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PARA EL CAMINO
La meta final del creyente es la gloria eterna en el cielo.
Rev. Dr. Andrés Meléndez, Orador de La Hora Luterana, 1940-1970
Estimados oyentes, una niñita estaba caminando con su padre por un camino estrecho en el campo. La noche era clara; estaba mirando el esplendor del cielo lleno de brillantes estrellas. Después de reflexionar por un momento, de repente se dirigió a su padre y le dijo: «Papacito, estaba pensando: si este lado del cielo es tan hermoso, ¡cuán hermoso no será el otro lado!»
Ninguna lengua o pluma ha podido todavía describir la gloria, el esplendor y la magnificencia de la morada del Padre en lo alto. De que es un lugar de estática belleza e incomparable esplendor lo indica el apóstol San Juan en el libro del Apocalipsis, al describir las glorias del cielo en la belleza de preciosas joyas y rarísimos metales. El cielo no puede ser otra cosa que hermoso: es la morada de nuestro Dios, el palacio real del Rey de reyes y en ese palacio, y qué hermoso pensamiento, el hijo de Dios ha ido para preparar lugar para aquellos que confían en él como en su salvador».
Mediante la fe en su misericordiosa redención subirán los creyentes algún día a ese lugar celestial más exquisito, más hermoso, más glorioso que la descripción que puede hacer de él el lenguaje humano. Jerusalén la excelsa, gloriámonos en ti, perpetuo caro ensueño de la grey tuya aquí, la grey que ya tus glorias en lontananza ve y al verla sus afanes, redobla por la fe. En lontananza del cristiano las glorias del cielo, pero está seguro por la Palabra de Dios que las glorias del cielo serán de él, y esta seguridad inamovible la halla en Jesucristo, su salvador.
Uno de los capítulos más tiernos de toda la biblia es aquel que describe la reunión solemne que tuvo el Salvador con su pequeño grupo la noche en que fue entregado. Allí, casi a la sombra de la muerte que se aproximaba, Jesús consoló a sus tristes discípulos con estas memorables palabras: «No se turbe vuestro corazón, en la casa de mi padre muchas moradas hay, de otra manera os lo hubiera dicho. Voy pues a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os aparejare el lugar, vendré otra vez y os tomaré a mí mismo para que donde yo estoy vosotros también estéis«.
Esas palabras de Jesucristo, el salvador, valen más que todas las riquezas del mundo. Hay algo acerca de la vida más allá de la sepultura, que llena el corazón de terrible espanto y solemne maravilla. Aun el pensamiento del cielo, con su inefable gloria y esplendor, a veces nos llena de temor y preguntamos: «¿Cómo me sentiré en el cielo? ¿Me extrañarán las mansiones celestiales?» Todos nuestros temores desaparecen cuando podemos afirmar en las palabras de nuestro Salvador y decir: «¡La casa de mi Padre! El soberano de todas las cosas se ha hecho mi Padre por medio de Cristo y el ir al cielo es una bendita reunión del Padre y sus hijos».
Es de gran consuelo, fortaleza y gozo para el creyente saber que más allá de los portales de la eternidad existe un hogar en que prevalece la amistad de su Padre. Así como el Salvador aquella noche miró a través de todos los siglos y vio las innumerables multitudes que habían de venir a la fe en él, así también pensó que era propio recordarles que es ilimitada la expansión de la casa de su Padre.
Habrá suficiente lugar para todos los que vienen al Padre por medio de la fe en él y por eso dice a todos sus creyentes: ‘En la casa de mi padre muchas moradas hay, puedes estar seguro de que habrá suficiente lugar para ti’. Aquél que derramó en ti toda su misericordia y que ha prometido guardarte hasta el día de su reino celestial, te ha preparado y te ha reservado lugar.
Dice el apóstol Pablo: «Yo sé a quién he creído y estoy cierto que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día». Otra vez: «Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día, y no solo a mí sino también a todos los que aman su venida».
Hay algo significante en cada expresión del Salvador con referencia a la casa de su Padre: él habla como uno que ha estado allí. «De otra manera os lo hubiera dicho«. Así como el que se para en lo alto de una montaña y mira el valle que está al otro lado e informa a sus compañeros de lo que ve, así el Salvador nos habla de la casa de su Padre y nuestro Padre.
Las calles de la eterna ciudad le son conocidas, las mansiones de la casa de su Padre yacen delante de su vista en todo su esplendor y claridad. Él sabe lo que está más allá del valle porque ha venido de allí; por eso es que puede hablar acerca del cielo y decir: «De otra manera os lo hubiera dicho«.
Es de gran consuelo saber que tenemos un amigo que ya ha pasado infinitas edades en las mansiones eternas de su Padre, que sabe el camino y que mediante su pasión y muerte por nuestros pecados en la cruz ya nos ha abierto ese camino. En las manos de tan divino Redentor podemos confiar nuestra alma ahora y para siempre.
Hay otro pensamiento consolador en las palabras que Cristo dirigió a sus discípulos aquella noche, pensamiento que ha infundido fe y valor en el corazón de los creyentes desde aquel tiempo: «Vendré otra vez». Del mismo modo en que una madre consuela al niño que llora de quien ha de separarse por un momento con estas dulces palabras: «Vendré otra vez«, así también el Salvador consuela a sus temerosos discípulos con la seguridad de que volverá otra vez. «Os tendré que dejar«, les dice, «Pero no se turbe vuestro corazón, vendré otra vez«.
¿Cuánto efecto tuvo aquella simple promesa del Salvador en el corazón de sus temerosos discípulos? A través de los años que les esperaban, se evidencian por medio de la historia bíblica que habrían de sufrir por cierto tribulaciones y afecciones, dolores y persecuciones, pero solo hasta que volviera otra vez el Salvador; entonces sería diferente su venida.
Bien al fin del mundo o al fin de la vida de sus discípulos, esparcía un resplandor dorado sobre el camino del resto de su jornada terrenal. Caminaban hacia la luz de su regreso y en esa luz desaparecían todas las sombras. Así también sucede en la vida de todos aquellos que han puesto su confianza en la potencia y misericordia del Salvador. Todo dolor, toda desesperación, toda desilusión y todo luto pierden su amargura en la dulzura de la tierna promesa del Redentor: ‘Vendré otra vez, vendré otra vez para cambiar vuestro dolor en gozo, vuestra desesperación en alegría y vuestro luto en la bienaventuranza de las moradas eternas y comunión con el Padre’. Fue en aquella misma noche cuando Jesús oró al Padre y le dijo: «Padre, aquellos que me has dado quiero que donde yo estoy ellos estén también conmigo, para que vean mi gloria que me has dado por cuanto me has amado desde antes desde la constitución del mundo«.
Él comparte con su Padre un deseo que, cuando lo repite a sus discípulos, se hace una promesa: «Vendré otra vez y os tomare a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis«. Jesús ha conseguido la aprobación y el permiso de su Padre para llevar a sus amigos consigo a compartir su gloria en la casa de su Padre. Mediante su pasión, muerte y resurrección, ha abierto la puerta del hogar de su Padre y ahora tenemos entrada libre al cielo. Por eso pudo decir: «Para donde yo estoy vosotros que habéis venido al padre por mí, también estéis«.
Pero, ¿puedo estar seguro de que Cristo tiene el poder de cumplir esta promesa? Sí, lo puedo estar. ¿Por qué? Porque Cristo mismo resucitó de ente los muertos y se mostró victorioso sobre el pecado, la muerte y el infierno.
Como 60 años después de su muerte, resurrección y ascensión a los cielos, apareció al apóstol Juan, el apóstol que escribió las palabras consoladoras del Salvador respecto de las menciones en la casa de su Padre. Le dijo: «Yo soy el que vivo y he sido muerto y he aquí que vivo por siglos de siglos y tengo las llaves del infierno y de la muerte«. Desde lo profundo de tu alma puedes pues decir con el poeta cristiano: «Al mundo de falacias no pertenezco ya, el cielo es mi morada, allí mi amado está, amén».
La paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, guarde vuestros corazones y vuestras mentes en Cristo Jesús para la vida eterna, amén.