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PARA EL CAMINO
TEXTO: Marcos 16:1-8
¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya! Estas palabras le transforman cada día de su vida en este mundo y en la eternidad. Que en este Domingo de Resurrección Dios nos conceda una fe firme.
Una de las cosas que me gustaba mucho hacer cuando servía como pastor en una parroquia, eran los mensajes para niños, aún cuando las cosas no siempre salían como las había planeado. Ya han pasado más de 30 años desde el domingo en que, estando con los niños en el frente de la iglesia, me puse a hablarles sobre la resurrección de Jesús. Mostrándoles un huevo de Pascua, les pregunté: «¿Quién coloreó este huevo?» A lo que un niño de cinco años respondió: «el conejo de Pascua». Volví a preguntar: «¿Y quién compró este huevo?» Y el mismo niño contestó otra vez lo mismo: «El conejo de Pascua». Al darme cuenta que el conejo de Pascua, y no el Salvador, se estaba convirtiendo en el centro de atención, decidí cambiar la conversación. Unos momentos después, cuando pensé que ya se habían olvidado del famoso conejo, les hice otra pregunta: «Cuando las mujeres fueron a la tumba de Jesús, ¿quién quitó la piedra que tapaba la entrada?» No es necesario que les diga la respuesta que recibí. La congregación se rió durante cinco minutos, y aún hoy, después de tantos años, cuando me encuentro con algunas de esas personas me recuerdan del domingo en que el conejo de Pascua corrió la piedra que tapaba la tumba de Jesús.
Que no haya duda que hoy, domingo de Pascua de Resurrección, nuestra atención y centro de nuestra adoración es el Señor y Salvador Jesucristo, y nada ni nadie más. Hoy, más que nunca, debemos recordar que la resurrección del Salvador es la base de la fe cristiana. Como nos dice San Pablo en su primera carta a los Corintios (15:14): «Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe».
Los creyentes sabemos que lo que dice la Biblia es la verdad. Pero, lamentablemente, en este Domingo de Resurrección hay millones de personas que no lo creen. Si usted, mi estimado oyente, no está seguro de la resurrección, o no se da cuenta de la importancia que tiene para su vida, le invito a que venga a ver la tumba de Jesús.
Si nos levantamos temprano no vamos a hacer el camino solos, porque hay cuatro mujeres allegadas a Jesús que están decididas a llegar a su tumba apenas salga el sol. Esas mujeres son María, la madre de Jacobo y José; María Magdalena, a quien Jesús había liberado de siete demonios; Juana, la esposa de un asistente de Herodes; y Salomé, la esposa de Zebedeo, madre de Santiago y Juan. Sigámoslas a ellas en el camino doloroso que las lleva a la tumba de Jesús.
La Biblia no dice mucho acerca de lo que conversaban, pero no es difícil imaginar que seguramente estarían hablando de Jesús, de las cosas que había hecho, y de los sueños que ya no se harían realidad. No sería raro que cada una recordara en voz alta las cosas que había visto hacer a Jesús. Salomé, por ejemplo, debe haber recordado con cuánto entusiasmo sus hijos le habían contado cómo, después de un largo día en que no habían pescado nada, Jesús les había llenado las redes con peces. O cómo había sacado a un demonio, sanado a un paralítico, y devuelto la vida a la hija de Jairo. María Magdalena debe haber recordado cómo Jesús la salvó y la liberó de los siete demonios que la habían poseído. Juana seguramente se había enterado por su esposo que Jesús había cumplido lo que ya Dios había dicho muchos siglos antes a través del profeta Isaías (53:7), de que habría de ser llevado como oveja al matadero, negándose a defenderse a sí mismo. ‘Todo había sido tan injusto’, se decían. ‘¿Por qué Jesús permitió que lo sacrificaran como un cordero?’
Seguramente les parecía mentira que hacía apenas cuatro días que Judas había traicionado a Jesús con un beso. A partir de allí, todo había sucedido muy rápido. Jesús había sido enjuiciado. Sí, es cierto que era ilegal hacer un juicio a la noche, pero igual lo habían hecho. Se sabía que los testigos que tenían contra el Maestro habían sido comprados, pero aún así nadie había dicho nada. Los cargos contra Jesús habían sido cambiados, pero nadie salió en su defensa… nadie, excepto la esposa del procurador romano que dio la advertencia que había recibido en un sueño. Sí, sus corazones se habían partido cuando Pilato había mostrado a Jesús azotado y con una corona de espinas. Pero mirando para atrás, ahora que todo había pasado, quizás hasta pensaban que la pérdida de sangre y el dolor de los latigazos le habían hecho más corta la agonía. En sólo unas pocas horas el Señor había sido arrestado, juzgado, condenado, crucificado… y había muerto.
Ellas habían estado al pie de la cruz como una guardia de honor. No importaba que aquéllos a quienes Jesús había curado, o dado de comer, o levantado de la muerte, e incluso la mayoría de sus discípulos, no estuvieran allí; ellas sí iban a estar, e iban a acompañar a la madre de Jesús. Ellas iban a estar allí para escuchar lo que él dijera. Otros pasarían por allí sólo para burlarse y mortificarlo, pero ellas estarían al firme. Querían estar seguras que, si llegaba a mirar a través del velo ensangrentado de su dolor, Jesús viera rostros amigos. Sabían muy bien que con estar allí paradas no lograban mucho, pero era todo lo que podían hacer.
Al estar vigilantes como estaban, seguramente se dieron cuenta del momento en que Jesús murió. Mientras aún tenía vida, se podía escuchar el esfuerzo que el cuerpo crucificado hacía para tomar una bocanada de aire. Pero cuando le llegó la muerte, todo quedó en quietud y silencio total. Fue en ese momento en que un guardia romano innecesariamente clavó una lanza en su costado. Algunas se quedaron para ver qué iba a pasar con el cuerpo de Jesús. Estuvieron allí cuando lo bajaron de la cruz y cuando lo sepultaron, y así se dieron cuenta que el cuerpo no fue completamente preparado para su sepultura. Sin duda fue eso lo que las llevó a decir: «Después del día de reposo nos vamos a encargar de dejar bien el cuerpo de Jesús».
Llevando las hierbas aromáticas necesarias para terminar la sepultura de Jesús, encontramos a esas mujeres caminando al amanecer del domingo de resurrección. Escuchamos su conversación, y, mientras lo hacemos, le invito a que preste atención a algunas cosas. ¿Hay algo en el comportamiento de estas mujeres que indique que están planeando hacer otra cosa que no sea limpiar un cuerpo que ha estado muerto tres días? ¿Acaso se las ve contentas, riéndose, o bailando? Absolutamente no. Por el contrario, tanto su comportamiento como sus palabras demuestran que lo que están por hacer no es una tarea agradable, sino necesaria. Porque, en definitiva, se están despidiendo de Alguien a quien habían amado.
Otra pregunta. En este siglo 21, muchas personas dicen que la resurrección de Cristo fue inventada por los discípulos para engañar al mundo y así convertirse en los líderes de una nueva religión. Pero, si es así, ¿dónde estaban esos discípulos? ¿Por qué no eran parte de esa procesión? Si todo lo que estaban buscando era gloria para sí mismos, entonces ellos, y no estas mujeres, deberían haber estado ante la tumba. ¿Sabe dónde estaban? La Biblia nos dice que los discípulos estaban escondidos.
Esto no debería sorprendernos. Apenas unos pocos días antes, cuando Jesús había querido tener una última Cena en paz con ellos, se habían puesto a discutir sobre cuál de ellos era más importante. Unas horas después, cuando Jesús les pidió que velaran mientras él oraba, se quedaron dormidos… ¡se durmieron mientras los pecados de ellos mismos, los suyos, los míos, los de toda la humanidad, eran cargados sobre el Salvador! Cuando Jesús cayó de rodillas ante el Padre, ellos dormían; cuando a Jesús le brotaron gotas de sangre, ellos dormían; cuando los soldados vinieron a arrestarlo, ellos dormían. Y luego, después de una breve escaramuza, huyeron para salvarse a sí mismos.
Es cierto que dos de ellos, Pedro y Juan, habían ido a la casa del Sumo Sacerdote para ver lo que le estaba pasando al Señor, pero Pedro terminó negando conocer a Jesús. Juan estuvo a los pies de la cruz, y pudo prometerle a Jesús que cuidaría de su madre.
Pero luego, temiendo ser los 11 más buscados por la Corte Suprema de Justicia judía, todos se fueron a esconder a puertas cerradas. Por eso no estuvieron presentes cuando el cuerpo de Jesús fue bajado de la cruz, ni cuando fue puesto en la tumba, y ni se les ocurrió ir con las mujeres el domingo a la mañana. Es por todo esto que creo que la única conclusión que se puede sacar de la narración bíblica es que lo que la Biblia dice que sucedió el Domingo de Resurrección es la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad inspirada e inequívoca de Dios.
Pero volvamos al camino. Ya estamos muy cerca de la tumba, y vemos que no hay ningún soldado haciendo guardia. No es necesario que le digamos a las mujeres. Hasta ahora lo único que les ha preocupado es cómo van a hacer para mover la piedra que cubre la entrada de la tumba. Me parece que no saben que los líderes judíos obtuvieron permiso de Pilato para sellar la tumba, por las dudas que a alguien se le ocurriera robar el cuerpo.
¡Miren! Las mujeres acaban de ver que la tumba está abierta. Seguramente por sus mentes están pasando miles de cosas: «¿Será que el dueño de la tumba se arrepintió de haberla ofrecido para poner en ella a Jesús? ¿Será que alguien ha movido el cuerpo de Jesús? Y si es así, ¿a dónde lo han llevado? ¿O será que alguien lo ha robado? ¿Deberíamos avisar a las autoridades para que nos ayuden a buscarlo? ¿O será que no les alcanzó con matarlo, que también quisieron destruir su cuerpo?»
Es comprensible que a ninguna de estas mujeres se les haya ocurrido pensar que Jesús había resucitado, porque las personas no resucitan. Es cierto que hoy en día hay personas que son resucitadas por un equipo médico después de haber estado muertas dos o tres minutos. Pero los cientos de personas que enterré cuando servía como pastor, se han quedado donde los pusimos. Por lo que, si el cuerpo que es puesto en una tumba desaparece, es porque alguien lo sacó de allí. Lo concreto es que las personas que están muertas durante tres días, no vuelven a la vida. La muerte es la muerte. Usted lo sabe; yo lo sé; los discípulos lo sabían, y estas maravillosas mujeres que querían cumplir con su misión de amor también lo sabían.
Es por ello que, temiendo lo peor, se armaron de coraje y, con mucho respeto y solemnidad, lenta y silenciosamente entraron en la tumba de Jesús. El Evangelio de Marcos dice lo que sucedió después: «… vieron a un joven vestido con un manto blanco, sentado a la derecha, y se asustaron. -No se asusten -les dijo-. Ustedes buscan a Jesús el nazareno, el que fue crucificado. ¡Ha resucitado!»
¡Cristo ha resucitado!
¿Puedo tratar de explicarle lo que esas tres palabras significan? Para las mujeres significó que su Amigo, su Maestro, y su Señor, era mucho más que todas estas cosas juntas. De acuerdo a la profecía, y completando así su propia predicción, Jesús había cumplido su promesa. Antes de ser arrestado, había dicho: «… entrego mi vida para volver a recibirla» (Juan 10:17b). Ningún ser humano es capaz de hacer algo así. Pero Jesús no era un simple ser humano. Jesús era Cristo, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. Jesús había nacido para cumplir las leyes que nosotros hemos desobedecido, para vencer las tentaciones del diablo, y para conquistar la muerte. Y al completar con éxito su misión y cumplir las promesas que había hecho, les dio a las personas razón para creer, porque ahora tenían prueba que él era el Hijo de Dios, y que todo lo que les había dicho era verdad. ¡Cristo ha resucitado! Y porque Jesús estaba vivo, por el poder del Espíritu Santo los discípulos tuvieron fe. Esa fe los sacó de sus escondites, y, unas semanas después, en la fiesta de Pentecostés, comenzó la proclamación de esas buenas noticias que continúa hasta el día de hoy.
Cristo ha resucitado. ¿Puedo decirle lo que esto significa? Hace unos minutos hablé de los cientos de personas que enterré siendo pastor, y dije que se han quedado donde los pusimos. En realidad, esto último no es totalmente cierto, porque gracias a que Jesús resucitó, cuando esas personas dejaron de respirar; cuando sus corazones dejaron de latir; cuando sus cerebros dejaron de pensar y sus cuerpos dejaron de funcionar, el Cristo resucitado vino a buscar sus almas para llevárselas con él. Es cierto que los cuerpos los pusimos en la tierra, pero gracias al Cristo resucitado, al hacerlo pude asegurar a sus familiares y amigos que ‘porque Cristo vive, ese ser querido también vive’. Pude decirles que el ‘adiós’ que le estaban diciendo no era para siempre, y reafirmarlos en la promesa de la reunión eterna con los santos que, por su fe en el perdón y la salvación de Jesús, han partido antes que ellos.
Cristo ha resucitado. ¿Puedo decirle lo que esto significa? En estos mismos momentos muchos de ustedes están preocupados o asustados porque no saben qué les espera mañana en el trabajo, en la familia, en la salud, o en los estudios. El futuro puede parecer negro y deprimente. Pero si el Cristo resucitado es su Salvador, quiero que sepa que no está solo ni para vivir el día de hoy, ni para enfrentar el mañana desconocido e incierto. Si usted es uno de los muchos millones que se siente perdido y solo aún cuando está rodeado de personas, o si siente que a nadie le importa o que nadie se interesa por usted, escuche lo que el Cristo resucitado, el Señor viviente, le dice: «Yo estoy con ustedes todos los días» (Mateo 28:20). Más aún, la Biblia nos dice que podemos descargar todos nuestros problemas y ansiedades sobre él, porque él cuida de nosotros (1 Pedro 5:7).
Cristo ha resucitado. ¿Puedo decirle lo que esto significa? ¿Se siente culpable por los errores que ha cometido y por las cosas que debería haber hecho y no hizo? ¿Le cuesta dormir porque no tiene la conciencia tranquila? El Cristo resucitado, el mismo Cristo que perdonó a la mujer encontrada en adulterio, al discípulo que lo traicionó, y a los discípulos que lo abandonaron, también quiere perdonarlo a usted. Jesús quiere quitarle el peso de su pecado. La Biblia es muy clara cuando promete a todos los que creen en el Salvador resucitado que «la sangre de su Hijo Jesucristo nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7b).
Cristo ha resucitado. ¿Puedo decirle lo que esto significa? El año pasado presencié una tormenta muy grande desde el sótano de mi casa en San Luis. Hay quienes dicen que fue un tornado. No lo sé. Lo que sí sé, es que tiró abajó unos árboles grandes que teníamos en el fondo. A través de la ventana del sótano podía ver a un gorrión posado en una rama de un árbol, de frente al viento. La tormenta sacudía la rama hacia atrás y hacia delante, pero el pequeño gorrión se mantenía firme. Mientras lo observaba, pensaba que el gorrión le enfrentaba al viento diciéndole: «sopla tan fuerte como quieras; podrás sacarme de esta rama, pero todavía me quedan las alas».
Porque Cristo ha resucitado, todos los que creen en él pueden mirar de frente al pecado, la muerte, el diablo, y los desastres de la vida, y decir: «sopla tan fuerte como quieras, vida; podrás sacarme de donde estoy ahora, pero todavía tengo a Jesucristo».
Cristo ha resucitado. Eso es lo que estas palabras significan para mí y para todos los santos de Dios. Si de alguna manera podemos ayudarle a encontrar al Cristo resucitado, a continuación le diremos cómo comunicarse con nosotros.
Amén.