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PARA EL CAMINO
TEXTO: Filipenses 1:19-24
Filipenses 1, Sermons: 1
Para el verdadero creyente, el vivir es Cristo.
Rev. Dr. Andrés Meléndez, Orador de La Hora Luterana, 1940-1970
El texto para esta ocasión se haya en el Epístola del apóstol San Pablo a los Filipenses 1:21: «Para mí el vivir es Cristo».
Estimados oyentes, si alguien preguntase a un verdadero cristiano qué significa Cristo en su vida, la respuesta sin duda será la que da el apóstol San Pablo en estas seis palabras: «Para mí el vivir es Cristo», pronunciadas hace cerca de 2.000 años.
El artista, que pasa sus muchas horas en la compañía de su pintura y pincel y lienzo, puede decir: «Para mí el vivir es el arte». El músico, que solo piensa, sueña y habla sobre su música, puede decir: «Para mí el vivir es la música». En un sentido similar, pero inefablemente más sublime, el cristiano dice: «Para mí el vivir es Cristo».
En Cristo encuentra el cristiano la respuesta final a sus más grandes necesidades, la satisfacción más grande de sus profundos anhelos, la desaparición completa de sus más tenebrosos temores y el más rico cumplimiento de sus más altas aspiraciones. No nos maravilla que diga: «Para mí el vivir es Cristo».
No hay bendición en su vida que no halle su fundamento en Cristo, no importa dónde vaya y a dónde mire si existe algo bueno, algo verdadero, algo que le proporcione gozo permanente en la vida: reconoce que todo es una dádiva que ha recibido mediante la fe en Jesucristo, el salvador de su alma. En él ante todo encuentra el perdón completo para sus pecados.
La Biblia le dice: «Cristo me amó y se entregó a sí mismo por mí«; le asegura: «la sangre de Jesucristo, el hijo de Dios, nos limpia de todo pecado» y le promete sin el menor requisito que «todo aquél que en él cree no se pierde, más tiene vida eterna«. Porque cree en estas promesas y ha recibido de Dios la seguridad de que son verdaderas, puede pasar toda hora del día en la completa convicción de que está preparado para aparecer delante de su Dios. Sus pecados han sido perdonados mediante la fe en Jesucristo, su Señor.
Tal conocimiento ha llenado su corazón de paz, gozo y esperanza que sobrepasan toda expresión humana. El poeta cristiano parece que se desesperó al no poder hallar palabras para describir el gozo de aquél que ha encontrado paz con Dios mediante la fe en Cristo y por fin anotó estas palabras: «Del santo amor de Cristo que no tendrá su igual, de su divina gracia sublime y eternal».
El cristiano ha recibido la seguridad de ese amor sin igual y de esa divina gracia sublime y eternal. Por medio de Cristo ha entrado en una vida de tranquilidad, gozo y esperanza. Por medio de Cristo ha sido hecho hijo de Dios y heredero del cielo. Por eso puede decir con el apóstol Pablo, y con todos los cristianos de todos los siglos, «Cristo es mi vida».
Cristo es la vid, el creyente es el pámpano. El creyente está ligado a Cristo por una deuda de gratitud que toda la eternidad no puede pagar. Y Cristo está ligado al cristiano por un amor tan ilimitado, que nadie jamás podrá sondear su profundidad. Es esa íntima e inseparable relación con Jesucristo, el hijo de Dios, lo que forma la fuente de su interno gozo y esperanza.
En esta íntima relación con él ha hallado la única respuesta para los más profundos anhelos de su alma, tales como perdón, paz, poder, provisión, compañerismo, esperanza, verdad, seguridad, gozo y el cielo. Habiendo hallado estos ha hallado la vida, vida plena y libre, vida gloriosa y triunfante. La vida de abundancia que Dios ha garantizado para aquellos que acuden a él mediante Jesucristo, su hijo.
Experimenta lo que han experimentado billones de cristianos; a saber, «que si alguno está en Cristo nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas«.
Entre las cosas viejas que han pasado de su vida se hallan el pecado, la culpa y el temor, la incertidumbre, la duda y la desesperación. Y entre las cosas nuevas que han entrado en su vida se hallan la certidumbre del amor de Dios, de su guía y de su protección, de la eterna comunión con Cristo y la indudable perspectiva de la vida eterna en el cielo. No hay duda, pues, de que las cosas viejas pasaron y de que todas son hechas nuevas.
Tales son las glorias de la vida del creyente, de esa vida que está escondida con Cristo en Dios. Por eso, el último nombre que ocupa el pensamiento del cristiano cuando se acuesta y el primer nombre que entra en su mente cuando se levanta es el Nombre que es sobre todo nombre, el nombre eterno de Jesús.
¿Por qué? ¿Qué hay en el nombre de Jesús para que ocupe tal lugar en la vida del creyente? ¿Qué hay en el nombre de Jesús para que sea el ocaso dorado de todo atardecer y la aurora placentera de todo amanecer? ¿Es acaso el creyente la víctima de alguna ilusión? ¡De ningún modo! Jesús es realidad. Es una realidad tremenda, es una realidad eterna, omnipresente, es la realidad alrededor de la cual giran todas las cosas en el cielo y en la tierra.
Él fue una realidad en el principio, antes de que existiesen los cielos y la tierra, fue una realidad antes de que se pusiera la fundación del mundo. En la actualidad, sigue siendo la realidad más grande del mundo: siempre se halla presente en la vida de aquellos que creen en él, siempre dispuesto a ayudar, a guiar. Él mismo ha prometido: «He aquí yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo«.
Jesús es todo para el creyente: es perdón, paz, gozo, esperanza, seguridad, contentamiento y vida eterna. Él es para el creyente el mejor amigo, el compañero, el consejero, el profeta, el sacerdote y el rey. Él puede ser eso para ti; aún más, él quiere ser eso para ti: «He aquí yo estoy con vosotros, he aquí yo estoy a la puerta y llamo«, dice él, «Si alguno oyere mi voz y abriera la puerta, entraré y cenaré con él y él conmigo«.
Tal experiencia y tal convicción no se limitan a una sola persona en el mundo. Ellas son las experiencias y convicciones de millones de creyentes por todo el mundo, hombres y mujeres de tu propia nación, de tu propio pueblo, de tu propio vecindario. Ellas fueron las experiencias y convicciones de millones y millones de creyentes que vivieron y murieron durante los siglos pasados.
Ellas fueron las experiencias y convicciones permanentes, por ejemplo, de Horacio Bonar, que vivió hace como 100 años y que resumió todas sus experiencias y convicciones religiosas en las muy conocidas líneas:
Oí la voz del Salvador decir con tierno amor:
oh, ven a mí, descansarás, cargado pecador.
Cansado, vil, a mi Jesús sin fuerzas acudí,
por Cristo alivio, dulce paz, creyendo recibí.
Oí la voz del Salvador decir: venid, bebed,
yo soy la fuente de salud que calma toda sed,
haced de Dios el vivo Dios. Buscóme el Emanuel,
me halló, mi sed Cristo apagó y ahora vivo en él.
Oí su dulce voz decir: del mundo soy la luz,
miradme a mí y salvo sed, hay vida por mi cruz.
Mirando a Cristo luego, en él mi norte y sol hallé;
y en esa luz de vida, yo por siempre viviré.
Jesús quiere ser tu vida, así como ha sido la vida de millones en los siglos pasados, y así como es la vida de millones en la actualidad, así será también la vida tuya. Acude a Cristo tal como eres, con todos tus pecados; confiesa esos pecados a él y cree que él los ha perdonado y la sangre de Jesucristo, el hijo de Dios, te limpiará de todo pecado.
Di con el poeta cristiano:
Mi fe descansa en ti,
cordero que por mí fuiste a la cruz;
escucha mi oración, dame tu bendición,
llene mi corazón tu santa luz.
Tu paz en mi alma pon,
guarde mi corazón tu sumo amor;
tu sangre carmesí diste en la cruz por mí,
hazme vivir en ti con fiel amor.
Amén.