PARA EL CAMINO

  • Heridas sanadas

  • abril 11, 2021
  • Rev. Dr. Hector Hoppe
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Juan 20:24-29
    Juan 20, Sermons: 8

  • Gracias a las heridas de Jesús, el Padre en los cielos puede y quiere sanar todas nuestras llagas y permitir que ellas cicatricen y permanezcan sanadas para siempre.

  • Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

    El Viernes Santo, Jesús murió imprevistamente colgado de una cruz así, muy de repente. Pocas horas antes Jesús había estado celebrando la Pascua con los discípulos, comiendo juntos y luego orando en el Getsemaní. Y de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, los discípulos ven cómo se lo llevan preso. Hoy nosotros entendemos el significado de esa muerte sacrificial, pero para quienes estaban allí observando todo de cerca, nada de lo que ocurría tenía sentido. Y la muerte de Jesús los aturdió.

    Es muy común que la muerte imprevista de un ser querido produzca algo así como una anestesia en los deudos. Es como que los familiares y allegados del fallecido se dan cuenta de lo que pasó recién varios días después, e incluso varias semanas después. Nos pasa a todos, sentimos una cierta incredulidad ante la muerte, y pensamos: «No puede ser. ¿Cómo pudo haber pasado?» La conmoción no nos deja pensar claramente cuando nuestro mundo se derrumba de repente. Es más, nos sobrevienen sentimientos de culpa al pensar que quizás podríamos haber hecho algo para evitarlo.

    Algo así debe haberle sucedido al discípulo Tomás: debe haber estado aturdido por la muerte repentina, violenta e injusta de su maestro Jesús. Tomás desapareció de repente. No estuvo presente cuando en el día de su resurrección, Jesús se presentó ante sus discípulos. No sabemos dónde se había metido ni qué estaba haciendo. Pero eso es lo que una muerte trágica hace: golpea, anestesia, produce incredulidad y desesperanza. Sus compañeros deben haber estado muy contentos cuando se encontraron finalmente con Tomás y le dijeron que habían visto al Señor. Pero nada convenció a Tomás. Él tenía una sola cosa en la mente: quería ver a Jesús personalmente. No lo juzgo, no creo que yo hubiera obrado diferente. Los otros discípulos tampoco les habían creído a las mujeres que volvieron del sepulcro diciéndoles que Jesús había resucitado, ni les creyeron a los dos discípulos que volvieron corriendo de Emaús para contarles que habían visto al Señor. Ellos tenían que ver para creer. Y Tomás estaba atrasado con las noticias, porque se había salteado la primera reunión, y eso lo confundió aún más.

    Ocho días después, entre Jesús y sus discípulos se produce un encuentro muy similar al encuentro del día de la resurrección. La puerta está cerrada con llave, ya que el miedo y la extrema precaución siguen dirigiendo la vida de los discípulos. Entonces Jesús se aparece sin avisar, sin llamar a la puerta. Le gusta mostrarles a sus discípulos de lo que es capaz. No les reprocha sus actitudes ni le dirige palabras duras a Tomás. Solo les concede la paz de Dios, esa, la que sobrepasa todo entendimiento, la que quita la anestesia, la que derrumba la perturbación y la desorientación. Jesús va directamente a Tomás y le pide que revise las cicatrices de las heridas que recibió en la cruz. No sabemos si Tomás metió los dedos en esas heridas, pero sí sabemos que, al verlas, reconoció a Jesús públicamente como su Señor y Dios.

    Llama la atención que las heridas de la crucifixión sean visibles en el cuerpo glorificado de Jesús. Tal vez esperábamos que tuviera un cuerpo que no mostrara ningún indicio de violencia o sufrimiento. Pero no debemos olvidar que Jesús vino a sufrir, a dejarse lastimar para que nosotros no tengamos que pasar por esas circunstancias. Por sus heridas nosotros somos sanados, perdonados y hechos santos delante de Dios. El profeta Isaías anunció, siete siglos antes de la encarnación del Hijo de Dios, que «él será herido por nuestros pecados; ¡molido por nuestras rebeliones! Sobre él vendrá el castigo de nuestra paz, y por su llaga seremos sanados» (Isaías 53:5). No hay paz para nosotros sin las heridas de Cristo. El encuentro entre Jesús y sus seguidores hace realidad el anuncio de Isaías: Jesús se aparece con sus llagas a la vista y ofrece su paz. ¿Habrá entendido Tomás que esas heridas de Jesús fueron las que hicieron posible que él les diera paz? Tal vez Tomás seguía un poco aturdido, pero lo suficientemente despierto en la fe para exclamar: «¡Señor mío, y Dios mío!»

    Jesús sufrió heridas más profundas que las que les causaron los clavos. Al Señor se le reventaron los vasos sanguíneos a causa de la angustia que tenía mientras oraba en el Getsemaní. Los soldados romanos le flagelaron la espalda a latigazos. Su espíritu y sus emociones se sintieron abandonados por su querido Padre mientras colgaba de la cruz. Su dignidad había sido barrida por las burlas de sus ejecutores y de los incrédulos líderes religiosos. Pero Jesús soportó esto con buena voluntad porque tenía el propósito de salvarnos.

    Las marcas de los clavos permanecerán en el cuerpo de Jesús para siempre como prueba de su amor por nosotros. Las cicatrices de Jesús son señales del precio que pagó para que nosotros no fuéramos castigados por Dios a causa de nuestros pecados. Esas cicatrices de Jesús ya no sangran, ya fueron curadas por Dios Padre cuando resucitó a su Hijo de la muerte. Esas cicatrices le sirvieron a Tomás y a los demás discípulos para ver el precio de la paz que estaban recibiendo.

    Estimado oyente. ¿Hay cosas que te aturden, que te perturban, que te hacen apartarte de los demás? ¿Tienes heridas sin curar que se abren una y otra vez? Es muy común que queramos ocultar nuestras heridas ante los demás, especialmente las causadas por nosotros mismos cuando transgredimos el sentido común y tomamos decisiones que terminan haciendo un gran daño. Algunos tenemos heridas que nos acompañan desde nuestra niñez, infligidas por mayores que nos trataron con indiferencia, con amor mezquino o incluso con violencia y abuso. Esas heridas suelen abrirse y sangrar y nos producen dolor y angustia, y es posible que ni siquiera sepamos cómo curarnos de ellas. ¿Será posible sanar esas llagas? El Padre en los cielos demostró su poder al sanar las llagas de su Hijo Jesús. A causa de las heridas de Jesús, el Padre en los cielos puede y quiere sanar todas nuestras llagas y permitir que ellas cicatricen para que permanezcan sanadas para siempre.

    ¡Qué alivio habrá sentido Tomás cuando las heridas de Jesús lo ayudaron a reconocer al Señor y Dios que tenía ante él! ¡Cuánto alivio habrán sentido los discípulos reunidos la noche de la resurrección, cuando Jesús se les apareció por primera vez y les mostró sus heridas y los invitó a que lo tocaran! El evangelista Lucas relata ese momento con lujo de detalles: «‘¡Miren [dice Jesús] mis manos y mis pies! ¡Soy yo! Tóquenme y véanme: un espíritu no tiene carne ni huesos, como pueden ver que los tengo yo.’ Y al decir esto, les mostró las manos y los pies» (Lucas 24:39-40). Y como Dios es un Dios de segundas oportunidades, una semana después Jesús espera a que Tomás esté reunido con los demás discípulos, y repite la escena. Se aparece, da su paz y muestra sus llagas sanadas como señales de su amor y de su resurrección.

    ¡Cuánto alivio y paz podemos recibir cuando reconocemos a Jesús como Señor y Dios! Cristo espera por una segunda, tercera y cuarta oportunidad. En realidad, Dios no cuenta cuántas veces tiene que venir en Jesús para darnos su paz y sanar nuestras heridas. Cristo viene cada vez que leemos su Palabra, cada vez que escuchamos la predicación en las reuniones dominicales, cada vez que nos acercamos a comer y a beber su cuerpo y sangre en la Santa Cena. Él viene a sanar nuestras heridas y a animarnos a usar esa sanidad para testificar a otros del amor divino. Jesús sana nuestras heridas perdonando nuestros pecados y dándonos fuerzas para perdonar a quienes causaron esas heridas.

    Tal vez Jesús estaba orgulloso de sus heridas. Tal vez se las miraba y sonreía al ver lo mucho que esas heridas habían conquistado. De niños nos gustaba mostrar nuestras cicatrices a nuestros amigos y compañeros para hacer gala de nuestras travesuras y de nuestras heroicas aventuras. Estábamos orgullosos de nuestras heridas. Ya no nos importaba cuánto habían dolido cuando las recibimos. Ya más grandes, tal vez fuimos heridos emocionalmente en forma profunda, y tal vez lo que más nos duela, todavía hoy, sea tener en el recuerdo a quienes nos las causaron. No miramos esas heridas con orgullo, seguramente porque aún no fueron curadas. Tal vez solo las tapamos un poco para que nadie las descubra. Pero no hay nada que podamos ocultar a los ojos de Dios. Es mejor así, porque de esa forma él puede venir, y con su paz, sanarnos en lo más profundo de nuestro espíritu. Él tiene el poder y la buena voluntad de hacer esto por nosotros. Para eso resucitó, para eso se apareció a sus discípulos, y para eso nos dejó escrito su testimonio. Así es como se cumple en nosotros la profecía de Isaías: «Por sus llagas seremos sanados» (Isaías 53:5).

    Estimado oyente, si de alguna manera te podemos ayudar a recibir la sanidad de tus heridas y la paz del Señor Jesús, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.