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PARA EL CAMINO
La ingratitud es la madre de toda amargura: nos ciega y nos encierra en nuestro mundo mezquino. Por su parte, la gratitud a Dios nos da la oportunidad de recibir de él las más altas bendiciones.
La historia que tenemos ante nosotros manifiesta un dinamismo sorprendente. Hay movimiento desde un principio, desde el momento en que Jesús va de camino. No es inusual que Jesús esté de camino. Muchas veces buscó a las personas donde ellas se encontraban. Nada es casualidad cuando Jesús está de camino. El encuentro que ocurre con los diez leprosos y Jesús puede haber sido inesperado para los leprosos, pero no para Jesús.
El diálogo que se desarrolla en este encuentro es más bien conciso. Solo tiene dos frases: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!» «Vayan y preséntense a los sacerdotes.» Aquí termina el encuentro de la mayoría de los diez leprosos con Jesús. No sabemos si los nueve leprosos curados, de etnia judía, alguna vez volvieron a ver a Jesús después que fueron a presentarse a los sacerdotes. Sí sabemos que el samaritano, el «extranjero», como lo llamó Jesús, descubrió el milagro mientras iba de camino y no dudó un instante en dar la media vuelta para desandar el camino y volver a encontrarse con su sanador. ¡Por supuesto! ¡Después de semejante milagro! A voz en cuello, o para decirlo en un lenguaje más coloquial, a los gritos andaba por el camino, alabando a Dios y dando gracias por ese cambio en su vida.
Unos momentos antes, a voz en cuello, o a los gritos, diez enfermos terminales, aislados de la sociedad, y prácticamente incomunicados del mundo exterior, pedían misericordia. Unos momentos después, uno solo de esos diez, «el menos indicado», según se desprende por la reacción de Jesús, volvía profundamente, inconteniblemente agradecido para tener otro encuentro con Jesús. Esa actitud le valió la promesa divina de la vida eterna: «Levántate y vete. Tu fe te ha salvado.»
Haber experimentado un encuentro con Jesús, recibir la salud física, ser testigo personal de un milagro divino no significa estar bien, no significa estar sanado por completo. Nueve leprosos fueron ingratos, y esa ingratitud les cerró la oportunidad de tener un encuentro más profundo con Jesús. Se perdieron lo único importante en la vida, la salvación eterna.
Si Jesús hubiera decidido practicar milagros entre todas las personas del mundo estaría tan ocupado, que nosotros aún hoy estaríamos esperando que fuera a la cruz para morir por nuestros pecados y resucitara para nuestra salvación. Menos mal que Jesús sabía cuál era su meta aquí en la tierra. Jesús sabía que morir en una cruz por causa de nuestro pecado y resucitar para declararnos libres de culpa era su tarea principal, y no dejó que nada lo desviara de ese propósito. Jesús sabe lo que nos conviene, sabe encontrarse con nosotros, sabe ver la ingratitud y la gratitud, sabe absolver, sabe enviarnos en paz.
Jesús no vino a curar nuestras enfermedades físicas; aunque a veces, en su bondad, decide darnos esa alegría. El Señor se enfocó en esa enfermedad terminal que nos mata temporal y eternamente. No es una lepra que nos mata de a poquito, una parte del cuerpo a la vez, sino que es una enfermedad que nos aísla completamente de Dios. Quedamos tan alienados, que ni siquiera nos damos cuenta que podemos pedir misericordia. O tal vez no nos animamos a pedir la compasión de Dios porque pensamos que nuestras actitudes, nuestros pensamientos y nuestras acciones hacia los demás no pueden ser perdonados.
Ciertamente, muchas veces hacemos cosas que no merecen el perdón de Dios; pero, en un sentido, nadie se lo merece. Jesús no se detuvo ante los leprosos a preguntarles si estaban arrepentidos, o si prometían ser personas de bien una vez que él los curara. El Señor quiso hacerles bien; quiso devolverles la alegría, la dignidad de poder estar con sus familias, de trabajar, de reunirse con otros.
En su caminar por este mundo Jesucristo nos encuentra en su Palabra, nos limpia de todo mal. Él usa su sangre preciosa, derramada en la cruz, para lavarnos y dejarnos vestidos de blanco delante de Dios. Ahora podemos reunirnos con los demás hijos de Dios; formamos parte de una comunidad sanada por Cristo. Ahora podemos contagiar la risa, la alegría y la esperanza que Dios puso en nuestros corazones con quienes están a nuestro alrededor.
La historia de los diez leprosos sanados es un reflejo de lo que nos sucede hoy en nuestras comunidades. Jesús pasa haciendo el bien; sin embargo, la ingratitud se destaca como respuesta. Dios ha obrado en Cristo Jesús, y sigue obrando para traernos la alegría de la salvación. Él nos contagia su santidad y nos llena de esperanza para enfrentar las situaciones de esta vida y para afirmarnos en la fe que nos llevará a la eternidad con Dios nuestro Padre.
La ingratitud es un claro reflejo de no haber entendido la gracia de Dios. Los nueve curados que no volvieron a alabar a Dios limitaron el poder de la gracia. Limitaron la bondad de Dios y, aunque seguramente estaban contentos, su alegría iba a ser pasajera: les duraría solo hasta la próxima enfermedad o tragedia.
La ingratitud es la madre de nuestras amarguras. Nos encierra en nuestro propio mundo mezquino, y nos enceguece para no ver el raudal de bendiciones con el cual Dios quiere rodearnos.
Los nueve judíos leprosos y el leproso samaritano, enemigos históricos, tal vez no volvieron a juntarse. No tenían nada en común ahora. La lepra los había hecho iguales. Les había permitido tolerarse mutuamente para estar en el mismo campamento. ¿Qué tenían en común ahora? Bueno, en realidad, los diez habían tenido un encuentro con Jesús, pero solo uno entendió el poder de la gracia.
La gratitud nos abre los ojos. La gratitud nos hace espontáneos y nos lleva de regreso a nuestro bienhechor. Si miramos detenidamente podemos ver muchas bendiciones. Dios nunca ha sido mezquino. Nos da constantemente su Palabra para nuestra renovación espiritual. El perdón de los pecados obrado por Cristo está disponible para nuestro beneficio, para quitar nuestras culpas y para unirnos a lo eterno. La gratitud a Dios nos da oportunidades de volver a encontrarnos con Jesús una y otra vez para saborear sus palabras: «Tu fe te ha salvado.»
Jesús fue el sacerdote ante el cual se presentó el samaritano sanado. El Señor lo declaró limpio con estas palabras: «Levántate y vete en paz.» ¡Ahora podía regresar a los suyos, sanado y salvado! Jesús, en su Palabra, viene a nosotros para declararnos limpios. En él somos sanados y salvados.
Para que no nos perdamos las bendiciones divinas, San Pablo insiste en sus cartas a los primeros cristianos. A los efesios les dice: «Den siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Efesios 5:20). A los tesalonicenses les recomienda: «Den gracias a Dios en todo, porque ésta es su voluntad para ustedes en Cristo Jesús» (1 Tesalonicenses 5:18); y a los colosenses los anima a que «sean siempre agradecidos» (Colosenses 3:15).
Estimado oyente, si alguna situación te embarga de pena, te amarga los días o te desanima, o si hay algo en tu corazón que te lleva a aislarte de los demás, a ser ingrato y a vivir entristecido, no temas en salir al encuentro del Jesús que camina hacia ti. Él te ve, desde lejos, lleno de compasión. Jesús quiere poner una sonrisa en tus labios, quiere perdonar tu pecado, quiere declararte limpio, quiere darte la fe que salva. Él no solo quiere hacer esto contigo, sino que lo hace, porque sobre la cruz fue vencedor del pecado, la muerte y el poder del maligno, y porque te ama sobre todas las cosas.
Si de alguna manera te podemos ayudar en tu encuentro con el Señor Jesús, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.