PARA EL CAMINO

  • El secreto de un viñedo fructífero

  • mayo 2, 2021
  • Rev. Dr. Hector Hoppe
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Juan 15:1-8
    Juan 15, Sermons: 6

  • Dios espera frutos de nosotros, y para eso nos pide que permanezcamos en él. Jesús sabe que en la vida vamos a sufrir dudas, mentiras, desilusiones, frustraciones, enfermedades y muerte. Es por ello que nos dice ‘permanezcan en mí; yo di mi vida para mantenerme en ustedes y ustedes en mí’.

  • Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Amén.

    No soy agricultor, pero de tanto visitar zonas agrícolas y ganaderas he aprendido algo de las tareas del campo, de los afanes cuando la lluvia escasea y de las plagas cuando destruyen lo que se plantó con tanto esmero y esperanza. He experimentado las alegrías de las cosechas durante el verano y los humores de los agricultores que variaban según la cantidad y calidad de la producción. Fueron experiencias interesantes que enriquecieron mi vida y que me ayudan incluso a entender la Biblia y sus mensajes metafóricos.

    Jesús usa la metáfora de un viñedo para enseñarnos la importancia de nuestra relación con él. He tenido la oportunidad de estar en muchos viñedos en diferentes lugares del mundo. Los viñedos actuales, además de producir uvas para sus diferentes usos, se han convertido en destinos turísticos. Visitándolos, he aprendido algo de lo delicado que es el proceso de elegir el terreno, plantar la vid, podarla, cuidarla de todo tipo de plagas y enfermedades y cosechar en el momento justo. Cuando los discípulos escucharon a Jesús en la parábola del viñedo, tenían una idea muy clara de lo que su maestro estaba hablando y podían, seguramente, conectar esta metáfora con algunos pasajes del Antiguo Testamento.

    Eso es también lo primero que tenemos que hacer nosotros para entender la importancia de estas palabras de Jesús: ir al Antiguo Testamento. Varias veces los profetas expresan que Israel era una viña que Dios plantó para que fuera un ejemplo de buenas uvas, o sea de frutos buenos que hablaran maravillas de su hortelano: el Padre celestial. El profeta Oseas dice en el capítulo 10 versículo 1, que «Israel es una viña frondosa y muy fructífera, pero la abundancia de sus frutos fue semejante a la abundancia en sus altares. ¡Mientras más le produjo la tierra, más aumentó sus ídolos!». Más o menos en ese mismo tiempo, el profeta Isaías hace un anuncio parecido. En el capítulo 5 versículo 7 dice: «La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel… Esperaba él justicia, y solo hay injusticia, equidad y solo hay iniquidad». Sin embargo Dios, el mejor productor del mundo, no recibe los frutos que sus vides deberían producir. Dios vino a buscar uvas dulces a su viñedo Israel, pero solo encontró uvas agrias.

    ¿Qué hizo Dios entonces? De la misma cepa plantó otra vid en el mundo. Esa cepa se llamó Jesús, a quien conocemos como la vid verdadera. Esa vid verdadera pasó por todos los avatares conocidos en este mundo pecaminoso: en los mismos comienzos de su vida fue perseguido y tuvo que ser trasplantado fuera de su tierra natal, en un país extranjero. Fue perseguido y abusado, su cuerpo fue violentado a latigazos, espinas y clavos. Finalmente, fue enterrado sin esperanza de que pudiera dar algún fruto. Pero al tercer día, cuando se levantó triunfante de la muerte, presentó el fruto mayor que el Padre celestial esperaba: el perdón de los pecados que permitió que el pecador fuera reconciliado con Dios. Ese pecador eres tú y soy yo.

    Tú y yo somos ahora discípulos de Jesús, los pámpanos, los sarmientos tiernos y verdes que son el enlace entre el tronco y la fruta. Ahora somos nosotros quienes escuchamos lo que Jesús nos dice al principio mismo de esta parábola. El Padre en los cielos es el labrador, Jesús es la vid plantada en su iglesia y nosotros somos las ramas que tienen como función dar frutos. Si damos mucho fruto como cristianos, no tendremos necesariamente una vida apacible y tranquila, sino que el Padre vendrá a podarnos para que produzcamos aún más. En el mundo hay hambre de perdón, por lo que Dios espera mucho fruto de nuestra parte para que podamos alimentar con la paz de Dios a quienes nos rodean.

    La Palabra de Dios es lo que mantiene a la planta sana y limpia. Eso hizo Jesús con sus discípulos y eso hace también con nosotros: nos limpia con su palabra de perdón. Pero, claro, por experiencia sabemos que nos ensuciamos rápidamente, que los frutos de amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza no brotan siempre con fuerza. A veces somos un poco agrios y lastimamos a otros; no apoyamos al débil, ni animamos al enfermo, ni consolamos al que sufre. El pecado, esa plaga que está plantada en todo el huerto humano, se encarga de arruinar la buena cosecha, rompiendo nuestra buena relación con el labrador celestial.

    En el versículo 4 de nuestro texto Jesús planta un concepto que no es ninguna parábola, sino simple y directo: «Así como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí». El ejemplo es claro. No hace falta visitar una viña para ver cómo una rama que es cortada o arrancada del árbol se seca. ¡No tiene de dónde sacar el alimento, la savia necesaria para subsistir! Así es con nosotros, sus discípulos, sus ramas. Si no recibimos el alimento que nos da la Palabra de Dios, no podemos subsistir y mucho menos producir frutos. Y la sentencia de Jesús en el versículo 6 a esas ramas que se desprendieron del árbol da escalofríos: «El que no permanece en mí será desechado… y se secará; a estos se les recoge, y se les arroja al fuego, y allí arden». En resumen, Dios no tiene lugar en la iglesia para ramas secas.

    ¿Qué estaría pasando por la mente de los discípulos al escuchar estas palabras de Jesús? ¿Qué pasa por tu mente cuando escuchas estas palabras? Bien, antes de entrar en pánico, tenemos que escuchar también la promesa de Jesús del versículo 5: «Yo soy la vid y ustedes los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí ustedes nada pueden hacer». Tal vez, estimado oyente, ya seas un cristiano experimentado y sabes muy bien que sin Jesús eres incapaz de hacer algo noble para ayudar al prójimo. O tal vez eres un cristiano nuevo que recién se está dando cuenta de los efectos del perdón y de la paz que Dios puso en tu corazón. Cualquiera sea el caso, esta palabra de Jesús es para todos sus discípulos, sin distinción. Cuando permanecemos unidos a él, producimos mucho fruto.

    Dios espera frutos de nosotros, y para eso nos pide que permanezcamos en él. Jesús sabe que vienen a nuestra vida sacudones que nos hacen fluctuar entre aceptar la voluntad de Dios o seguir la nuestra propia. Vienen las dudas de que Dios realmente esté interesado en nosotros. Viene la frustración porque nuestras oraciones son contestadas en formas irreconocibles. Vienen dolores causados por pérdidas irreparables. La enfermedad, la muerte, la estafa, la deshonestidad, la mentira nos rodean diariamente y nos hacen sus víctimas. Jesús sabe todo eso, por eso su insistencia: ‘Permanezcan en mí. Yo tengo la savia divina, yo tengo palabras que los limpian de impurezas. Yo tengo una cena a la que pueden venir cada semana para fortalecerse con mi cuerpo y sangre. Yo los planté en el reino de los cielos mediante el Bautismo, y con mi Palabra y la Santa Comunión los riego constantemente para protegerlos de la plaga del pecado y para alimentarlos con el Espíritu Santo. Quiero que produzcan frutos y no que sean cortados y quemados. No di mi vida para eso, sino para mantenerme en ustedes y ustedes en mí’.

    Unas horas antes de este discurso, Jesús había celebrado con sus discípulos la última cena, les había mostrado y dado a probar su cuerpo y sangre, la savia que alimenta el espíritu de todos los discípulos, incluidos tú y yo. El lenguaje eucarístico del capítulo 6 de Juan confirma esta enseñanza de Jesús. En Juan 6:53-56 Jesús dice: «De cierto, de cierto les digo: Si no comen la carne del Hijo del Hombre y beben su sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el día final. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él.»

    Es solo cuando Jesús está en nosotros y nosotros permanecemos en su enseñanza —provista por las Sagradas Escrituras— que podemos llevar mucho fruto y así glorificar a nuestro Padre en los cielos. Dios no nos enseña nada complicado aquí. Lo que Jesús dice está claro como el agua. Cualquier agricultor, viñatero o discípulo puede entenderlo.

    * Jesús espera frutos de nosotros, aunque es él quien nos mantiene con vida y nos da la savia para que los produzcamos.

    * Jesús nos quiere podados y limpios, aunque es él quien nos limpia con su palabra de perdón.

    * Jesús nos quiere sanos y fuertes, y por eso es él quien nos alimenta con su Palabra y la Santa Comunión.

    * Jesús quiere que hagamos buenas obras para ayudar al prójimo, y él mismo prepara esas buenas obras y las pone a nuestro alcance.

    * Jesús hace todo en la iglesia, la viña del Señor, pero lo hace a través de nosotros.

    Jesús termina esta parábola de la vid verdadera diciendo: «En esto es glorificado mi Padre: en que lleven mucho fruto, y sean así mis discípulos.» Con estas palabras, Jesús resume la voluntad perfecta de Dios para ti y para mí.

    Estimado oyente, si de alguna manera te podemos ayudar a permanecer en el Señor Jesús mediante su Palabra y la Santa Comunión, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.