PARA EL CAMINO

  • Con el tentador no se discute

  • marzo 1, 2020
  • Rev. Dr. Hector Hoppe
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Mateo 4:1-11
    Mateo 4, Sermons: 5

  • «Me dejé llevar por las emociones y por el calor del momento, y tomé una mala decisión. Si tan solo hubiera consultado con alguien o si hubiera pensado un poco, no estaría metido en el lío en el que estoy ahora.» He escuchado este angustioso lamento más de una vez. He experimentado personalmente rabia y culpa por haber sido tan flojo y haberme «dejado llevar» por las circunstancias. Tal vez tú hayas pasado o estés pasando por una experiencia similar. La verdad es que podemos recurrir a mil excusas para explicar por qué «nos dejamos llevar», pero lo cierto es que simplemente no siempre tenemos la fortaleza de carácter para enfrentar algunas situaciones.

    En la Biblia tenemos innumerables ejemplos de personas que «se dejaron llevar» por la tentación del momento. Desde el comienzo mismo vemos el estrago mayor que produjo la tentación que el diablo les presentó a Adán y Eva. Nuestros primeros padres no ayunaron por cuarenta días ni se debilitaron o cansaron por alguna situación. Vivían en un paraíso, en un mundo perfecto, pero al diablo eso no le importó. El maligno se las ideó para tentarlos y hacer que Adán y Eva se «dejasen llevar» por sueños imaginarios de grandeza. Así es como funcionan las tentaciones: en primer lugar, siempre están conectadas con el diablo; en segundo lugar, la tentación consiste en dudar de las declaraciones y promesas divinas; y en tercer lugar, las tentaciones no nos muestran sus consecuencias.

    Las tentaciones prometen mucho más de lo que en realidad pueden dar, y uno de los atractivos de la tentación es que nos promete algo placentero, aunque en realidad nos está ocultando las drásticas consecuencias a largo plazo. Tomemos al rey David, por ejemplo. David fue un hombre que desde su juventud se conectó abierta e íntimamente con Dios. Fue un rey de lujo que luchó por su pueblo, defendiéndolo de muchos peligros. David escribió muchos salmos que han sido de gran inspiración para todas las generaciones. Su pueblo lo respetaba y amaba. Y eso al diablo no le gustó, así que aprovechó un momento en que David se sentía muy satisfecho de sí mismo, un momento en que el rey no tenía nada que hacer y puso manos a la obra: un día en que David se paseaba ocioso por la azotea de su palacio vio una mujer hermosa, y «se dejó llevar» por las emociones del momento. Cometió adulterio y asesinato, y se derrumbó hasta que su alma tocó el suelo. Su lloro y su lamento no cambiaron las situaciones. Pero cuando expresó su arrepentimiento, la gracia divina lo estaba esperando para restaurarlo. De la historia del rey David aprendemos que, cuando cedemos a la tentación, alguien siempre sale lastimado.

    El Señor Jesús sabía muy bien que la tentación proviene del diablo y que él promete lo que no puede dar. Por esa razón, y habiendo él mismo pasado por tentaciones de gran magnitud, incluyó dos peticiones en la oración que les enseñó a sus discípulos en Mateo 6:13: «No nos metas en tentación, más líbranos del mal». La palabra «mal» es como un sobrenombre para el diablo. Es el diablo el que tienta, el que miente, el malo, quien aprovecha toda oportunidad para hacernos dudar de las promesas de Dios. Algunas traducciones terminan el Padrenuestro con estas palabras: «No nos dejes caer en tentación, más líbranos del Malo.» [1]

    En el evangelio de Juan leemos que Jesús dice que el diablo «desde el principio ha sido un homicida. No se mantiene en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, habla de lo que le es propio; porque es mentiroso y padre de la mentira.» (Juan 8:44)

    Porque el diablo es mentiroso, la tentación que nos ofrece siempre es un engaño. Y esto Jesús lo sabía muy bien. Jesús estuvo meditando a solas sobre su ministerio durante cuarenta días, concentrado en nosotros y en nuestra esclavitud, considerando la magnitud de su obra y atesorando en su corazón la declaración que tan claramente hizo el Padre desde los cielos después de su bautismo: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco.» Y de esto se agarró el diablo. El Malo, o como dice el evangelista Mateo, el Tentador, esperó cuarenta días hasta que Jesús sintió hambre y entonces se le presentó con la brillante idea de desafiar la declaración que el Padre le había hecho ante muchos testigos, diciéndole: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan» (v 3).

    «Hecha la ley, hecha la trampa», decimos cuando vemos cómo personas sin escrúpulos encuentran la forma de pasar por alto una ley sin transgredirla. Aquí podemos decir: «Hecha la declaración, hecha la tentación.» Cada vez que Dios nos hace una promesa, el diablo nos presentará la tentación de dudar de ella. Cada vez que Dios nos declara libres de culpa por la obra de Jesús, el diablo nos tentará a dejarnos llevar por nuestros sentimientos de culpa, a dudar y hasta a rechazar el perdón divino.

    La estrategia del Malo es desafiar nuestra identidad de hijos de Dios. Cuando caemos en pecado -y siempre caemos en pecado- tal vez el tentador use a alguien cercano a nosotros para decirnos: «¿Cómo pudiste hacer algo así? ¿Cómo puede un hijo de Dios dejarse llevar por caminos malos y engañosos?» De esta forma, el Tentador, quien está detrás de estas preguntas, pretende hacernos dudar de las declaraciones divinas. Pero en nuestro Bautismo Dios nos declaró sus hijos. En nuestro Bautismo, el Padre celestial nos hizo suyos y nos ungió con el Espíritu Santo para ser guiados por él en nuestro camino de fe.

    Todos los cristianos estamos expuestos a tentaciones, todo el tiempo y de múltiples formas. Somos tentados a tirar la toalla, a darnos por vencidos, a gritar algunas cuantas barbaridades a quienes nos hacen la vida imposible. Somos tentados a seguir enojados y a pagar ojo por ojo a quien nos agrede. Somos tentados a no mover un dedo para proclamar el mensaje del amor de Dios en Cristo Jesús porque para eso tal vez tengamos que salir de nuestra comodidad. El tentador nos conoce muy bien, y desde temprano en la historia está tratando de desbaratar la voluntad divina de limpiarnos de todo pecado y liberarnos eternamente. San Pablo expresó sus temores respecto del poder del diablo cuando les escribió a los creyentes de la congregación en Tesalónica: «Cuando ya no pude esperar más, mandé a preguntar acerca de su fe, pues el tentador podría haberlos tentado, y entonces nuestro trabajo habría sido en vano» (1 Tesalonicenses 3:5).

    Jesús pasó cuarenta días fortaleciendo su carácter con la palabra de Dios para enfrentar al Malo. Y lo enfrentó de manera magistral: Jesús sabía que el diablo no tenía poder para cumplir sus promesas. Sabía también que esa tentación era una trampa para que él dudara de su identidad y abandonara su obra de salvación. Pero Jesús se mantuvo enfocado en su tarea. El mismo Espíritu Santo que llevó a Jesús al desierto para ser expuesto a las tentaciones del diablo, lo sostuvo y lo guio en sus respuestas. Jesús no discutió con el tentador ni le dio lugar a la tentación, sino que miró más allá del presente. No se dejó llevar por su hambre ni por ninguna otra circunstancia. Jesús miró por encima de la tentación y nos vio a nosotros, presas fáciles del Tentador. Jesús sabía que íbamos a ser tentados a dudar de su obra y de sus promesas, y se mantuvo firme aferrándose de la declaración de su Padre: «Éste es mi Hijo amado.» No negoció su identidad, y utilizó las Sagradas Escrituras para despachar al diablo después de su tercer intento.

    Nosotros no somos como Jesús: somos más débiles y, por ello, con más razón tenemos que aprender a aferrarnos a nuestra identidad de hijos de Dios y a confiar en las promesas divinas, a pesar del derrumbe moral, ético y espiritual que sufrimos a nuestro alrededor. Necesitamos confiar en las promesas divinas aun cuando nos «dejamos llevar» por las circunstancias y caemos en la tentación. El mismo Espíritu Santo que recibimos en nuestro Bautismo es el que nos sostiene, guía y protege. El Espíritu Santo no nos abandona. Él tiene un oído más agudo que el nuestro y sabe escuchar entre líneas las mentirosas promesas del maligno. El Espíritu Santo nos ayuda a ver más allá del momento tentador, para que con ojos espirituales nos veamos en el futuro junto a Cristo victorioso, uniéndonos a los ángeles para servirle.

    Si de alguna manera te podemos ayudar a afirmarte como hijo de Dios y a fortalecer tu fe ante las tentaciones, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.


    [1] Notas al pie de página de la Biblia de Jerusalén.