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PARA EL CAMINO
¿Qué cosas te intranquilizan y te cargan de culpas? ¿Conoces a alguien que necesita estar en paz? Llévalo a Jesús. Jesús no anunció la paz desde un púlpito, sino que él hizo la paz. Él vino para entrar en nuestro corazón y calmar nuestras ansiedades, perdonar nuestros sus pecados, y darnos la promesa de la vida eterna con él en el cielo para siempre.
¿Has viajado alguna vez en avión con la ventanilla abierta? Es una experiencia interesante. Cuando tenía yo 13 años hice lo que en mi pueblo se llamaba un vuelo de bautismo. Cada año venía a un campo vecino al pueblo una avioneta de dos plazas que por poco dinero llevaba un pasajero para dar una vuelta en el aire. No creo que el vuelo durara más de 10 minutos. Tal vez hoy pensaríamos que ésa era una cosa bastante primitiva. En un aspecto lo era, porque el pasajero iba sentado al lado del piloto, viendo todos sus movimientos, respirando el aire puro que entraba por la ventanilla abierta. El cinturón de seguridad no existía, y la pista de despegue y aterrizaje tampoco. Se usaba una parte cualquiera del campo que no estuviera sembrada.
Se me ocurrió entonces pensar en cuántos medios de transporte había usado en mi niñez, comenzando con los pies, algo que tenía a disposición a cada momento y que no costaba nada. Yo había andado también a caballo, en carro tirado por caballos, en bicicleta, en carretilla, tractor, y automóvil.
Aunque Jesús usó muy pocos medios de transporte, ya que prácticamente lo más común era caminar de un lado a otro, aún cuando las distancias fueran grandes, tengo que reconocer que me superó ampliamente en el transportarse peatonal, porque él caminó sobre el agua, y por entre las nubes. El medio de transporte más sofisticado para Jesús, creo, fue un burro. Hay que notar que los evangelios nunca se refieren a los medios de transporte que Jesús usó, con excepción de las barcas para navegar por el mar de Galilea. Pero cuando Jesús monta un burro, los evangelios lo explican con lujo de detalles.
Los cuatro evangelistas, Mateo, Marcos, Lucas, y Juan, describen lo que se conoce como la entrada triunfal de Jesús. ¿Por qué se la llama entrada triunfal? No lo sé, tal vez porque se estaba celebrando con anticipación el gran triunfo de Jesús sobre el pecado y la muerte, que ocurrió unos días más tarde, cuando él murió en la cruz y resucitó victorioso tres días después. Esto me dice a mí que los que confiamos en Dios podemos celebrar de ante mano, porque sus movimientos son seguros, y siempre cumplirá lo que ha prometido.
La iglesia de los primeros siglos prefería llamar a este acontecimiento como ‘la gran entrada de Jesús a Jerusalén’. Los días anteriores a ese domingo sucedieron cosas mucho más significativas, ¡nunca vistas! El viernes, por ejemplo, Jesús caminó 27 kilómetros -cuesta arriba- para ir de Jericó a Betania, una aldea muy cerca de Jerusalén. Iba acompañado de una gran multitud. Me imagino las conversaciones, las expectativas, las incertidumbres y ansiedades.
Al día siguiente, sábado, Jesús resucitó a Lázaro, ¡que ya hacía cuatro días estaba muerto! María y Marta, las hermanas de Lázaro, estaban sorprendidas y contentas… los enemigos de Jesús estaban sorprendidos y enojados, cavilando cómo hacer no sólo para matar a Jesús, sino también al pobre Lázaro a quién recién le habían devuelto la vida.
Entonces el domingo, un día después de todo eso, ocurre la gran entrada. Los evangelistas describen con gran detalle el medio de transporte que Jesús usará, cómo lo consigue, cómo lo usa, quiénes lo acompañan. Sin embargo, en esta historia no hay nombres. Sólo Jesús es nombrado por su nombre, porque en este acontecimiento sólo hay dos cosas dignas de ser resaltadas: Jesús y el burro.
¿Por qué es el burro algo tan importante? Por dos cosas: primero, porque 500 años antes de la llegada de Jesús al mundo, fue profetizado que el Mesías, el libertador de Israel, entraría a la ciudad santa montado en un burro, lo cual nos recuerda que Jesús vino a cumplir todas las profecías, que las cumplió todas, y las cumplió bien. Así dice Zacarías: «¡Llénate de alegría, hija de Sión! ¡Da voces de júbilo, hija de Jerusalén! Mira que tu rey viene a ti, justo, y salvador y humilde, y montado sobre un asno, sobre un pollino, hijo de asna. Yo destruiré los carros de guerra de Efraín y los briosos caballos de Jerusalén, y los arcos de guerra serán hechos pedazos. Tu rey anunciará la paz a las naciones, y su señorío se extenderá de mar a mar, y del río Éufrates a los límites de la tierra» (Zacarías 9:9-10).
La profecía de Zacarías fue anunciada a un pueblo que siempre tenía dificultades en mantenerse fiel a Dios, y eso le causaba problemas. Es que cuando las personas no son fieles a Dios, no le creen, ni lo respetan como el Creador y cuidador de todas las cosas, viven en desgracia: viven intranquilas, enojadas consigo mismas y con el mundo que las rodea, inquietas por el presente y el futuro, ansiosas, y muchas veces desanimadas y con temores.
Si estoy haciendo una descripción de tu vida, estimado oyente, no lo tomes en forma personal. Dios sabe que todos vivimos esas experiencias hasta qué él viene y nos cambia totalmente. El anuncio de Zacarías sigue vigente para nosotros hoy: Jesús viene a traernos paz.
¿Qué cosas te intranquilizan, te quitan la paz, te ponen de mal humor, te hacen agresivo ante los demás, te cargan de culpas? ¿Conoces a alguien, a un amigo, o tal vez tu cónyuge, que necesita estar en paz? Jesús no anunció la paz desde un púlpito o desde una tarima. Él hizo la paz. Él mismo hizo pedazos esos ‘arcos de guerra’ de los que habla Zacarías. Él mismo cumplió personalmente esa profecía de llenarnos de alegría, porque hizo una gran entrada en nuestro corazón y le calmó sus ansiedades, le perdonó sus pecados, y le dio la promesa de la vida eterna con él en el cielo para siempre.
La segunda razón por la cual es importante la mención del burro, es porque era un burrito que hasta ese momento nunca había sido montado. En términos religiosos hebreos, era un burro puro. Eso, en sí mismo, era un mensaje a la multitud que acompañaba a Jesús, pues lo puro estaba reservado sólo para Dios. Si las personas que acompañaban a Jesús a Jerusalén prestaban atención, tenían que darse cuenta que Dios mismo estaba entrando en Jerusalén. Otro ejemplo de eso fue la tumba donde pusieron el cuerpo de Jesús luego que lo bajaron de la cruz: los evangelistas específicamente dicen que era una tumba donde nadie había sido puesto todavía. En términos religiosos hebreos, era una tumba pura, reservada únicamente para algo santo. En este caso, el santo era Jesús.
La multitud que acompañó a Jesús desde Jericó y desde Betania, se encontró con la otra multitud que salió a su encuentro desde Jerusalén, por lo que ahora hay más personas en el gran desfile. Imaginen la alegría, el amontonamiento, los gritos de júbilo, el alborozo que reinaba. ¿Qué está pasando? La multitud recitaba y cantaba una porción del Salmo 118: «Señor, ¡te ruego que vengas a salvarnos! ¡Te ruego que nos concedas la victoria! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! Desde el templo del Señor los bendecimos» (Salmo 118:25-26). La palabra Hosanna, usada tan frecuentemente en la iglesia cristiana, y vociferada incansablemente aquí por la multitud quiere decir: «Salva ahora.» Encuentro muy inteligente la observación de los evangelistas cuando describen que la multitud cantaba y gritaba: «Hosanna en las alturas.» Cierto, la salvación viene desde las alturas. Tú y yo somos personas con serios problemas de pecados, culpas, y desesperanzas. Estamos atados. Al igual que el burro, no servimos para nada. Sólo producimos gastos, porque ocupamos espacio y nos tienen que alimentar, pero qué hermosa analogía vemos aquí: una vez desatados por orden de Jesús, una vez que recibimos la salvación que viene de las alturas, del trono mismo de Dios, servimos para algo… así como el burro sirvió para entrar a Jesús a Jerusalén.
¿Qué cosas te tienen atado? ¿Qué pecados te tienen inquieto y te impiden disfrutar la cabalgata junto a Jesús? Cualquiera sean esas cosas, no hay nada que en este momento te impida gritar: «Sálvame, Señor, ¡ahora!» Después de todo, para eso fue que Jesús hizo esa gran entrada: para cambiar nuestra vida, para traernos paz, y para darnos la esperanza de la resurrección.
Jesús y la multitud entraron a Jerusalén cantando. En ese momento nada sabía la multitud que sólo unos días después, el viernes de crucifixión, saldrían llorando. He escuchado muchas veces esta frase: «Entran cantando y salen llorando.» La usamos, por ejemplo, cuando vemos a nuestro equipo de fútbol favorito entrar a la cancha. Los jugadores son recibidos con gritos y cantos de alegría, pero si pierden el partido, son despedidos con silbidos y gritos de lamento.
«Entran cantando y salen llorando.» Así pasó en Jerusalén en un lapso de cinco días. Este dicho me hace pensar en lo que nos pasa a los cristianos. Aunque, en realidad, nosotros salimos llorando y entramos cantando. O sea, salimos de este mundo a través de la muerte, a veces llorando amargamente y en agonía, pero entramos al cielo cantando. Qué lindo lo que hizo Jesús: nos dio vuelta la frase, nos dio vuelta la vida… nos quitó la inquietud, y nos dio paz… nos quitó la amargura y el mal humor, y nos dio alegría… nos quitó la desesperación, y nos dio esperanza.
Es que cuando Dios entra en nuestra vida, todo es diferente. Algunos cambios que suceden en nosotros son instantáneos, como por ejemplo: nuestro futuro eterno no es más el infierno, sino el cielo con Dios. Eso es lo que produce el perdón de los pecados que Dios nos otorga gratuitamente. Es un cambio instantáneo. No necesitamos preocuparnos nunca más de lo que pasará en el día del juicio final, porque gracias a la obra de Jesús, Dios nos ha perdonado.
Otros cambios no son tan espontáneos. Aunque nos gustaría que muchas cosas en nuestra vida cambiaran de la noche a la mañana, no ocurre así. A veces somos impacientes y quizá aun inmaduros, con expectativas demasiado altas con relación a los cambios. Pensamos que nos levantamos una mañana y ya todo está solucionado, que la relación con nuestros hijos y con nuestro cónyuge ahora será siempre magnífica, que no tendremos más estrés en el trabajo, que no nos asaltarán más las dudas, que las cuentas se pagarán sin ningún sacrificio, que nadie desconfiará más de nosotros, que nos amarán incondicionalmente. ¡Qué desilusión cuando nos damos cuenta que esto no ocurre!
¿Se habrán desilusionado aquéllos que entraron con Jesús a Jerusalén y lo acompañaron al templo? Porque, aparentemente, lo suyo no fue más que una gran entrada con mucho barullo. El evangelista Marcos observa que «Jesús entró en Jerusalén y se dirigió al templo. Después de mirar todo a su alrededor, se fue a Betania con los doce, pues ya estaba anocheciendo.» A simple vista, ese domingo de la entrada triunfal no pasó nada, porque Jesús no hizo nada… nada más que entrar y observar.
Al observar, Jesús vio muchísimas cosas. Vio personas por todos lados: algunas orando, otras aprendiendo, otras haciendo sociales, o comprando y vendiendo animales para sacrificar, o cambiando dinero extranjero por shekels -la moneda corriente en Israel-. También vio a personas poniéndose al día con las noticias que traían los visitantes que venían del extranjero. Seguramente no sólo vio con sus ojos, sino que también sintió en su corazón cómo algunos tramaban cosas diabólicas, cómo los jefes de los sacerdotes y los fariseos lo miraban con recelo, y cómo tramaban atraparlo para deshacerse de él.
Pero Jesús no se apuró. Había muchas cosas que arreglar en ‘la casa de su Padre’ -así es como Jesús llamaba al templo-. No quedaba ya mucho tiempo ese día, así que Jesús se retira por esa noche, y se va a la casa de sus amigos en Betania, donde hay gran alegría porque todavía estaban festejando la resurrección de Lázaro. Una vez allí, probablemente compartió con ellos las cosas que había visto en el templo de Jerusalén… después de todo, ellos eran sus amigo. Seguramente también oró y meditó en todo lo que estaba pasando, y planificó las actividades del día siguiente, cuando terminó echando del patio del templo a los usureros y ladrones que esquilmaban a las personas que venían a adorar a Dios.
Debemos recordar que hay personas que no tienen ningún escrúpulo en abusarse de los más débiles: los que se sienten agobiados por el peso de sus pecados, los que tienen dudas respecto del amor de Dios, y los que no tienen en claro qué les pasará después de la muerte. Es muy fácil manipular espiritualmente a quienes son vulnerables por causa de sus culpas y temores. Debemos ser muy sensibles a ellos, y pensar muy bien qué hacer cuando nos encontramos con esas personas. Jesús lo pensó, y luego actuó consecuentemente.
¿Cuán vulnerables somos nosotros ante nuestros propios temores y culpas? Tal vez nos sentimos responsables de haber causado una pelea en casa, o de haber agredido a alguien con palabras que molestaron o hirieron a otros. Tal vez todavía cargamos con culpas por decisiones que tomamos algún tiempo atrás y por las que ahora tenemos que sufrir consecuencias muy graves. ¿Cómo está nuestro corazón? ¿Cómo está el templo de nuestro corazón? Seguramente, en algún momento estuvo como el templo de Jerusalén en la época de Jesús: lleno de actividad, lleno de pensamientos de todo tipo, buenos y malos, agradables y mezquinos, pensamientos que en general no nos tranquilizan, ni nos dejan en paz. Al templo de nuestro corazón viene también Jesús… primero observa, y luego cambia. No tenemos que ponernos mal si cuando Jesús viene a nuestro corazón, su gran entrada no produce los grandes cambios que nosotros esperamos con tanta ansiedad. Él se toma su tiempo, lo observa todo, ora, y luego obra día a día limpiándonos con su propia sangre.
Lo que a mí me da mucho aliento es que, una vez que Jesús entró en mi corazón, se queda a vivir en él. Ésa fue su promesa a uno de sus discípulos, cuando estuvo aquí en la tierra: «El que me ama, obedecerá mi palabra, y mi padre lo amará, y haremos nuestra vivienda en él» (Juan 14:23).
Estimado oyente, cualquiera sea el estado en que se encuentre tu corazón, recuerda que Jesús quiere entrar en él. Para eso vino él a la tierra, para entrar, limpiar, y ocupar tu corazón. Su venida al mundo no tuvo ningún otro propósito, sino el de entrar en tu corazón para llenarlo de paz, para habitar en él, y para llevarte cantando al cielo.
Te invito a que sigamos caminando a su lado. Con él, aunque salgamos llorando, entraremos cantando al cielo, donde habrá una multitud que se unirá a nosotros en la entrada triunfal a la Jerusalén celestial. Allí ya no habrá más necesidad de limpieza, no habrá que expulsar a nadie, no hará falta cambiar los pensamientos malos por buenos, no habrá más culpas que borrar, ni habrá más temores que silenciar. Vivamos con esa esperanza, y roguemos que Dios la afiance en nuestros corazones. Amén.