida.» Las comunica el Hijo por el poder del Espíritu que reposa sobre él. Pero tales palabras que vienen de la boca del Hijo de Dios también comunican el Espíritu que da vida porque al fin llevan a la fe en Cristo. Esto es tener vida: Creer en el Hijo y participar de su resurrección. Esto es lo que el Hijo le da a la samaritana por medio de su palabra y de su promesa: le ofrece el Espíritu Santo, el agua que da nueva vida, que nos lleva a Jesús y a sus beneficios.

    El Espíritu Santo trae consigo dones. Los beneficios que fluyen son muchos, pero todos están orientados a la nueva vida por medio de la fe en Cristo. Veamos algunos contrastes entre el antes y el después, entre el pasado y la nueva vida en Cristo de la mujer samaritana:

    1) Juan 4:5-15 – Antes de recibir la promesa del don del Espíritu, la mujer samaritana sólo puede ver su vida en relación a sus antepasados, a su conexión con Jacob, José, y por ende con aquel bendito pozo de agua.

    Pero después de recibir la promesa del don del Espíritu, la mujer empieza a ver la vida en términos de un lazo familiar más duradero. Ahora ve su vida de acuerdo a su relación con Dios Padre por medio de Jesús, quien es más grande que Jacob. Y por eso el agua que Jesús da es mucho mejor y superior que el agua que viene del famoso pozo de Jacob. Por medio de la fe, la mujer ahora se ve como parte de una familia más grande: la familia de los creyentes que beben del mismo Espíritu y ponen su confianza en Jesús, el Mesías.

    2) Juan 4:16-36 – Antes de recibir la promesa del Espíritu, la samaritana sólo puede ver su devoción a Dios en relación a algún lugar santo. Según su pueblo, los samaritanos, el lugar santo de Dios era el monte Gerizim, y sólo allí se encontraba la presencia de Dios.

    Pero después de recibir la promesa del Espíritu, la samaritana empieza a ver el culto y la devoción a Dios en términos de la fe en Jesús, quien es la «verdad» del Padre (cf. 14:6-7). Es la fe en este Jesús lo que constituye un culto agradable a Dios, adoración «en el Espíritu» (cf. 14:15-17). Esto es lo que significa adorar a Dios «en espíritu y en verdad.» Ya que Jesús mismo es el templo y la presencia santa de Dios entre nosotros, no hay que buscar a Dios en el monte Gerizim, como decían los samaritanos, ni tampoco en el templo de Jerusalén, como lo creían los judíos. Todo esto cambia con Jesús. Ahora se busca a Dios, se tiene acceso al Padre, sólo por la fe en el Hijo y Mesías enviado de Dios (cf. 1:18, 14-11). El culto verdadero es la fe y la confianza en Jesús y sus promesas. La samaritana adora a Dios por fe en Jesús.

    3. Juan 4:16-19, 27-42 – Antes de recibir la promesa del Espíritu, la vida de la mujer samaritana está de limitaciones, frustraciones y pecado. No sólo el hecho de que sea samaritana-raza despiadada por los judíos-, sino también el hecho de que haya tenido varios esposos, son razones suficientes para que los mismos discípulos de Jesús sospechen de ella, de su honor, de sus méritos.

    Pero después de la promesa del Espíritu, ya no vemos a la samaritana, su origen étnico, o su pecado, sino lo que Dios ha hecho en la vida de esa mujer. Después de beber el agua del Espíritu, sólo vemos a la mujer en términos de la gracia de Dios por medio de Cristo que se le ha otorgado de forma gratuita. Ya no se nos permite juzgar a la mujer, como lo hacían los discípulos, porque ahora sólo vemos a Cristo en su vida. Ella es hija de Dios, receptora de su perdón y misericordia. Pero hay más que decir. Porque después de la promesa de los ríos de agua viva, la mujer también quiere dar a otros de beber. Vemos cómo quiere dar a otros de lo que ella ha recibido. No se deja el agua para ella sola, sino que la comparte con su gente. Se vuelve misionera entre sus vecinos. Comparte con sus compatriotas el evangelio del perdón de los pecados que ha experimentado en su encuentro con Jesús. Este es el Pentecostés samaritano en el Evangelio de Juan. No sólo los judíos, sino también samaritanos, al igual que todas las naciones, han de recibir el Espíritu Santo que fluye del Señor y Mesías Jesucristo junto con el perdón de sus pecados y la esperanza de la resurrección para vida eterna.

    Al final del evangelio de Juan, el Hijo sopla el Espíritu Santo sobre sus discípulos, enviándolos al mundo para que estos perdonen pecados. Pero sólo pueden perdonar pecados, sólo pueden dar nueva vida y restaurar una creación corrompida por el pecado del primer Adán, porque el Cordero de Dios, nuestro segundo Adán, fue a la cruz a quitar el pecado del mundo. No hay Espíritu de vida, perdón y resurrección, sin el Cordero de Dios que va a la cruz por nosotros y por nuestra salvación.

    En la nueva Jerusalén es el Cordero glorificado que lleva consigo las marcas de su muerte en la cruz quien derrama el Espíritu desde su trono. Y nosotros, las naciones, recibimos los beneficios de las aguas de vida eterna que fluyen de él. Esa visión del futuro ya es nuestra, porque el Hijo glorificado no se ha dejado el Espíritu para sí sólo, sino que lo ha compartido con pecadores como la mujer samaritana, como tú y como yo, desde su cruz, para perdonar nuestros pecados y abrirnos el camino a la resurrección para vida eterna.

    Estimado oyente, por las aguas del bautismo, su Espíritu ahora mora en ti y se ha vuelto en ti un manantial de vida eterna. Tuyos son los beneficios de este río de agua viva. Jesús te da a ti el mismo Espíritu Santo, las mismas aguas, el mismo don de Dios que prometió a la mujer samaritana y a las naciones. La nueva vida que viene por la fe en Cristo es tuya. Tú también eres parte de la familia de Dios por la fe en su Hijo. Tú ahora das culto agradable a Dios por la misma fe en Cristo. Tuyo es el perdón de los pecados, tuyas las promesas de Dios, tuya la resurrección para vida eterna. Y tuyo es, además, el privilegio de compartir con tu gente el evangelio el perdón de los pecados y de la vida perdurable por medio de Cristo.

    ¿Quién tiene sed de Dios? ¿Quién necesita beber del agua que Jesús promete dar a todos lo que ponen su fe en él? ¿Quién está muerto y necesita el agua de vida? Hay suficiente Espíritu para todos los sedientos, porque este río de agua viva nunca se seca. Aquí hay agua para el judío, para el griego, para el extraño samaritano, para el hispano o latinoamericano. Hay agua para todas las naciones y todo pecador. «El que tenga sed, venga; y el que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida.»

    En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

    Si de alguna forma podemos ayudarle, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones.