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PARA EL CAMINO
TEXTO: 1 Corintios 9:22-23
Cuando recuerda su pasado y piensa en su futuro, ¿se siente en paz? Si su respuesta a esta pregunta ha sido «no», quédese con nosotros. Quizás le esté esperando un cambio.
Cambios. Ese es el tema del que vamos a hablar hoy. Hacia el final de los años 90 apareció en el mercado una nueva muñeca Barbie. Esta vez Barbie era una adolescente que hablaba. A pesar de ser una muñeca muy popular, la reacción del público no fue del todo buena. Al hecho poco apreciado de tener un cuerpo nada realista y un deseo insaciable de tener cada vez más cosas, ahora se sumaba la superficialidad de las cosas que decía: «¡Qué difícil es matemática!» «¡Me encanta ir de compras!» «¡Nunca voy a tener suficiente ropa!»
Algunas personas se enfadaron tanto, que decidieron hacer algo al respecto. Con el fin de cambiar las cosas, formaron la «Organización para la liberación de Barbie». Su estrategia fue comprar varios cientos de estas nuevas Barbies y otros tantos de las figuras de acción G.I. Joe e intercambiarles las voces.
Una vez hecho esto devolvieron tanto las Barbies como los G.I. Joes a los negocios donde los habían comprado, quienes volvieron a venderlos a otros niños. Pero cuando los que habían comprado una Barbie la hicieron hablar, la escucharon gritar cosas como «¡La venganza es mía!» Y los que tenían a G.I. Joe escucharon una dulce voz femenina que decía «¿Cuándo nos vamos a casar?» Al mirar con detenimiento, los padres descubrieron que la «Organización para la liberación de Barbie» había puesto una etiqueta en la muñeca, alentándolos a llamar a sus canales de televisión locales en señal de protesta, sugerencia que muchos siguieron. ¿Qué cambio definitivo lograron con todo esto? Los fabricantes de Barbie decidieron quitar la frase «¡Qué difícil es matemática!». Por lo demás, Barbie sigue siendo muy popular, y sigue coleccionando cosas.
Cambios. Queramos o no, todos experimentamos cambios. Hace años en mi parroquia había una anciana de 104 años. Físicamente podía caminar más rápido que la mayoría de nosotros, y mentalmente era más ágil que todos nosotros juntos. Era un placer hablar con ella, especialmente cuando me contaba acerca de los muchos cambios que había visto en su vida. No sólo recordaba cuando el hombre pisó la luna por primera vez, sino también cuando se realizó el primer vuelo en avión, y cómo las carretas hacían una parada para cargar agua en la granja de su padre en Nebraska. Recordaba cuando la guerra era peleada hombre a hombre, y también cuando la caballería fue remplazada por los tanques de guerra. Contaba que ir al hospital era una sentencia de muerte, por lo que, aún antes de una simple operación del apéndice, las personas escribían su testamento. Había visto la epidemia de gripe de 1917, y se había admirado por el descubrimiento de la penicilina y el triunfo sobre la viruela y el polio. Había vivido en la época en que fue enviado el primer mensaje telegráfico transatlántico, y había visto el fin de imperios y la creación de nuevas naciones. Sin lugar a dudas, esta anciana había visto cambios.
Cambios. Aunque en menos escala, todos nosotros hemos experimentado cambios. Si cuando era joven alguien me hubiera preguntado si pensaba que algún día podría llegar a considerar que algún producto hecho en Japón fuera de igual o mejor calidad que uno hecho en los Estados Unidos, habría dicho «jamás». Si alguien me hubiera preguntado si creía que algún día iba a existir el matrimonio entre dos personas del mismo sexo, me le hubiera reído en la cara. O, ¿quién iba a pensar que iba a haber tantas personas inteligentes que se dedicarían a inundar la Internet con pornografía? ¿Quién iba a pensar que en algunos lugares de este país un adolescente necesita la autorización de sus dos padres para hacerse un «piercing», pero no para hacerse un aborto? ¿Quién iba a pensar que a los empleados de las tiendas se les iba a prohibir decir «Feliz Navidad», y que las Biblias iban a estar permitidas en las cárceles, pero no en las escuelas? Todos hemos visto cambios, y seguiremos viéndolos.
Cambios. Existen en todas partes. Incluso Jesús, en la mente de los hombres, ha pasado por cambios. Aún cuando la Biblia claramente dice: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (Hebreos 13:8), con frecuencia la imagen del Salvador ha sido alterada.
En los primeros siglos de la iglesia, Jesús fue considerado como el amigo de los pobres, los desamparados, los oprimidos, los pecadores. Alrededor del año 500, el Señor de la Vida había sido adoptado como el gran pilar del gobierno y del estado. Para el primer milenio, Jesús fue transformado en un guerrero conquistador en cuyo nombre se llevaron a cabo las Cruzadas, en las que la sangre de muchos infieles fue derramada. Hacia el 1,500 Jesús se había convertido en una Divinidad tan remota, enojada y furiosa con el pecado de la humanidad, que los fieles sólo se animaban a hablarle a través de su madre. Y ahora, en este nuevo siglo, Jesús se ha convertido para muchos en nada más que un buen hombre, un maestro-filósofo cuya religión no es más «verdadera» que cualquiera de las otras religiones.
Así como Jesús ha cambiado, muchas iglesias y parroquias también han cambiado. Ya no son muchos los que protestan cuando algún pseudo-experto elige alguna parte de la Biblia y dice que no es cierta. Las iglesias «progresivas» han quitado las cruces exteriores para no ofender a nadie. Hay púlpitos en los cuales ya no se usan más ciertas palabras como pecado, condenación, salvación, e infierno.
Cambios. Los cambios no son cosa nueva ni para el hombre, ni para la iglesia, y ni siquiera para Dios. El universo que nos rodea existe porque Dios decidió crearlo con su Palabra. Eso fue un gran cambio. Cuando el Dios Trino vio a Adán y Eva desnudos, estos desaparecieron del Jardín del Edén quedando solos, perdidos, y condenados. En ese momento, Dios prometió un cambio. En una sola oración (Génesis 3:15), Dios prometió enviar un Salvador que daría su vida para restaurarlos, para reunirlos, y para redimirlos. Eso fue cambio. Cuando el Señor escuchó los lamentos del Pueblo Escogido que estaba cautivo en Egipto, envió a Moisés, junto con diez plagas, a liberarlos. Eso fue cambio. Cuando el pueblo de Dios se rebeló contra su autoridad, una y otra vez los llamó al arrepentimiento y perdón. Cada vez que esto sucedió, la acción de Dios provocó un cambio.
Hace 2,000 años, Dios envió a su hijo. Hasta nuestros almanaques reflejan la grandeza de ese cambio. Habiendo nacido como verdadero hombre de su virgen madre, y como verdadero Dios por su concepción por el Espíritu Santo, Jesús pasó toda su vida cambiando la condenación que merecíamos por la salvación que Dios en su gracia nos dio. Como nuestro sustituto divino, Jesús rechazó toda tentación con la que se enfrentó. Cada vez que Satanás le proponía un camino más fácil, o cuando las personas querían apartarlo de su misión haciéndolo rey terrenal, Jesús supo resistir. Hasta que, al final de su vida, ese inocente hijo de Dios fue falsamente arrestado, injustamente acusado, ilegalmente condenado, y clavado a una cruz. Jesús permitió que lo clavaran a una cruz para que nuestra eternidad pudiera ser cambiada. Él sufrió el castigo y murió la muerte que nuestros pecados merecían, y al tercer día resucitó de la tumba. En esa gloriosa mañana de gracia Dios produjo un cambio que afecta la vida y la eternidad de todos los que creen en Jesús como su Señor y Salvador personal.
Gracias a que Cristo resucitó, cuando despedimos a un ser querido que ha muerto en el Señor, sabemos que no es para siempre. Gracias a que Cristo resucitó, sabemos qué pasa después de la muerte. Gracias a que Cristo resucitó, todos los que creen en él saben que no están solos en ningún momento de la vida. Es cierto que los problemas y sufrimientos siguen estando, pero gracias a que Cristo resucitó, se ven desde otra perspectiva y se hacen mucho más llevaderos.
Pedro describió el cambio que Cristo produce, diciendo: «¡Alabado sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo! Por su gran misericordia, nos ha hecho nacer de nuevo mediante la resurrección de Jesucristo, para que tengamos una esperanza viva» (1 Pedro 1:3). Una esperanza viva que es nuestra porque Cristo resucitó. Porque Cristo resucitó la tristeza eterna es reemplazada por la salvación del Salvador; los terrores del infierno son desplazados por la felicidad eterna del cielo; y quienes lloran la partida de un ser querido hallan consuelo en el encuentro que tendrán en el cielo. Porque Cristo resucitó tenemos vida, y vida en abundancia (Juan 10:10).
Cristo resucitado es un cambio, un cambio que vale la pena vivir. Un cambio que toca las vidas de cientos de millones de personas. Él es el cambio que el Espíritu Santo dio a su pueblo en Pentecostés, una renovación tan grande y transformadora, que los discípulos estuvieron dispuestos a morir antes que renunciar a los beneficios que esa restauración les había traído.
Nadie sabía esto mejor que el apóstol Pablo. Pablo había sido educado y se había convertido en miembro del partido de los fariseos, una secta judía a quienes se los conocía por ser muy estrictos en su obediencia a las leyes de Dios. Como tal, Pablo conocía el Antiguo Testamento de pies a cabeza. Para mantener su estatus, y para lograr que todas las personas siguieran la ley judaica al pie de la letra, Pablo se convirtió en un perseguidor fanático de la recién establecida fe cristiana. Su misión principal era aniquilar a cualquiera que creyera en Jesús como Salvador. Si el Señor no lo hubiera cambiado, su nombre habría pasado a la historia como el de un defensor de la fe de Israel.
Pero un día, en una de sus misiones para arrestar y encarcelar a seguidores del Salvador, tuvo un encuentro personal con el Cristo crucificado y resucitado. Un encuentro que lo cambió para siempre. Cambió su perspectiva, cambió su posición personal y política. Cambió su trabajo. Cambió su testimonio. Y cambió su eternidad.
Habiendo recibido perdón por su pasado, y lleno de esperanza para su futuro, Pablo dejó de lado su tarea de perseguidor, y se convirtió en un proclamador público de la maravillosa gloria y gracia que viene al creer en la historia de salvación de Jesucristo. A partir de ese momento, Pablo compartió con todas las personas, cómo cambiarían sus vidas si tuvieran fe en el Salvador.
En su primer carta a la iglesia en Corinto, Pablo dice cuán importante era para él compartir la historia de la salvación: «me he hecho esclavo para ganar a tantos como sea posible. Entre los judíos me volví judío, a fin de ganarlos a ellos. Entre los que viven bajo la ley me volví como los que están sometidos a ella (aunque yo mismo no vivo bajo la ley), a fin de ganar a éstos. Entre los que no tienen la ley me volví como los que están sin ley (aunque no estoy libre de la ley de Dios sino comprometido con la ley de Cristo), a fin de ganar a los que están sin ley. Entre los débiles me hice débil, a fin de ganar a los débiles. Me hice todo para todos, a fin de salvar a algunos por todos los medios posibles. Todo esto lo hago por causa del evangelio, para participar de sus frutos» (1 Co 9: 19ª-23).
Hace 2,000 años Pablo compartía la historia de la salvación escribiendo sus cartas en papiros o en pieles de oveja, y viajando grandes distancias para poder hablar en persona en las distintas iglesias. Hoy, este mensaje fue escrito en una computadora desde mi casa, y compartido a través de las ondas radiales. Los medios de comunicación han cambiado, las circunstancias y situaciones en que vivimos han cambiado y seguirán cambiando, pero el mensaje de salvación sigue siendo el mismo: si Jesucristo es su Salvador, tanto en su vida temporal como en su vida eterna se produce un cambio maravilloso.
En 1924, unos sociólogos hicieron un estudio con los habitantes de una ciudad en el estado de Indiana. A las madres, que en ese entonces eran llamadas «amas de casa», les preguntaron qué valores querían que tuvieran sus hijos. Los más importantes fueron: compromiso con Dios y con la iglesia, obediencia a la autoridad, y buenos modales. Los menos importantes fueron: independencia, tolerancia y conciencia social.
Sesenta años más tarde, otros sociólogos fueron a la misma comunidad e hicieron las mismas preguntas. El cambio había sido radical. Las cualidades que las madres más deseaban para sus hijos, ahora eran: independencia, tolerancia y conciencia social. El «compromiso con el Señor» había quedado mucho más abajo en la lista.
Cambios. Quizás usted también haya cambiado. Quizás usted antes era religioso, pero ahora ya no lo es. Quizás siente que la iglesia lo decepcionó. O quizás dejó de ir a la iglesia porque le daba lo mismo ir que no ir. O porque cree que no necesita ir a la iglesia para ser cristiano. O tal vez se mudó a un lugar nuevo y no sabe a qué iglesia ir. O quizás sea usted una de las tantas personas que no van a la iglesia porque simplemente no van, sin tener motivo. Le pregunto: ¿qué es lo que lo mantiene alejado de Cristo?
Permítame hacerle otra pregunta, y le pido que la conteste con la mano en el corazón: cuando piensa en su pasado, ¿se siente en paz? ¿O hay cosas en su pasado que todavía le molestan la conciencia y le pesan en el corazón? Errores cometidos, cosas que debía haber hecho pero no hizo, ofensas no perdonadas, abusos no olvidados… Y cuando imagina su futuro, ¿se siente en paz? ¿O ni se atreve a pensar en el día en que le llegue la muerte, y en lo que habrá «del otro lado»?
Si ha respondido que «no» a alguna de estas preguntas, quiero que sepa que Jesús puede cambiar tanto su pasado como su futuro. A los corazones arrepentidos Jesús les garantiza el perdón completo y total. Ninguna persona es tan buena como para no necesitar la paz y el perdón que Jesús da. Y ninguna persona es tan mala como para no poder ser perdonada. Jesús vivió, murió y resucitó para darnos paz. Lo invito a que, por el poder del Espíritu Santo, pida perdón, crea, y sea salvo. Ese es el cambio que el Señor quiere regalarle hoy. Amén.