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PARA EL CAMINO
Todos los milagros de Dios, incluido el más grande de todos, la resurrección de Jesús de los muertos, son señales de su amor por nosotros y de su gran poder para vencer incluso al mayor de los enemigos: la muerte.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Amén.
«Me salvé de milagro», me dijo mi amigo cuando me contaba del accidente que tuvo. Al mirar el vehículo completamente destrozado, en lo único que pudo pensar es que salió vivo y en buena forma solo por milagro. Y eso es lo que hace el milagro, explica lo que no podemos entender, lo que supera nuestra forma de razonar y nuestro sentido común. Si prestamos atención, nos daremos cuenta de que usamos la palabra milagro muchísimas veces. Por ejemplo, cuando alguien está muy enfermo, decimos que solo un milagro podría salvarlo.
¿Nos damos cuenta de que constantemente contamos con que sucedan milagros a nuestro alrededor? Cuando las cosas se nos escapan de las manos y ya no hay nada más que podamos humanamente hacer, esperamos un milagro. A veces pedimos un milagro y otras veces, en nuestra desesperación ¡exigimos un milagro! ¿Te animas a contar cuántas veces has pedido por un milagro? Es interesante notar que, aun cuando no podemos programar o manejar un milagro, contamos con él.
Pero ¿de dónde sacamos eso de los milagros? Se me ocurre pensar en dos fuentes: una es que los milagros ocurren. Hay historias y testimonios de milagros en todas las culturas. Un hermano de la iglesia me dijo hace poco que en el hospital donde él trabaja se ven milagros todos los días, solo que no se publican. Lo dijo porque hay enfermos que sanan sin que la medicina lo explique cómo. Definitivamente, los milagros no se pueden explicar científicamente. La otra fuente es la Biblia, que de alguna forma es un libro de milagros.
Pensemos en cómo tres judíos de alto rango en la corte babilónica pasaron horas en un horno de fuego sin sufrir ningún daño. Los babilonios quisieron «hornearlos» porque ellos se habían negado a abandonar al Dios de Israel. Por orden imperial se les había exigido que se arrodillaran solamente ante la estatua de oro que el rey había erigido. Como estos tres funcionarios judíos no hicieron caso a ese edicto, fueron maniatados y lanzados a un candente horno en llamas. Pero, para sorpresa de todos, esos hombres fueron salvados por un milagro divino y salieron del horno sin siquiera oler a humo (esta historia la encontramos en el capítulo 3 del libro de Daniel).
Uno de los milagros documentados en la Biblia que me llama la atención, lo encontramos en el capítulo 6 del segundo libro de Reyes, cuando el profeta Eliseo hace flotar un hacha. Es un milagro interesante porque solo se trataba de un hacha que un jornalero había pedido prestada y que se le había caído al río. Entonces Eliseo la hace flotar para que el pobre hombre pudiera seguir trabajando. Este milagro ocupa siete versículos en la Biblia. ¿Qué nos quiere enseñar? Este, y todos los milagros que se relatan en la Biblia nos quieren enseñar algo más importante que su resultado inmediato.
Jesús hizo más milagros que cualquier otro personaje en la Biblia, tantos que no nos alcanzaría el tiempo aquí para enumerarlos y analizarlos a todos. ¿Con qué propósito los hizo? ¿Para que las personas lo admiraran? Decididamente, no fue para eso. ¿Lo hizo para calmar situaciones, restaurar relaciones, y sanar enfermos? En parte, ese fue uno de los motivos. Pero los milagros tienen otra cara, y eso es lo que explica el apóstol Pedro en el vibrante sermón que pronunció el día de Pentecostés.
Pedro, el discípulo que negó a Jesús, que junto con los otros discípulos se encerró con llave por temor a los judíos que habían hecho crucificar a Jesús, se pone de pie ahora junto con sus compañeros y, con toda valentía, anuncia el propósito de los milagros que Jesús había hecho. «Varones israelitas», dice Pedro, «Jesús nazareno… fue el varón que Dios aprobó entre ustedes por las maravillas, prodigios y señales que hizo por medio de él, como ustedes mismos lo saben» (v 22). Y así, en forma bien simple, vemos la otra cara del milagro. Lo natural y lo sobrenatural que Jesús hizo en la tierra fue para declarar que él venía de parte de Dios, que él mismo era Dios y que estuvo acompañado por el Espíritu Santo durante todo su ministerio. En definitiva, los milagros de Jesús mostraron a la Santa Trinidad en acción, con el santo propósito de que quienes los vemos, creamos que Jesús es el Hijo de Dios que vino al mundo de acuerdo con el plan divino, y que entregó su vida voluntariamente en una cruz, para pagar por nuestra desobediencia y rescatarnos para Dios.
Es común que haya un gran abismo entre lo que las personas esperan de Dios y lo que Dios espera de las personas. Aun entre los cristianos nos pasa que no esperamos tanto de Dios por las cosas eternas, sino que esperamos más por las cosas de todos los días, principalmente el alivio de aflicciones que nos perturban. Dios, en cambio, espera de nosotros que confiemos en él, no solamente de que él proveerá de todo lo que necesitamos, sino sobre todo de que él nos sostendrá en toda circunstancia y que al final nos resucitará para vida eterna, así como resucitó a Jesús.
Ese es el propósito de los milagros: que veamos más allá de nuestras narices, que no nos enfoquemos solamente en lo cotidiano, sino en lo eterno. Después de todo, el milagro mayor para el cual Jesús vino es su propia resurrección de los muertos. «Ustedes lo mataron por medio de hombres inicuos, crucificándolo», acusa Pedro a los líderes judíos, «pero Dios lo levantó, liberándolo de los lazos de la muerte, porque era imposible que la muerte lo venciera» (vv 23-24). Este fue el primer anuncio público de la resurrección de Jesús. Este, el milagro más grande de Dios, fue parte de un plan eterno que nos tuvo en cuenta a ti y a mí. Dios no necesitaba hacer nada para su propia gloria. Todos sus milagros, incluido el más grande de todos, la resurrección de Jesús de los muertos, son señales del amor de Dios por nosotros y de su gran poder para vencer incluso al mayor de los enemigos: la muerte.
Pedro no se dejó intimidar por los líderes judíos de quienes antes había huido y escondido tras puertas cerradas. Pedro ahora acusa a esos líderes con toda la verdad de Dios: «Ustedes lo crucificaron, por su conducta, su incredulidad, su rechazo al plan de Dios.» La muerte de Jesús y su resurrección no fueron acontecimientos espontáneos, sino que estuvieron meticulosamente planificados desde la eternidad. Y para entender esta actitud de Dios, tenemos que reconocer que las palabras acusatorias de Pedro nos tocan también a nosotros, porque a causa de nuestra desobediencia somos responsables de la muerte de Jesús. Pero esta crucifixión y muerte también tiene otra cara, porque Jesús decidió dejarse crucificar y morir voluntariamente para pagarle a Dios por nuestros delitos. Jesús lo hizo de esta forma porque sabe que, si yo soy crucificado y muerto, no puedo salvar a nadie, ni siquiera me puedo salvar a mí mismo. Solo Jesús pudo hacer eso, y lo hizo con mucho gusto, por ti y por mí.
Hacía pocas semanas que Jesús había resucitado de los muertos y los discípulos de Jesús, que ya eran muchos más que los doce originales, están en estado de ebullición, sobretodo ese día del sermón de Pedro, porque ese día habían recibido el poder del Espíritu Santo durante la fiesta de Pentecostés. Pedro nos sirve como ejemplo del poder de la resurrección de Jesús. El que se escondía, ahora se pone de pie ante multitudes de creyentes y de enemigos con poder para matar, y sin vacilar usa la resurrección de Jesús para apuntar al plan amoroso de Dios para salvar a la humanidad.
Y eso es lo que hace la resurrección de Jesús: transforma a las personas. Los compatriotas de Jesús lo reprobaron, por sus enseñanzas y por sus milagros, pero Dios lo aprobó por medio de las señales, los prodigios y las maravillas que él hizo en medio de su pueblo. Testigos de esas maravillas sobraban en cada aldea de Palestina. Dios no ocultó quien era Jesús, y no lo oculta ahora tampoco. Dios quiere usar las señales, los prodigios y las maravillas para probar que Jesús es su Hijo, que vino con una misión a la tierra: salvarnos a nosotros, pecadores.
Si pedimos señales, Pedro nos apunta a la tumba vacía. Si pedimos maravillas, Pedro nos apunta al Cristo resucitado. Si pedimos milagros, Pedro nos señala la actitud del Dios trino. Dios Padre tuvo compasión de nosotros y dispuso un plan de rescate al más alto precio: la entrega de su Hijo para morir en nuestro lugar. El eterno Hijo de Dios, encarnado en la persona de Jesús, nos rescató y liberó de la condena del pecado derramando su propia sangre, para evitar que nuestro enemigo el diablo —que nos tenía cautivos— nos hiciera daño. Dios Padre y su Hijo Jesús cumplieron la promesa de enviarnos el Espíritu Santo, quien nos ha traído a la fe. El Espíritu Santo nos abrió los ojos para que veamos nuestra perdición, nuestro pecado, nuestra culpa, para que veamos que no fueron los romanos los que clavaron a Jesús en la cruz, sino que fue nuestra desobediencia. El Espíritu Santo abre nuestros oídos para que creamos el testimonio de Pedro, de que al Jesús que nosotros crucificamos, «Dios lo ha hecho Señor y Cristo» (v 36).
Cuando fuimos bautizados en el nombre de la Santa Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, Dios lavó nuestros pecados en la sangre de Cristo sin que nosotros hayamos hecho nada para merecerlo. El primer gran milagro de Dios en nosotros es que nos dio la fe, y ese primer milagro apunta ahora al milagro último, al más grande, a nuestra propia resurrección de los muertos el día final. El primer milagro nos sacó de la condenación de nuestros pecados mediante el perdón obrado por Cristo, el segundo milagro nos pone en la eternidad para disfrutar nuestra santidad plena junto a la santidad del Dios trino.
Estimado oyente, si de alguna manera te podemos ayudar a ver los beneficios del gran milagro de la resurrección de Jesús, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.