PARA EL CAMINO

  • Llamados a consolar

  • abril 29, 2012
  • Rev. Antonio Schimpf
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Hechos 27:27-38
    Hechos 27, Sermons: 1

  • ¿Cómo nos comportamos en medio de las tormentas de nuestra vida? Cuando estamos rodeados de personas afligidas, angustiadas y desanimadas, ¿qué hacemos? ¿Nos callamos? ¿Nos escondemos? ¿O compartimos con ellos palabras de ánimo y de aliento?

  • ¿Alguno de ustedes tuvo alguna vez la desgracia de ser parte de un naufragio? Lo más probable es que no, pero podemos imaginarnos cómo es… Hemos visto algunos en el cine, como el de la célebre película Titanic. Gente corriendo por todos lados desesperada por dejar el barco, angustia, pánico, cada uno tratando de salvar su vida… unos rezan, otros gritan, otros piden ayuda… unos se paralizan, mientras que otros empujan y hasta atropellan para poder salvarse, aún a costa de los demás…

    Pero gracias a Dios, aun en medio de los naufragios, no todos corren para salvar sus vidas. Hay personas que fueron entrenadas específicamente para salvar la vida de otros, para llevar calma a los pasajeros a fin de orientarlos y guiarlos hacia un bote salvavidas, y para mantener el orden de tal forma que la gente no se mate entre sí antes de que el propio barco se hunda.

    Lo mismo sucede en un incendio: no todas las personas salen corriendo para salvar sus vidas, sino que algunas están entrenadas para apagar el fuego y rescatar a los que están atrapados. A pesar del peligro, estas personas están confiadas y preparadas para transmitir calma, animar y ayudar.

    El texto que acabamos de leer de la Biblia es el preludio a un naufragio. En él se nos habla de un capitán imprudente que calculó mal la época de navegación, y se largó rumbo a Roma con una carga de trigo y 276 personas a bordo de su barco. Cuando iban a mitad de camino, los sorprendió una tremenda tormenta. El barco quedó, entonces, a merced de las olas y el viento. Mientras iban a la deriva, el peligro era evidente y constante, por lo que la situación era angustiante. De pronto se dieron cuenta que estaban acercándose a tierra, pero no tenían idea de cuán lejos estaban, por lo cual tenían miedo de chocar contra las rocas, o de encallar en la costa… Tanto la tripulación como los pasajeros estaban afligidos y angustiados. ¡Hasta los expertos habían perdido la noción de lo que debían hacer!

    Pero en el barco hay un pasajero que hace la diferencia: el apóstol Pablo, uno de los prisioneros que debía ser llevado hasta Roma. Aquél que durante meses había estado esperando por justicia en Cesárea, que había sido traído y llevado de aquí para allá, y que incluso había sido tentado a conseguir su libertad apelando al soborno. Pablo, aquél que había sido acusado por sus paisanos judíos de ser una plaga, de causar disturbios, de atentar contra el templo y el Estado, y hasta de apelar al César. Pablo, aquél que había recibido un llamado para llevar el Evangelio a Roma, y que viaja a esa ciudad en calidad de prisionero, con un pasaje pago por el estado. Un preso más entre tantos otros… pero no un preso cualquiera. Pablo, el preso que se había ganado la simpatía del centurión que lo custodiaba… el apóstol a los gentiles, aquél que ya en algún momento del viaje había advertido a la tripulación: «Señores, veo que nuestro viaje va a ser desastroso y que va a causar mucho perjuicio tanto para el barco y su carga como para nuestras propias vidas» (Hechos 27:10).

    Varios siglos antes de Pablo, un hombre de Dios, un profeta llamado Jonás, había sido llamado a predicar en Nínive, que en ese entonces era la capital del imperio. Sí, nada menos que Nínive, símbolo de un imperio terrible, cruel y opresor. El nombre Jonás significa ‘paloma’. El problema con Jonás era que él no quería ir a donde Yahveh lo había mandado. ¿Qué hizo, entonces? Con la intención de escapar de Dios, en vez de dirigirse hacia el noreste, donde se encontraba la ciudad de Nínive, descendió a Jope y sacó un pasaje para ir a Tarsis, hacia el oeste, hacia España, el mismo destino final que tenía en mente Pablo luego de recalar en Roma.

    Estando ya en altamar el barco en el que iba Jonás se desata una tormenta tan grande, que están a punto de zozobrar. Ante la inminencia del desastre, los marineros claman cada uno a su Dios, mientras Jonás duerme plácidamente en la bodega del barco. Al darse cuenta de ello, los marineros, paganos todos ellos, lo reprenden, porque ni siquiera estaba orando a su Dios: «Levántate dormilón», le increpan. Entonces Jonás, restregándose los ojos de sueño, se identifica como creyente en Yahveh, y les dice: «-Tómenme y láncenme al mar, y el mar dejará de azotarlos. Yo sé bien que por mi culpa se ha desatado sobre ustedes esta terrible tormenta.- Sin embargo, en un intento por regresar a tierra firme, los marineros se pusieron a remar con todas sus fuerzas; pero como el mar se enfurecía más y más contra ellos, no lo consiguieron» (Jonás 1:12-13). Finalmente, luego de haber hecho todo lo que podían hacer por mantenerse a flote y por salvar a Jonás, los marineros deciden arrojar al profeta al agua… recién entonces el mar se calma. El resto de la historia ya la conocemos.

    Sin lugar a dudas, Jonás es todo lo contrario de Pablo: mientras él huye de Dios y de su propia conciencia, Pablo aprovecha la oportunidad para animar a la gente. Mientras uno rebaja el nombre de Dios, el otro lo glorifica. Mientras uno descubre que es la causa de la tragedia de los demás y para salvar la vida de otros debe ser arrojado al mar, el otro sabe que Dios lo ha puesto ahí con un propósito, y no deja pasar la ocasión para animar y consolar. ¡Cuántas coincidencias en las dos historias, y cuántas diferencias al final!

    Pablo o Jonás. ¿Cómo nos comportamos nosotros en medio de las tormentas de nuestra vida? ¿Somos de los que entran en pánico? ¿Somos de los que salen corriendo, gritando «sálvese quien pueda»? ¿En qué soluciones pensamos, si es que realmente pensamos en alguna? Cuando estamos rodeados de personas afligidas, angustiadas y desanimadas, ¿qué hacemos? ¿Nos callamos? ¿Nos escondemos? ¿O compartimos con ellos palabras de ánimo y de aliento? ¿Qué logramos decir o hacer en esos momentos?

    El texto para hoy nos enseña algunas verdades preciosas.

    Lo primero que nos enseña es que, a pesar de todas las oposiciones, persecuciones y dificultades que pueda haber, por el poder del Espíritu Santo el mensaje del Evangelio siempre va a llegar allí donde Dios tiene planeado y quiere que llegue. El Evangelio, la buena noticia de Jesucristo, ha corrido por territorios hostiles, y avanzado en medio de todo tipo de dificultades. El apóstol Pablo, una de las personas llamadas por Dios para llevarlo, nunca desmayó en su labor. Él estuvo seguro de su llamado y de su misión y siempre recordó, aun en medio de las peores circunstancias, quién lo había llamado, y a qué había sido llamado. Pablo estaba seguro de la gracia y de la presencia de Dios en su vida, pues sabía muy bien que Aquél que lo había llamado, le iba a ser fiel.

    En segundo lugar, la historia nos recuerda también el lugar y la función de los creyentes en medio de las tormentas. Los cristianos somos llamados a marcar una diferencia. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos da muchos ejemplos hermosos de lo que el Espíritu Santo hace en la Iglesia. Allí donde el Espíritu Santo actúa, vemos personas que comparten su esperanza, que viven en comunión unos con otros, que sirven a los necesitados, que dan testimonio de su fe y esperanza con quienes buscan a Dios. Algunos, como Esteban, dan su vida como mártires, pero con la dicha de ver el cielo abierto, contemplando de antemano la gloria que le ha sido preparada a quienes son fieles.

    En esta historia del naufragio de la que se nos habla hacia el final del libro de los Hechos de los Apóstoles, vemos la posibilidad y la necesidad de compartir la razón de nuestra esperanza y consuelo con los desanimados. En 2 Corintios 4, Pablo escribe: «Alabado sea Dios… quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que, con el mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos consolar a todos los que sufren» (2Co 1:4).

    ¡Cuántas veces la existencia humana se parece a un viaje sobre una cáscara de nuez en medio de un mar embravecido! Tal viaje puede terminar en un terrible naufragio, o en un puerto seguro. Cuando el viaje se pone difícil, algunos sólo pueden pensar en escapar. Pero, lamentablemente, el bote que eligen para escapar es el equivocado: el bote de la droga, del alcohol, del juego, de la vida desenfrenada, de la negación. Pero ninguno de ellos es lo que parece, sino que son una trampa que los aleja de la única chance de terminar el viaje a salvo… y así es que a muchos de ellos los sorprende la muerte.

    Sin embargo, en medio de todas esas escenas de pánico, y cuando todo pareciera estar perdido, hay lugar para una palabra de ánimo, hay lugar para hablar de Dios. Hay espacio para hablar y escuchar hablar de paz, de seguridad, de esperanza. Pero, ¿cómo animar a otros, si nosotros mismos estamos desanimados? ¿Cómo decirles a otros que se calmen, si nosotros mismos estamos por entrar en pánico?

    La tercera cosa que esta historia maravillosa nos enseña, es que es posible mantener la calma. Es posible encontrar consuelo divino para enfrentar lo peor, para enfrentar lo que parece imposible y lo que es, al fin y al cabo, muchas veces inevitable. Nuestro texto nos muestra la manera en la que Jesús, el Señor y Salvador de Pablo, obra con los suyos… la manera en que Jesús, muerto y resucitado, procede con su Iglesia. Porque la esperanza final que tenemos los cristianos no está basada en la seguridad de saber que estamos viajando sobre un Titanic indestructible. Por el contrario, los cristianos debemos estar plenamente conscientes de nuestra fragilidad, y por lo tanto debemos saber dónde podemos encontrar la verdadera fortaleza en momentos de angustia y de zozobra. El barco en el que viajaba Pablo finalmente zozobró… pero todos fueron salvados. La palabra que Pablo pronunció se hizo realidad.

    De alguna manera, todos vamos rumbo a un naufragio. Todo esto que hoy valoramos, todo esto que hoy consideramos como tan importante, algún día quedará atrás. Todo pasará por el juicio, y todo lo que tanto valoramos y de lo que tan orgullosos estamos, será destruido. Pero, sostenidos por la gracia y el poder de Dios, nuestras vidas y nuestro destino eterno pueden quedar a salvo.

    Por último, nuestra historia nos enseña de qué manera Cristo mantiene alimentados a los suyos en medio de las tribulaciones y los temores. Veamos qué hizo Pablo. Los versos 35 y 36 dicen: «Dicho esto, tomó pan y dio gracias a Dios delante de todos. Luego lo partió y comenzó a comer. Todos se animaron y también comieron.» El lenguaje que se usa en esta historia no es casualidad. No quiere decir que Pablo les dio la Santa Cena. Pero sí es una contraseña para la Iglesia, para que sepa cómo Cristo nos alimenta cuando estamos cargados de angustia, cuando tememos lo peor, cuando enfrentamos el naufragio o la muerte. En esta historia, los creyentes recibimos la clave que nos indica de dónde y de qué manera llegará nuestra ayuda. En algo tan precioso como la Santa Cena, Cristo se acerca a nuestras almas debilitadas y nos alimenta: ‘Toma y come, este es mi cuerpo entregado por ti. Toma y bebe, esta es mi sangre…’. Aquí te alimento para la inmortalidad. Aquí hago un trueque contigo, para que me entregues tu culpa, tus flaquezas y temores, y te quedes con mi perdón y mi paz. Aquí yo me hago uno contigo para que mi justicia y mi perdón sean tuyos.

    En medio de la tempestad, Jesús trae a nuestra memoria palabras de Isaías: «Cuando cruces las aguas, yo estaré contigo; cuando cruces los ríos, no te cubrirán sus aguas» (Isaías 43:2). Y nos explica con dulzura por qué eso puede ser verdad para nosotros. Jesús nos recuerda: ‘Yo ya pasé por las aguas del Jordán y me identifiqué con tu debilidad. Ahí fui ungido para ir hasta la muerte por ti… En el Calvario ya pasé por las aguas de la muerte para que ahora las olas no te cubran… Para que, en medio de las tormentas, encuentres la tabla segura de mi amor y mi gracia. La muerte no pudo retenerme. Mi Padre me resucitó y ahora estoy contigo siempre. Yo estoy contigo aquí y ahora. No temas.»

    Todos pasamos por tormentas y naufragios en esta vida. Puede ser una enfermedad terminal. Puede ser una gran desilusión. Puede ser el temor a la inseguridad. Puede ser el dolor de una traición. Puede ser la conciencia de un horrible fracaso. Puede ser una adicción. Puede ser la pérdida de un ser querido. Puede ser la duda y la falta de paz… Pero en medio de todas y cada una de nuestras tormentas, Cristo nos alimenta para que el golpe de las olas no nos aniquile y para que no intentemos, torpemente, tratar de salvarnos subiéndonos al bote equivocado. Cristo nos alimenta para que, animados por el poder de su Espíritu Santo, podamos tirar por la borda todo lo que sobra, lo que pesa, lo que nos esclaviza. Cristo nos alimenta que él, y sólo él sea, finalmente, el TODO de nuestra vida. Cristo nos alimenta para que, cuando nos toque emprender nuestro último viaje, encontremos la serenidad y la paz definitiva en el puerto seguro de la sangre del cordero.

    Consolados y confiados en esa seguridad, podemos consolar y animar a los demás. Si por gracia hemos recibido, por gracia también podemos compartirlo. Amén.