PARA EL CAMINO

  • Cuando la vida no tiene sentido

  • abril 3, 2011
  • Rev. Dr. Ken Klaus
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Juan 9:1-3
    Juan 9, Sermons: 2

  • El Señor Jesús viene a todos los que sufren para decirles que el diablo, la muerte y el pecado ya no tienen más poder, pues la victoria que él compró con su sangre es para cada uno de ellos.

  • El 30 de marzo de 1974 salió al aire el primer episodio de la serie para televisión «La familia Ingalls». Debo reconocer que en nuestro hogar se miraba todas las semanas, en parte porque en ese tiempo vivíamos muy cerca del lugar donde, supuestamente, los sucesos reales habían ocurrido. Pero más que nada la mirábamos porque era un programa que se podía mirar en familia, incluso con los niños pequeños. Mi esposa y yo sabíamos que no teníamos que preocuparnos por el vocabulario que se utilizaba o las situaciones que se presentaban, cosa rara de encontrar hoy en día. Para los que no saben de qué se trataba, la serie se basaba en un libro best-seller escrito por Laura Ingalls. En ese libro se detallaba cómo la familia Ingalls había vivido, o mejor dicho sobrevivido, en un lugar remoto del estado de Minnesota.

    Quien haya leído el libro estará de acuerdo conmigo en que la vida de esa familia fue sumamente dura. Y quien haya visto el programa de televisión concordará en que las desgracias que le ocurrieron a Job, según las encontramos descritas en la Biblia, fueron casi nada comparadas con las de la familia Ingalls. En el programa de televisión, se suponía que Papá Ingalls era un granjero. Pero sólo se suponía, pues no hubo ni un solo año en que ese hombre lograra cosechar algo. Un año la cosecha fue destruida por la sequía. Al año siguiente fue arrasada por una inundación; al otro aniquilada por granizo, y al año hubo una plaga de saltamontes. Lo único que les faltaba era que un volcán estallara en erupción, o que les cayeran meteoritos del cielo. Sin embargo, a través de todas esas catástrofes, Pa Ingalls continuó tocando su violín y sus hijos siguieron bailando, mientras Mamá Ingalls los miraba y sonreía.

    Otro programa de televisión famoso en esa época se llamaba Los Waltons. Para quienes no lo conocen, aquí va una breve sinopsis. Se trataba de la historia de la familia Walton quienes, durante la época de la Gran Depresión, vivían al pie de una montaña en el estado de Virginia. En la granja de los Walton vivían los abuelos, los padres, y una cantidad de niños. Al igual que la familia Ingalls, la familia Walton también se vio sacudida por terribles problemas, plagas, pruebas, y necesidades. Sin embargo, y a pesar de todas las dificultades y privaciones que sufrían, cada episodio terminaba con la familia confortablemente acurrucada en sus camas y, a medida que las luces se iban bajando, comenzaba la suave letanía: «Buenas noches, John; buenas noches, Pa; buenas noches, Mary Ellen; buenas noches, Ma; buenas noches, abuela; buenas noches, Elizabeth; buenas noches, Ben; buenas noches, abuelo; buenas noches, Olivia»… y así seguían hasta que todos se saludaban.

    Durante años, millones de personas miraron esos programas. Durante años, millones de personas se rieron, lloraron, y siguieron paso a paso la historia de esos personajes. Durante años aplaudieron la resistencia de esas familias ficticias que se mantuvieron firmes frente a las dificultades y privaciones de los tiempos difíciles. Así fue como esos millones de personas respondieron a esos programas de televisión, a esas familias que de cierta forma eran ficticias, pero no todos necesariamente respondieron igual ante las dificultades personales que sufrieron. Es que una cosa es reaccionar con una sonrisa ante las dificultades de los personajes de la televisión, y otra muy distinta es reaccionar con una sonrisa ante el mal que nos ataca. Cuando nos ocurren cosas malas, enseguida queremos saber por qué, por qué a nosotros, por qué nos toca cargar esa cruz.

    ¿Qué hacemos cuando el médico dice que es ‘cáncer’? ¿Qué hacemos cuando una parálisis o un accidente nos dejan con cierta discapacidad? ¿Qué hacemos cuando lo que todos creían que eran olvidos normales, es en realidad Alzheimer? ¿Qué hacemos cuando una inundación o un incendio destruyen no sólo nuestra casa, sino que también se llevan todo lo que hemos acumulado y atesorado durante años? ¿Qué hacemos cuando un conductor ebrio atropella y mata a un ser querido? ¿Qué hacemos cuando nos quedamos sin trabajo, pero otras personas menos calificadas conservan el suyo? ¿Qué hacemos cuando un hijo nuestro muere sirviendo a la patria en un país extranjero, mientras que el criminal que les vende drogas en la esquina a los niños sigue haciéndose rico?

    Lo que la mayoría de nosotros hacemos en esas circunstancias es gritar: «¿Por qué, Señor? ¿Por qué tuvo que suceder semejante injusticia? ¿Qué hice para merecer esto?» Esta pregunta aparece una y otra vez en la Escritura. Hoy vamos a mirar uno de los pasajes en los cuales se habla de esto: es el capítulo nueve del Evangelio de Juan.

    La historia comienza cuando Jesús y sus discípulos pasan al lado de un hombre que había nacido ciego. Los discípulos, tratando de comprender el por qué de una situación tan triste, le preguntan a Jesús: «Rabí, para que este hombre haya nacido ciego, ¿quién pecó, él o sus padres?» En su afán por explicar el universo, los discípulos asumen que cada acción tiene una reacción igual u opuesta. Ellos sabían que el sol seguía un curso pre-establecido, que la luna tenía distintas fases, que el universo tenía un cierto orden y que, en ese orden universal, era lógico que un pecado «A» recibiera un castigo «B».

    Vale aclarar que ese tipo de razonamiento no solo se daba hace muchísimos años, ni es una posición mantenida sólo por quienes son tontos, supersticiosos, o incultos. Quizás usted recuerde que no hace muchos años hubo algunos predicadores que dijeron que el SIDA era un castigo divino para la comunidad homosexual. En otras palabras, estaban diciendo que el pecado «A» merecía el castigo «B». Y cuando escucharon esa clase de predicación, muchas personas estuvieron de acuerdo. Pero eso sólo duró hasta que comenzaron a aparecer casos de niños que habían sido infectados con SIDA al nacer o a través de una transfusión.

    El pecado «A» merece el castigo «B». La próxima vez que en la televisión vea una entrevista a personas que han sido afectadas por algún desastre natural, como una inundación, un incendio, tornado, huracán, o terremoto, preste atención a lo que dicen. Aquéllos cuyas casas han sido totalmente destruidas, van a decir que les parece injusto que Dios los haya elegido para tal sufrimiento. Y aquéllos cuyas casas han quedado intactas, los que dicen que «el Señor nos salvó», en realidad están implicando que los otros, los que perdieron todo, de alguna forma se lo merecían. Ambos están tratando de encontrar respuesta a lo que les está pasando, pero ambos han llegado a la conclusión errónea de que el pecado «A» merece el castigo «B».

    Si piensa que esta idea es una tontería, aquí va otro ejemplo: hable con un sobreviviente. Hable con alguien que haya sobrevivido un accidente de avión, de barco, o de automóvil, o un incendio. La mayoría de estas personas le va a decir que se sienten tremendamente culpables porque están vivos. Creen que no es justo que ellos sigan viviendo, caminando, respirando, trabajando, amando, cuando los demás se murieron. Les van a decir que ellos no merecen vivir porque no son mejores que nadie; que deberían estar muertos como los demás. En otras palabras, el pecado «A» merece el castigo «B».

    Ahora, para quien trata de encontrar respuesta a estas cosas y NO cree en Dios, se hace un poco más problemático. Si usted NO cree que el universo tuvo un Creador que todavía se ocupa tanto del universo como de sus criaturas, no le queda otra opción que concluir que la vida no es más que un juego de azar: coincidencia, chance, destino. Todo lo que sucede depende de la buena o mala suerte que uno tenga. Si usted NO cree en Dios, no sé exactamente qué le puedo decir, excepto que su vida debe ser muy solitaria, muy oscura y muy lúgubre para no creer. Tener una creación sin un Creador; tener leyes sin alguien que las haya dado; tener orden sin alguien que haya establecido ese orden. ¡Qué amargada, o fatalista, o ambas, debe ser su vida cuando el destino le hace una mala jugada!

    Pero, volvamos a nuestro tema. Volvamos a Jesús y sus discípulos, que acababan de pasar al lado de un hombre que era ciego de nacimiento, y los discípulos querían saber de quién era la culpa que él hubiera nacido ciego. La respuesta de Jesús fue muy simple. Él dijo: «Ni él pecó, ni sus padres, sino que esto sucedió para que la obra de Dios se hiciera evidente en su vida». En otras palabras, el pecado «A» no causó el castigo «B». Ahora, hay veces en que el pecado sí tiene consecuencias directas. Cuando Adán y Eva comieron del fruto del árbol prohibido, el pecado y la muerte entraron en el mundo. Esa fue una consecuencia directa de su desobediencia. La Escritura comparte la misma lección muchas otras veces. Pero en todos los ejemplos que se me ocurren, Dios siempre dio primero una advertencia, una prohibición contra la desobediencia de su voluntad. Dios siempre le dijo a su pueblo que, si hacían tal o cual cosa, sufrirían tales consecuencias, lo que quiere decir, que, si el pueblo hizo tales cosas (y frecuentemente lo hicieron), no tenían por qué sorprenderse cuando Dios los castigaba.

    En nuestro mundo, a veces el pecado también produce consecuencias directas. Sabemos que una pareja de drogadictos puede dar a luz un niño adicto. Sabemos que cuando alguien maneja en estado de ebriedad puede causar un accidente fatal. Sabemos que las enfermedades que se transmiten sexualmente proliferan cuando las personas se apartan del camino de la pureza sexual. En todos estos casos, y en muchísimos más, un pecado «A» produce un castigo «B». Y, muchas veces, son las personas inocentes que resultan castigadas por los pecados de otros las que terminan preguntándose: «¿Por qué, por qué a mí?»

    Por otro lado, en la gran mayoría de las situaciones es un error pensar que cada transgresión tiene un castigo directamente relacionado con ella. En el caso del hombre ciego del texto para hoy, Jesús claramente dijo que la ceguera de ese hombre no era un castigo por algo particularmente malo que él o sus padres hubieran hecho. No, ese hombre había nacido ciego porque vivía, al igual que todos nosotros, en un mundo pecador e imperfecto del que la ceguera forma parte. Siguiendo un poco más con la línea de pensamiento de Jesús podemos decir que cada dolor y problema; cada sufrimiento, tristeza y enfermedad; cada desesperación, depresión, desaliento y abatimiento que existe, se deben al pecado que hay en el mundo.

    ¿Usted no lo cree? Entonces permítame preguntarle. ¿Por qué es que cada generación se esfuerza por encontrar la paz, pero en cambio sufre la guerra? ¿Por qué los países siguen peleando entre ellos, y los jóvenes soldados siguen yendo a la guerra y muriendo en ella? Jesús responde: «Por el pecado que hay en el mundo». Estimado amigo, cuando mira el noticiero en la televisión, ¿no le conmueve ver a los que viven en la miseria y el hambre, los que se están muriendo porque no tienen siquiera el cuidado médico más básico? ¿No le duele ver a los que sufren porque están enfermos y solos, los oprimidos, los olvidados, los desamparados, los que no tienen a quién recurrir por ayuda? Seguro que le duele, así como nos duele a todos los que lo vemos. Entonces, si a todos nos duelen y entristecen esas situaciones, ¿por qué es que todavía existen? Grandes filósofos, líderes políticos, y mentes brillantes se han hecho esta misma pregunta, y mucho se ha hecho para mejorar la situación de los que sufren. Pero igual siguen estando. Y siguen estando porque el pecado sigue existiendo.

    Cualquiera que lea los periódicos, o que escuche la radio o mire los noticieros en la televisión, se dará cuenta que la humanidad no es capaz de eliminar las consecuencias del pecado. Mientras el mundo centra su atención y encauza toda su ayuda hacia un lugar que se encuentra en problemas, aparecen problemas de igual o mayor tamaño en otros cinco lugares. Mientras la ciencia avanza rápidamente en su lucha contra el cáncer, las muertes por enfermedades del corazón aumentan a pasos agigantados. Hagamos lo que hagamos, el mal sigue siendo constante. Y no sólo en lo que se refiere a la salud. ¿Cuántos hay que aparentemente lo tienen todo: salud, familia, trabajo, estabilidad económica, todo lo que supuestamente debería darles satisfacción, y sin embargo no se sienten satisfechos? La insatisfacción también es producto del pecado que hay en el mundo.

    Y es precisamente porque el pecado está con nosotros y en nosotros que Jesús, el Hijo de Dios, vino al mundo. La Escritura dice que él fue concebido por el Espíritu Santo y que su madre fue la virgen María. Jesús fue un verdadero hombre porque para tomar nuestro lugar, para enfrentar las tentaciones del diablo, y para experimentar la muerte y la tumba, tenía que ser como nosotros. Pero Jesús también fue el Hijo de Dios. Él tuvo que ser Dios porque sólo así podría triunfar sobre la tentación, cumplir al pié de la letra los Mandamientos, y vencer a la muerte. Siendo verdadero Hombre y verdadero Dios, Jesús vino a ocupar nuestro lugar, a ofrecer su vida en rescate por la nuestra, y a morir para que nosotros podamos vivir.

    La misión que trajo a Jesús a este mundo fue grandiosa y gloriosa, a la vez que triste y dolorosa. Pero también fue algo más: la obra y misión de Jesús fue un éxito. Su gloriosa resurrección de la muerte nos dice que el pecado, la muerte y el diablo, nuestros enemigos mortales, ya no tienen el control completo de nuestro destino final y futuro eterno. Porque Jesús resucitó de los muertos, sabemos que todos los que creen en él no morirán sino que tendrán vida eterna. Porque Jesús resucitó, sabemos que todas las cosas de este mundo han sido cambiadas… y si el Espíritu Santo obra la fe en su corazón, estimado oyente, también son cambiadas en su vida.

    ¿En qué sentido son cambiadas? En el caso del ciego de nuestro texto, Jesús lo sanó. Y si bien es cierto que la ceguera aún existe en el mundo, ese ciego fue sanado. Porque Jesús sana de muchas maneras. A algunos, como a ese ciego, les restaura la vista… y a otros les da la paz que dice: ‘todo lo malo que todavía existe en este mundo dejará de existir en el cielo, de donde el pecado ha sido exiliado’. En otras palabras, Jesús nos da a todos la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento humano.

    ¿Qué quiere decir esto? Uno de los himnos que cantamos en nuestra Iglesia dice: «Seguridad bendita, Jesús conmigo está; qué gran anticipo de gloria él me da». La autora de este himno fue una señora de nombre Fanny Crosby. Debido a un error médico, Fanny quedó ciega desde muy pequeña. A pesar de ser ciega, Fanny podía ver con mucha claridad a su Salvador, quien le dio esa ‘seguridad bendita’, así como se la ha dado a tantas otras personas. Esa fue la razón por la que, cuando tenía ocho años, Fanny escribió: «Qué feliz que soy, aunque no puedo ver. He decidido que en este mundo voy a estar satisfecha por las muchas bendiciones que disfruto. No voy a lamentarme porque soy ciega».

    ¿Ha Jesús conquistado el mal? Lo hizo por Fanny… y también lo puede hacer por usted. Es por ello que, si podemos ayudarle a encontrar respuesta a sus preguntas, o a descubrir la paz del Salvador, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.