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PARA EL CAMINO
Al igual que al joven rico en la lectura bíblica para hoy, se nos hace difícil permitir que Jesús ocupe el primer lugar en nuestras vidas y nos vemos tentados a decirle: ‘Jesús, no estás hablando en serio, ¿verdad?’
A lo largo de mi vida, muchas veces hubiera deseado haber vivido en los tiempos de Jesús. La sola idea de haber podido escuchar predicar al Salvador, de haber podido verlo haciendo milagros y aprendiendo de su sabiduría, me fascina. Es más, cuando me siento bien conmigo mismo, hasta creo que, de haber conocido a Jesús, me hubiera comportado mucho mejor que sus discípulos. Por ejemplo, creo que nunca se me hubiera ocurrido preocuparme por preguntarle quién sería más importante en el Reino de los cielos, o que jamás habría tratado de impedir que los niños se le acercaran para ser bendecidos. Se me ocurre que me habría quedado despierto en el Jardín de Getsemaní mientras Jesús oraba con fervor a su Padre celestial, y que jamás lo habría abandonado cuando los soldados lo arrestaron. Con toda seguridad habría estado a los pies de su cruz y, en la mañana del domingo de resurrección, habría esperado junto a su tumba hasta que Jesús saliera de ella.
Sin embargo, y por más que me guste pensar así, todos esos pensamientos no son más que pura fantasía. Porque la realidad es que, si hubiera vivido en esa época y Jesús me hubiera elegido como uno de sus discípulos, habría cometido los mismos errores que ellos cometieron… o quizás peores. ¿Por qué? Porque cuanto más escucho a Jesús hablar, sanar y enseñar, más tentado me veo a decirle: «No estás hablando en serio, ¿verdad?» Cuando el Salvador dice: ‘Cuando alguien te pega en la mejilla, ponle la otra’, yo quiero decirle: «No estás hablando en serio, ¿verdad?» O cuando dice que si por culpa de un ojo o una mano vamos a perdernos el cielo más nos vale sacarnos ese ojo o cortarnos esa mano, también pienso que no está hablando en serio, ¿no es cierto? Y cuando me dice que tengo que perdonar setenta veces siete, pienso que es imposible, que cómo se le ocurre decir semejante cosa. No, indudablemente yo hubiera sido un discípulo muy flojo que una y otra vez le habría dicho: ‘Señor, no estás hablando en serio, ¿verdad?
Con toda seguridad habría dudado también de las palabras de Jesús que fueron registradas en el capítulo diez del Evangelio de Marcos. Les cuento. Jesús y sus discípulos iban caminando, cuando se les acercó corriendo un joven quien, cayendo de rodillas delante de él, le hizo una pregunta. La Biblia no nos dice su nombre, pero se me ocurre que era esa clase de joven que todo padre desea para su hija: de buena familia, buen mozo, respetado, y preocupado por las cosas espirituales. En el versículo 17, este joven le pregunta a Jesús: «¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?» Buena pregunta.
Años más tarde, un carcelero asustado de la ciudad de Filipos le haría la misma pregunta al apóstol Pablo: «¿Qué debo hacer para salvarme?», a lo que Pablo le contesta: «Cree en el Señor Jesucristo, y se salvarán tú y tu familia» (Hechos 16:30-31). Pero la respuesta que Jesús le da al joven rico es muy diferente. Es una respuesta que el joven puede comprender, y que comienza con los Mandamientos. ‘Si quieres ser salvo, cumple con los Mandamientos de Dios que bien conoces: no mates, no cometas adulterio, no robes, no des falso testimonio, no defraudes, honra a tu padre y a tu madre.’ Jesús no había terminado de nombrarlos cuando el joven dijo: ‘Sí, los conozco a todos. Y estoy orgulloso de decir que desde pequeño los he cumplido.’
El Evangelio de Marcos sigue diciendo que, al escuchar la respuesta del joven, Jesús lo miró y le habló «con mucho amor». Puedo entender la reacción del Salvador. Cuando mis hijos eran pequeños, una y otra vez venían corriendo a contarme algo espectacular que habían logrado hacer… tan espectacular, que no podía ser realidad más que en su imaginación. Pero ellos lo creían con tanto fervor, que en sus mentes era verdaderamente cierto. De la misma manera, este joven estaba convencido que había cumplido la ley de Dios… y quizás, superficialmente, lo había hecho. No había matado ni robado a nadie, y tampoco había cometido adulterio. Pero Jesús sabía más. Él podía ver su corazón, por lo que sabía que había fallado miserablemente en mantener el espíritu de la ley de Dios: no había matado, pero probablemente había odiado; el adulterio podía no haber sido un problema para él, pero quizás la lujuria y el deseo sí lo habían sido. Y así podríamos seguir.
Jesús decidió no entrar públicamente en detalles sobre los pecados secretos del corazón de este joven sino más bien, yendo al primer mandamiento que dice: «Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu mente», le dice: «Anda y vende todo lo que tienes… Después de eso ven, y sígueme» (vs.21). Se me ocurre que, a pesar que no lo dijo, el joven rico debe haber pensado: ‘Jesús, no estás hablando en serio, ¿verdad?’ La narración continúa diciendo que el joven «cuando oyó eso, se afligió y se fue triste…» (vs.22).
El joven se fue, pero la pregunta persiste: ¿estaba Jesús hablando en serio, o no? Ni el joven ni los discípulos pensaron que Jesús estuviera haciendo una broma. Y yo tampoco lo creo. Si hubiera sido así, no lo habría dejado irse afligido y triste. Pero nada de eso sucedió.
Luego Jesús se dirigió a sus discípulos, y les dijo: «¡Qué difícil es para los ricos entrar en el reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre en el reino de Dios» (Marcos 10:24-25).
Aquí es donde debo interrumpir la historia y hablarte directamente a ti, estimado oyente. Si eres como la mayoría de las personas, en estos momentos te estás sintiendo muy bien porque, como no eres rico, crees que este problema no te atañe. Pero antes que saques esa conclusión, permíteme que te diga algo: tú eres increíblemente rico. Te explico. Cuando Jesús dijo esas palabras, la persona más rica del mundo era Tiberio Julio César Augusto. César fue Emperador de Roma y uno de sus grandes generales en la época de nuestro Señor. Comparemos sus riquezas con las tuyas, empezando por el dinero en efectivo. César recaudaba impuestos de todos los territorios romanos, así que siempre tenía mucho efectivo. Por lo tanto, cuando quería algo, lo compraba. Así que, en lo que respecta a dinero en efectivo, César te gana. También gana en el número de asistentes personales, ya que tenía a su disposición esclavos y sirvientes prontos a hacer lo que a él se le ocurriera pedirles. En cuanto a poder, las legiones de Roma y la Guardia Pretoriana estaban a su disposición, por lo que también podemos decir que en esa área sale ganador.
Pero allí no termina la cosa. Así que no nos apresuremos a sacar conclusiones, sino miremos un poco más detenidamente. Cuando César quería salir un viernes o sábado a la noche, podía ir a los juegos de los gladiadores y ver cómo las personas se mataban entre ellas, o ir a alguno de los teatros romanos. Sus opciones eran bien limitadas. ¿Qué haces tú cuando quieres entretenerte? Seguramente tienes televisión por cable o por satélite. ¿Cuántos canales y programas tienes a tu disposición cada noche? ¿Cuántas películas puedes alquilar? Cuando se trata de entretenimiento, entonces, tus opciones dejan a César por el piso.
Pero todavía hay más. Si César quería comer fruta o verdura fuera de estación, no tenía suerte. En cambio tú simplemente vas al supermercado y elijes lo que se te da la gana, sin importar la época del año que sea. Así que, en lo que se refiere a variedad de comida, tú eres mucho más rico que el Emperador de Roma. Y así podemos seguir: piensa en los médicos, hospitales, medicamentos, tratamientos, tecnología, transporte y comunicaciones con que cuentas hoy en día y que en la época de César no existían. Todo esto hace que tu vida sea mucho más rica que la de él.
Pero entonces, ¿quiere esto decir que Jesús te está pidiendo, como le pidió al joven rico, que te desprendas de todo lo que tienes y lo sigas a él? Probablemente no. Al menos no se lo pidió a otras personas, como a María Magdalena, o a sus amigos María, Marta y Lázaro, sino que se lo dijo específicamente a ese joven rico. ¿Por qué habrá sido, entonces? Porque Jesús sabía que, en la vida de ese joven, el dinero era la piedra de tropiezo que no le permitía ser fiel en su relación con el Señor. En otras palabras, su problema específico era el dinero… lo cual no quiere decir que ese sea el tuyo también.
En el Antiguo Testamento, en Génesis 22, se nos dice que Abraham era un hombre rico. Para él el problema no era su riqueza, sino que amaba demasiado a su hijo Isaac… tanto, que a veces parecía como que lo amaba más que a Dios. Es por ello que el Señor le ordenó que lo sacrificara en un altar. El sacrificio en sí no se llevó a cabo, pero Abraham comprendió el mensaje: Dios debía ser siempre lo más importante en su vida. Punto.
¿Qué te parece? Estás pronto, como yo, a decir: «Señor, no estás hablando en serio, ¿verdad? No esperarás que te ponga a ti antes que a mi familia, mi vida, mis sueños y mis objetivos, ¿no es cierto?» Si le haces esa pregunta con toda honestidad, Dios te va a contestar que sí, que eso es exactamente lo que espera de ti. Que cuando su Hijo vino al mundo a salvarte, él esperó que se entregara completa y totalmente a la obra para la cual había venido, que era la salvación de la humanidad prometida a Adán y Eva. Dios esperó que Jesús diera su vida para salvar la tuya, y así lo hizo. Cada segundo de cada minuto de cada día de cada año que vivió en nuestro mundo, Jesucristo hizo todo lo que era necesario para salvarnos. Fue tentado por el diablo, pero nunca cedió a sus tentaciones. Fue odiado y rechazado por muchos, pero igual siguió adelante con su misión. Y finalmente fue injustamente arrestado, castigado, golpeado y amarrado a una cruz, en la cual ofreció su vida perfecta como pago por nuestras almas. El Hijo de Dios lo dio todo por nosotros.
Si conoces esa verdad que perdona tus pecados y salva tu alma, es de esperar que ella sea algo tan importante que produzca cambios en tu vida. Dios no exige que cambies, pero quienes saben de la vida y obra de Jesús, y comprenden la salvación que han recibido gracias a su sacrificio en la cruz y a su gloriosa resurrección, no pueden menos que adorarle y alabarle porque, comparado con eso, todo lo demás que existe en la vida pasa a ser secundario.
Así que, querido amigo, Jesús debe ocupar el primer lugar en tu vida. Pero, ¿lo ocupa? Dejemos de lado esa pregunta por un momento, porque te quiero contar una historia acerca de Edmundo Ross, miembro del Senado de los Estados Unidos, por el estado de Kansas. Si te fijas en los libros de historia, Ross no aparece en la lista de los grandes senadores. Sin embargo, cuando entró en el Senado en el año 1866, era la estrella del momento. ¿Qué pasó, entonces? Después de la Guerra Civil, el Presidente Johnson quería sanar las heridas entre el norte y el sur del país, mientras que el Congreso quería que los estados del sur pagaran por su secesión.
La división entre el Presidente y el Congreso se hizo tan intensa, que se formó un movimiento para enjuiciarlo. Para poder hacerlo se necesitaban 36 votos. El apoyo de Ross haría que el derrocamiento del Presidente se hiciera realidad. Al contrario de muchos, Ross trató de ser justo, pero la opinión popular se había vuelto en contra del líder de la nación. El día en que tenían que votar, el salón estaba repleto. Dieciocho senadores habían votado en contra, y treinta y cinco a favor, por lo que era evidente que sólo se necesitaba el voto de Ross para derrocar al Presidente. Se dice que el Jefe de Justicia le preguntó: «Señor Senador Ross, ¿cómo vota usted? ¿Es el demandado Andrew Johnson culpable de los cargos?»
Años más tarde, Ross dijo: «En ese momento miré hacia mi tumba vacía. Mis amistades, mi posición, mi fortuna, y todo lo que un hombre ambicioso anhela tener en la vida estaban a punto de desaparecer, probablemente para siempre.» Luego respondió: «¡Es inocente!» Allí terminó el juicio, y también la carrera política de Ross. La respuesta negativa que tuvo su voto fue abrumadora. Había perdido todo lo que hasta ese momento había valorado… excepto lo que era más importante para él: su conciencia.
Así es con los cristianos, con la excepción que para nosotros lo más importante no es nuestra conciencia, sino Cristo. Pero, ¿lo es en realidad? ¿Es Jesús lo más importante en tu vida? Piénsalo bien antes de contestar, porque nunca sabes a dónde puede llevarte tu respuesta.
En 1874, Frances Havergal escribió un himno. Siendo lingüista, pianista y cantante, podría haber hecho muchas cosas en su vida. Sin embargo, se dedicó a glorificar a su Señor a través de himnos. El más famoso es uno que dice:
Que mi vida entera esté consagrada a ti, Señor;
Que a mis manos pueda guiar el impulso de tu amor.
Que mis pies tan sólo en pos de lo santo puedan ir;
Y que a ti, Señor, mi voz, se complazca en bendecir.
Estas no fueron sólo palabras para Frances. Ya dije antes que era cantante. En los años que siguieron luego que escribiera este himno, Frances dejó de cantar canciones seculares y dedicó su voz a cantar himnos cristianos en honor a su Salvador y al sacrificio que él había hecho para rescatarla y darle vida eterna. Con su canto conmovió muchos corazones. En la estrofa que sigue, Frances habla de bienes y riquezas:
Que mis labios al hablar, hablen sólo de tu amor;
Que mis bienes dedicar yo los quiera a ti, Señor.
Muchos, al cantar esas palabras, también se han preguntado: «Señor, no estás hablando en serio, ¿verdad?» Pues sí, Frances sí estaba hablando en serio. Lo sé porque, cuatro años después de escribir este himno, Frances se dio cuenta que había fallado en dedicar sus bienes a Dios. Resulta que ella tenía una colección de joyas bastante importante… algunas heredadas y otras regaladas, las cuales atesoraba con mucho celo. Al darse cuenta que las valoraba demasiado, decidió desprenderse de ellas donándolas, con mucho placer, a la sociedad misionera de su iglesia.
Hace unos minutos dejamos sin contestar la pregunta de si Jesús ocupa el primer lugar en tu vida. A través de los siglos, quienes han muerto como mártires han demostrado que Jesús ocupaba el primer lugar en su vida. Pero, ¿está Jesús primero en tu vida? Si yo le hiciera esa pregunta a tu cónyuge, a tus padres, a tus hijos, a tus hermanos, a tus amigos, a tus compañeros, con respecto a ti, ¿qué dirían?
Es mi oración que su respuesta sea un rotundo ‘sí’. Que cada uno de ellos me dijera que tu vida entera está consagrada al Señor. Si es así, que Dios te bendiga y esté contigo siempre, como lo ha estado hasta ahora. Si no lo es, pido que el Señor toque tu corazón con el amor del Salvador que murió para que tú puedas vivir.
Y si de alguna manera podemos ayudarte a recibir ese toque del Señor, comunícate con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.