+1 800 972-5442 (en español)
+1 800 876-9880 (en inglés)
PARA EL CAMINO
Jesús conecta sus sufrimientos en la cruz con la gloria de la resurrección. Él nunca podría haber resucitado si primero no hubiera muerto. Alguien dijo que «todos queremos ir al cielo, pero sin pasar por la muerte». Todos queremos la gloria, pero sin la cruz, porque la cruz no nos es natural.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
¿Te ha pasado que a veces las cosas no te han salido muy bien? Tal vez alguna vez tuviste una idea brillante, pero alguien te la tiró por el piso y te quedaste con ella dándote vueltas en la cabeza por días, con una mezcla de decepción e incertidumbre. Pues a mí me ha pasado, más de una vez. Pero después de un tiempo me doy cuenta de que tal vez esa idea no era tan brillante como pensaba, o al menos no era brillante para los demás.
Varias veces el discípulo Pedro tuvo ideas brillantes que no llegaron muy lejos. ¡Una vez hasta tuvo la idea de defender a Jesús con una espada, cortándole la oreja a un soldado! Menos mal que Jesús estaba allí para impedir que la brillantez de Pedro hiriera a más personas.
En algún momento de sus caminatas por Palestina, y en sus conversaciones con ellos, Jesús les dice a sus discípulos para qué había venido en realidad. Para que no haya equívocos, para que nadie se hiciera una idea distorsionada del plan de su maestro, Jesús les dice que va a ir a Jerusalén donde será ejecutado en una cruz y que al tercer día resucitará. Fue ahí que Pedro tuvo la idea brillante de darle un consejo a Jesús para desviarlo de ese plan. La respuesta de Jesús no fue muy diplomática: «¡Aléjate de mí, Satanás! ¡Me eres un tropiezo!» Seguramente, en los días siguientes el pobre Pedro se habrá quedado pensando en ese mal momento y en sus ideas y las ideas de Jesús.
Más o menos una semana después, Jesús les pide a Pedro, Jacobo y Juan, que lo acompañen. No le preguntaron a dónde, ni para qué. Imagínense: seguir a Jesús sin saber qué es lo que va a pasar. Y uno nunca está preparado para las sorpresas. Si bien los discípulos ya habían sido sorprendidos con milagros nunca vistos, como cuando Jesús alimentó a miles de personas con dos pescados y cinco panes o cuando caminó por las aguas del Mar de Galilea, sus expectativas nunca estuvieron a la altura de lo que iba a suceder en el monte donde Jesús los llevó.
En ese monte, estando ellos solos, Jesús se transfiguró. Creo que una buena forma de explicar esto es pensar que Jesús, quien es la luz del mundo, dejó que su propia luz le traspasara la piel y los vestidos. ¡Esa sí que fue una experiencia brillante! El evangelista Marcos dice que los vestidos de Jesús «se volvieron resplandecientes y muy blancos, como la nieve». Y será mejor que los cristianos nos vayamos acostumbrando a ver a Jesús de esa manera. Cuando el libro de Apocalipsis describe a Jesús ante su pueblo redimido dice que «su rostro era radiante, como el sol en todo su esplendor» (Apocalipsis 1:16). Seguramente Pedro, Jacobo y Juan pensaron que estaban ante un acontecimiento extraterrestre. Y para confirmar que lo que estaba sucediendo era verdaderamente algo fuera de este mundo terrenal, se aparecen junto a Jesús Moisés y Elías, ¡que supuestamente debían pertenecer al mundo de los muertos!
Entonces Pedro, como siempre, tiene una idea brillante: propone hacer tres chozas para ellos y así perpetuar ese momento. Como tantas otras veces, Pedro y sus dos compañeros «no sabían qué decir, porque estaban espantados» (v 6). Creo que ni tú ni yo hubiéramos reaccionado diferente. Lo que estos discípulos estaban viendo era un pedacito de la gloria de Dios. Una semana después de que Jesús les anunciara a los suyos que iba a ser crucificado y que sus seguidores tendrían que cargar su propia cruz, les anuncia y les muestra un poco de su gloria, solo lo que los ojos humanos y atemorizados pueden resistir.
¡Jesús resplandeciente y dos muertos vivos a su lado conversando! ¿De qué estarían hablando? El Hijo de Dios conocía a estos dos grandes personajes del Antiguo Testamento desde siempre. Jesús estaba bien al tanto de cómo Moisés había llevado al pueblo de Israel a través del Mar Muerto a la Tierra Prometida y sabía también que Elías nunca había muerto, sino que había sido llevado en su carroza de fuego hasta el cielo. Estos tres personajes hablaban ahora del inminente éxodo de Jesús de este mundo a través de la muerte y de su ascensión a los cielos después de su resurrección.
Como para sellar este magnífico momento, todos quedan envueltos en una nube y se escucha una voz, que me imagino fue potente y clara, que dice: «Este es mi Hijo amado. ¡Escúchenlo!» (v 7). Es de suponer que Pedro, Jacobo y Juan tienen a esta altura un torbellino en la cabeza. Pero con el tiempo recordarán los acontecimientos históricos del Sinaí, cuando Moisés sube al monte para recibir la Ley de Dios y una nube lo cubre y su rostro se vuelve resplandeciente y se oyen potentes estruendos que vienen de lo alto. Seguramente comenzarán también a conectar lo que sucedió en la transfiguración con el bautismo de Jesús, cuando ellos escucharon la voz desde los cielos: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mateo 3:17).
Es de notar que una semana antes de esta experiencia extraterrestre, Jesús les pregunta a sus discípulos: «Ustedes, ¿quién dicen que soy?» A lo que Pedro respondió con profunda convicción: «¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente!» (Mateo 16:16). Ahora, los discípulos escuchan del mismísimo Padre celestial que Jesús es su Hijo amado a quien deben escuchar.
¿Qué nos enseña esta experiencia de Jesús con su grupo selecto de discípulos reunidos en la cumbre del monte? Nos enseña que no hay gloria sin cruz. Jesús conecta sus sufrimientos en la cruz con la gloria de la resurrección. Él nunca podría haber resucitado si primero no hubiera muerto. El Señor Jesús, por ser Dios, no tenía por qué morir, pero se dejó arrebatar la vida para que todos los pecadores, entre ellos tú y yo, podamos ser perdonados y recibidos en la gloria eterna. Alguien dijo que «todos queremos ir al cielo, pero sin pasar por la muerte». Claro, todos queremos la gloria, pero sin la cruz, porque la cruz no nos es natural. Instintivamente la rechazamos porque es sinónimo de castigo y de sufrimiento. La diferencia entre Jesús y nosotros es que nosotros sí merecemos la cruz a causa de nuestra desobediencia a la voluntad de Dios, mientras que Jesús no mereció morir porque él nunca cometió pecado. Si Jesús murió y resucitó, lo hizo para darnos a nosotros la gloria eterna que de ninguna manera merecemos.
Otra cosa que esta historia nos enseña es que tenemos que escuchar a Dios. Pero si lo pensamos bien, ¿a quién le interesa escuchar a Dios? Cuando miramos a nuestro alrededor en nuestra sociedad nos damos cuenta de que hay muchos, demasiados, que cierran sus oídos a la voz de Dios, que no quieren saber nada de planes eternos, ni de una cruz ni de resurrección ni de gloria. Hay demasiadas personas que están ocupadas buscando su propia gloria, muy efímera por cierto, y de ninguna manera eterna.
El llamado a escuchar que el Padre celestial hace desde la nube es para nosotros. Necesitamos escuchar a Jesús porque él es la voz de Dios. Él vino desde la eternidad y, sin dejarse ver físicamente, oculto en una nube, guio a Moisés y a Elías y a todo el pueblo de Dios. Jesús tiene mucho que decirnos y hoy lo hace a través de su Palabra, cuando escuchamos la predicación, cuando leemos su historia, cuando vemos la forma en que trató a los pecadores más condenados por la sociedad, la forma en que se encargó de proveer por las necesidades de los pobres, los ciegos, los despojados y rechazados.
Escuchamos a Jesús cuando leemos las historias del Antiguo Testamento que profetizaron su venida a este mundo y cuando leemos las cartas de los apóstoles que tan magníficamente nos explican cuánto amor nos tiene Dios, tanto, que en vez de castigarnos por nuestros pecados nos trata con bondad y, a causa de la cruz y la gloria de Jesús, nos perdona y nos transporta a la cumbre de la vida para estar con él disfrutando de su gloria.
Escuchamos a Jesús cuando nos acercamos al altar para recibir su propio cuerpo y sangre en el pan y el vino. La Santa Cena nos da la garantía de que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, el único que puede venir a vivir en nuestro corazón, y el único que puede y quiere abrirnos las puertas de su gloria para siempre en el cielo mediante el perdón de nuestros pecados.
Hay un tiempo para escuchar y un tiempo para hablar. Cuando los tres discípulos bajaban del monte junto a Jesús, este les pidió que no dijeran nada de lo que habían visto. Recién podrían hacerlo después de su resurrección. ¡Qué bueno que los discípulos se acordaron de la transfiguración y de todas las otras historias que habían vivido con Jesús para poder contárnoslas a nosotros hoy!
Porque Cristo ha resucitado nosotros podemos hablar, podemos y debemos contar todo lo que vimos y aprendimos de él. Y para seguir aprendiendo más del amor de Dios, tenemos que seguir escuchándolo. De esa manera podemos compartir con otros lo que el Señor ha hecho por nosotros. Mira a tu alrededor y verás con quién puedes compartir el amor de Dios.
Estimado oyente, si de alguna manera te podemos ayudar a escuchar a Jesús y a hablar a otros del amor de Dios por ti, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.