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PARA EL CAMINO
Natanael, que en hebreo significa «el don de Dios», lo conocemos más con el nombre de Bartolomé, uno de los discípulos de Jesús. Hoy él nos contará sus experiencias con la persona que cambió su vida y afectó su futuro eterno.
Saludos, me llamo Natanael. Soy un personaje poco conocido del Nuevo Testamento. Para muchos sólo soy un nombre más, pero tengo una historia que contar. Aunque mis experiencias personales pueden ser interesantes, hoy quiero hablarles de la persona que cambió mi vida porque, si bien todo lo que les voy a contar sucedió hace casi dos mil años, el impacto fue tan grande que afectó mi futuro eterno. Hoy les quiero hablar sobre Jesús de Nazaret.
Comenzaré dándoles un breve resumen de mi vida. Natanael, mi nombre, en hebreo significa «el don de Dios». Viví en una región llamada Galilea, que hoy en día es el país de Israel. Por eso, cuando se habla de mí en el Nuevo Testamento, como por ejemplo en Juan 21:2, se dice que soy del pueblo de Caná de Galilea. Fue allí, en Caná, donde Jesús realizó su primer milagro al convertir agua en vino en la fiesta de una boda.
Mi familia llevaba mucho tiempo residiendo en esa parte del país. Yo tuve la bendición de vivir en la época en que el joven maestro Jesús, de Nazaret, anduvo por esas partes enseñando acerca del reino de Dios, sanando enfermos y haciendo milagros… y llegué a ser su discípulo. Fui llamado personalmente a seguirle, juntamente con mi amigo Felipe (Juan 1:43-51). Aunque mi nombre como tal no aparece en la lista de los doce seguidores de Jesús, se me identifica con el nombre Bartolomé (Mateo 10:1-4). Siempre fui asociado con los discípulos, en especial cuando mi compatriota Juan indicó que estábamos juntos Simón Pedro, Tomás (al que apodaban el Gemelo), Natanael (el de Caná de Galilea), los hijos de Zebedeo, y otros dos discípulos (Juan 21:1-2).
Quizás una de las cosas por las cuales seré recordado por muchos sea por la frase que Jesús usó cuando dijo que yo era «un israelita sin engaño» (Juan 1:47). Pero no quiero hablar de mí, sino dedicar la historia de mi vida a ese Jesús. Permítanme contarles cómo fue mi primer encuentro con él. Mi amigo Juan logró captar los sucesos en pleno desarrollo: un día, Jesús decidió ir a Galilea. Allí se encontró con mi amigo Felipe, a quien le dijo que le siguiera. Felipe era del pueblo de Betsaida, lo mismo que Andrés y Pedro. Entusiasmado, Felipe me buscó a mí, y me dijo: ‘Hemos encontrado a Jesús de Nazaret, el hijo de José, aquel de quien escribió Moisés en la ley, y de quien escribieron los profetas’. Yo le respondí: ‘¡De Nazaret! ¿Acaso de allí puede salir algo bueno? ¿Qué cosas importantes pueden ocurrir en un pueblo tan insignificante como Nazaret?’ ‘Ven a ver’, me contestó Felipe.
Les confieso que no fue fácil ser convencido pero, ante su argumento irresistible, no pude menos que hacerle caso a Felipe. Así que fui con él. Cuando Jesús me vio llegar, dijo: ‘Aquí tienen a un verdadero israelita, en quien no hay falsedad’. De más está decir que el elogio me agradó. Pero también pensé que quizás no era más que una trampa para atraerme. Trucos tan ingenuos, pensé, no servirían para convencerme. Así que levanté la cabeza, lo miré a los ojos, y le pregunté de manera bien cortante: ‘¿De dónde me conoces?’.
Era como un reto, y Jesús lo aceptó. Me dijo: ‘Antes que Felipe te llamara, cuando aún estabas bajo la higuera, ya te había visto’.
La respuesta de Jesús me asombró, pues no era lo que esperaba escuchar. ¿Cómo sabía dónde yo estaba? ¿Acaso también sabía lo que pensaba? Aquellas palabras desnudaron mi alma. Sin duda era una señal. Sólo un enviado de Dios podía saber algo así.
‘Rabí, maestro, ¡tú eres el Hijo de Dios! ¡Tú eres el Rey de Israel!’, declaré asombrado, entusiasmado, de manera imprevista, sin haberlo pensado dos veces. Jesús sonrió ante mi respuesta, y me dijo: ‘¿Lo crees porque dije que te vi cuando estabas debajo de la higuera? ¡Vas a ver aún cosas más grandes que éstas!’ Y luego añadió: ‘Ciertamente les aseguro que ustedes verán abrirse el cielo, y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre’ (Juan 1:43-51).
Quedé sin palabras. Si bien ya empezaba a admirar a este hombre, al mismo tiempo comencé a sentir un cierto temor. ¿Quién era este joven Maestro que hablaba de realidades divinas? Yo estaba como atontado, pero a la vez inquieto, pues percibía algo diferente en este hombre. Me hablaba de una experiencia parecida a la de nuestro antepasado Jacob cuando, al ver en sueños una escalera que iba al cielo con ángeles que subían y bajaban, exclamó: ‘Realmente el Señor está en este lugar, y yo no me había dado cuenta’. Y luego, con mucho temor, Jacob añadió: ‘¡Qué asombroso es este lugar! Es nada menos que la casa de Dios; ¡es la puerta del cielo!’ (Génesis 28:10-17).
Las palabras de Jesús me hicieron recordar también la profecía de Daniel, en la cual el Mesías prometido se presentaba como el Hijo del Hombre servido por ángeles que venía a juzgar, usando la misma visión de la escalera de Jacob que subía al cielo (Daniel 7:13-14). Esto se hacía realidad con las palabras de Jesús. ¡Imagínense que él se proclamaba el Mesías esperado! ¿Quién era este hombre que conocía íntimamente a las personas, y que con pocas palabras llegaba a lo más profundo de sus corazones, anunciando, además, que esto era sólo el prólogo de lo que se avecinaba?
Me sentía feliz y asustado de conocer a Jesús. Sus palabras se metieron hasta el fondo de mi corazón. Lo cierto es que yo podía huir o escabullirme con variadas excusas que sabía construir mi egoísmo y orgullo, pero estaba fascinado por Jesús.
Fue impresionante conocer su forma de comunicar el imperativo, la necesidad y la urgencia de seguirle. Sé que Jesús ya había llamado a otros como a Andrés y Pedro cuando estaban a la orilla del Lago de Galilea. Lo mismo sucedió con Juan y Santiago, los hijos de Zebedeo. Jesús se presentó directamente a todos estos hombres. Todos ellos, al escuchar la invitación, dejaron lo que estaban haciendo, y lo siguieron (Marcos 1:16-20). Lo mismo sucedió también con mi amigo Felipe. Y los frutos de esa llamada no pudieron ser más emocionantes: mi amigo Felipe me buscó a mí.
Así fue como Jesús entró a mi vida. Me llenó de alegría, me animó y me conmovió. Sentí una profunda expectativa. Y ahora, ¿qué? ¿Qué significaba todo esto para mi vida?
Un tiempo después todo comenzó a tener más sentido. A través de sus enseñanzas aprendí que su intención era que todos nosotros pasáramos a formar parte de la familia de Dios, de su compromiso de cuidarnos y dar su vida para el perdón de nuestros pecados – cosa que sólo Dios puede hacer. Ocurrió cuando Jesús, en una discusión con unos líderes religiosos, se refirió a nosotros, sus seguidores, como ovejas, y a él como al buen pastor que daba su vida por nosotros. Sus palabras fueron: ‘Mi Padre, que me los ha dado, es más grande que todos; y de la mano del Padre nadie los puede arrebatar’ (Juan 10:29).
Pero aún más significado tuvo todo esto cuando, después de su muerte y resurrección, vino para estar nuevamente con nosotros. Al atardecer de aquel primer día de la semana estábamos reunidos a puerta cerrada por temor a los judíos. De pronto se apareció Jesús en medio nuestro y nos saludó, diciendo: ‘¡La paz sea con ustedes!’, y luego nos mostró las manos y el costado. Al ver a nuestro Señor vivo y de pie ante nosotros nos alegramos muchísimo, aunque debo reconocer que también tuvimos un poco de miedo.
‘¡La paz sea con ustedes!’, repitió Jesús, ‘como el Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes’. Acto seguido, sopló sobre nosotros y nos dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen sus pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonen, no les serán perdonados’ (Juan 20:19-22).
De tantas cosas que quisiera contarles sobre Jesús, una de las que más me impresionó fue la vez cuando nos alejamos de las regiones israelitas debido a las crecientes tensiones en contra del Maestro. Sabiamente, él nos llevó al norte, a la zona de Tiro y Sidón, ciudades siro-fenicias, para retirarnos un poco del trajín. Nosotros nos alegramos, pensando en el descanso, la playa y un cambio de ambiente. Pero sucedió lo insólito: incluso allí Jesús era conocido. De pronto, una mujer cananea de las inmediaciones salió a su encuentro, gritando: ‘¡Señor, Hijo de David, ten compasión de mí! Mi hija sufre terriblemente por estar endemoniada’.
Jesús no le respondió ni una sola palabra, sino que hizo como si la mujer no existiera. Así que nosotros, sus discípulos, medio escandalizados porque la mujer nos seguía, nos acercamos a él y le rogamos: ‘Despídela, porque viene detrás de nosotros gritando’. En realidad nos sentíamos molestos, porque francamente pensábamos que ninguna mujer tenía derecho de molestar al Maestro de esa manera.
Ante la insistencia de la mujer, Jesús le dijo: ‘No fui enviado sino a las ovejas perdidas del pueblo de Israel’. La mujer se acercó y, arrodillándose delante de él, le suplicó: ‘¡Señor, ayúdame!’. Jesús le respondió: ‘No está bien quitarles el pan a los hijos y echárselo a los perros’. ‘Sí, Señor; pero hasta los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos’, insistió la mujer. ‘¡Mujer, qué grande es tu fe!’, le contestó Jesús. ‘Que se cumpla lo que quieres.’ Y desde ese mismo momento quedó sana su hija (Mateo 15:21-28).
Tres veces la mujer le pidió ayuda, y tres veces él la rechazó con silencio o con palabras ofensivas y cortantes. Esto no puede ser, pensé. ¿Cómo es posible que Jesús, quien hasta ahora había sido un ejemplo de bondad, misericordia y entrega, trate a esta mujer de manera tan inusual? Entonces afloró mi espíritu nacionalista y pensé que quizás, como ella era extranjera, las respuestas de Jesús eran lógicas. Jesús era nuestro, de los judíos solamente, y de nadie más. Pero lo que más me asombró fue la repuesta de Jesús al final, cuando le dijo: ‘¡Mujer, qué grande es tu fe!’.
Entonces me di cuenta: Jesús es el Mesías para todos, aún para esa mujer, y especialmente para quienes vivían en las circunstancias en las que vivía ella. Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él (Juan 3:16-17). Ese diálogo entre la mujer cananea y Jesús era para mostrarnos que hay otras personas que sí creen en Jesús, que su fe es insistente, y que no vacilan en hablar abiertamente con él.
Ese encuentro me abrió el entendimiento para comprender un poquito más acerca de Jesús y su misión en la vida. En repetidas ocasiones Jesús usó la expresión: ‘está escrito’, refiriéndose a las profecías y promesas relacionadas con el Mesías, el Cristo, el Redentor del mundo. Lo hacía para ayudarnos a comprender que él, el Hijo de Dios, iba a morir y al tercer día iba a resucitar. Y por eso, y en su nombre, se predicaría el arrepentimiento y el perdón de pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén. Nosotros, sus seguidores, éramos testigos de todas estas cosas. Por eso en el día de Pentecostés, cuando Jesús nos envió su Espíritu Santo, fuimos revestidos del «poder de lo alto» para hacer lo que humanamente es imposible.
Por eso les cuento todas estas cosas, porque creo que Jesucristo es mi Señor que me ha redimido a mí, hombre perdido y condenado. Cristo hizo esto para que yo fuera suyo y viviera con él en su reino, sirviéndole en justicia, inocencia y bienaventuranzas eternas. Esta realidad mía, y la de todo creyente en Cristo, es el resultado de la victoria de Jesucristo sobre el pecado, la muerte y Satanás. Todo creyente tiene el perdón de los pecados garantizado por la resurrección de Cristo y, con esto, una nueva vida de fe, amor, servicio y esperanza.
Los invito a desarrollar el hábito de conocer a Jesús a través de la lectura de las Sagradas Escrituras, a fin de aprovechar y multiplicar las oportunidades que Dios nos ofrece para tener un encuentro personal y colectivo con él. Es fácil crear excusas para no dedicar el tiempo ni la energía necesarios para crecer en el conocimiento de Dios y para compartir con otros el significado de ese encuentro personal y colectivo que Dios nos ofrece en una vida de confianza en Cristo. El diablo siempre está buscando el momento oportuno para distraernos del camino correcto. Pero Dios nos invita a que escuchemos su voz y a que seamos sinceros y reconozcamos nuestra fragilidad e ignorancia. El sacrificio de Cristo nos motiva a compartir con otros su mensaje de amor, de compasión, y de servicio.
Poco después de la fiesta de Pentecostés me dirigí a Mesopotamia y a la India para proclamar las buenas noticias de Jesucristo y de su reino. Allí me dediqué a enseñar y a bautizar, así como Jesús nos lo había ordenado en Mateo 28:16-20, donde dice: «Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Por tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes. Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo».
La razón por la cual mi historia está en la Biblia es para dar a conocer el gran amor de Dios, y para darles ejemplos concretos de cómo Dios obra a través de su Hijo Jesucristo para traer perdón y reconciliación a nuestra condición humana dañada y moribunda. Mi historia es una oportunidad más para que ustedes mediten en Jesucristo y puedan darse cuenta que en él hay esperanza y una renovada certeza de paz con Dios. Si Dios obró en alguien como yo, sin rechazarme y sin dejar de quererme, ¡cuanto más es vigente el amor de Dios para ustedes hoy!
Espero ya no ser un desconocido para ustedes. Como ven, fui una persona como cualquier otra, con debilidades, equivocaciones, ideas erradas, complicaciones, relaciones dañadas, y mucho más. Pero mi mayor anhelo es que mi historia les dé la oportunidad de conocer cómo Dios trabaja y transforma nuestra debilidades humanas en instrumentos suyos para anunciar las buenas noticias de su amor todos los días de nuestra vida. Es hermoso observar cómo Dios nos perdona y nos da amplias oportunidades para confiar plenamente en su obra. Como el mismo apóstol San Pablo afirma en la carta a los Romanos: «En todo esto somos más que vencedores por medio de aquél que nos amó. Pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación, podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor» (8:37-39).
Bueno, me despido de ustedes animándoles a confiar en las palabras del Maestro, palabras de aliento y esperanza. Él también los está llamando a seguirle. Y ya saben, cuando oigan mi nombre, Natanael, no piensen en mí, sino en que fui seguidor de Jesucristo, el mismísimo Salvador del mundo. Les deseo las más ricas bendiciones de nuestro Dios Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Si de alguna forma podemos ayudarle, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.