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PARA EL CAMINO
Cuando los discípulos le preguntan a Jesús cómo orar, Jesús les enseña el Padrenuestro. A la petición: «El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy», Dios responde de muchas formas, haciendo uso de personas de carne y hueso como instrumentos de su provisión.
Cuando los discípulos le preguntan a Jesús cómo orar, Jesús les enseña el Padrenuestro: «Padre nuestro que estás en el cielo». Una de las peticiones reza así: «El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy». Dios escucha esta oración y la responde de muchas formas, haciendo uso de personas de carne y hueso como instrumentos de su provisión. Dios Padre provee a sus criaturas alimento por medio de la madre que amamanta a su hija, el obrero que trabaja para proveer a su familia, legisladores que incrementan el salario mínimo o empresas privadas que aportan a campañas de nutrición.
En el año 2020, el famoso Premio Nobel de la Paz le fue otorgado al Programa Mundial de Alimentos, la agencia humanitaria más grande del mundo y del sistema de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), por su lucha por combatir el hambre. António Guterres, el Secretario de la ONU, dijo que en «un mundo de abundancia, es inconcebible que cientos de millones de personas se acuesten cada noche con hambre» [1] , y luego añadió: «Las mujeres y los hombres del Programa Mundial de Alimentos se enfrentan a grandes peligros y distancias para proporcionar sustento vital a los afectados por los conflictos, a las personas que sufren a causa de las catástrofes, a los niños y a las familias que no saben cuál será su próxima comida.» El Programa opera de forma admirable, asistiendo cada año a 97 millones de personas en más de 80 países. La magnitud y el alcance de su misión asombra e inspira. Se trata de un milagro. Es la obra de Dios quien, por medio de instrumentos humanos, da de comer a muchos.
En la Biblia, una de las señales que muestra cómo Dios cuida de su creación es su provisión de sustento al hambriento. Una de las narrativas clásicas del Antiguo Testamento nos presenta al pueblo de Israel con hambre en el desierto del Sinaí. Mediante Moisés, Dios ha librado a Israel de su esclavitud a Egipto. El pueblo es ahora libre. Dejando atrás a sus perseguidores, los israelitas cruzan el Mar Rojo hasta llegar a tierra firme. Pero una vez que empiezan a vivir en el desierto no están contentos con Dios. Entonces, según leemos en Éxodo 16:3, empiezan a murmurar contra Moisés y su hermano Aarón y a reclamarles: «Mejor nos hubiéramos muerto en la tierra de Egipto a manos del Señor. Allá nos sentábamos junto a las ollas de carne, y comíamos pan hasta saciarnos. Ustedes nos han sacado a este desierto para matarnos de hambre a todos nosotros». Pero como Moisés y Aarón son los representantes de Dios ante su pueblo, las protestas y murmuraciones de Israel no solo se dirigen a ellos sino a Dios mismo. Habiendo escuchado sus protestas, Dios se apiada de su pueblo y le dice a Moisés: «yo voy a hacer que les llueva pan del cielo» (v. 4a). Todas las mañanas Dios hacía caer rocío del cielo sobre la superficie del desierto, una especie de masa chiquita y redondita (v. 14). Este maná era la señal del favor y la bondad de Dios.
Dios ordenó que cada mañana, seis días de la semana, el pueblo saliera a recoger suficiente maná para alimentar a sus familias (Éxodo 16:4). El sexto día podían recoger una porción doble para que les durara hasta el séptimo día (v. 5). Por medio de este mandato, Dios literalmente le estaba dando a su pueblo el pan de cada día, recordándoles que él los había liberado de Egipto (v. 6), y por ende que solo él es su proveedor y salvador. Pero en vez de conformarse con el don de Dios y dar gracias por sus bienes, su pueblo no le hace caso a Dios y desobedece su mandato. No solo es un pueblo quejón sino también desobediente. Cada día Dios les daba lo suficiente para hartarse y saciarse (vv. 8, 12), y aun así algunos tomaban más pan de la cuenta. Pero cuando lo hacían, esa masa extra del cielo no duraba nada: se llenaba de gusanos y se pudría, o se derretía con el calor (vv. 20-1). Dios les promete que tendrán su pan de cada día, pero su pueblo no cree en su palabra. Vemos un contraste entre el pueblo y Dios. Dios es fiel, pero su pueblo es infiel, desobediente. El pueblo no tiene fe en lo que Dios dice, pero Dios cumple con su promesa.
A veces nosotros somos como el pueblo de Israel en los tiempos de su travesía por el desierto. Cuando no tenemos lo que queremos, nos quejamos y murmuramos. Quizás no nos quejamos directamente con Dios o no murmuramos explícitamente en contra de él. Los israelitas tampoco lo hicieron: se quejaron con Moisés y Aarón, los intermediarios de Dios. Nosotros hacemos lo mismo. Los hijos refunfuñan contra sus padres. Los padres se quejan de sus jefes o compañeros de trabajo. Los ciudadanos murmuran contra los gobernantes o los comerciantes. Dios nos da el pan de cada día mediante estos instrumentos. Pero no siempre apreciamos estos bienes. Siempre queremos más y no damos gracias a Dios por lo que tenemos. Ciertamente, hay situaciones en la vida en las que no recibimos lo que necesitamos para vivir plena y dignamente, y en estos casos es necesario pedir mejor trato, condiciones de trabajo, salarios, precios, etc. No estamos en contra de aquellas quejas y protestas cuyo fin es revelar situaciones injustas que necesitan ser rectificadas para bien del prójimo.
El problema de Israel no es que vive en la opresión. Dios lo libró de Egipto. Vive libre. El problema tampoco es que sus quejas son ignoradas. De hecho, Dios escucha a su pueblo en su necesidad y la suple de manera abundante, enviándoles pan del cielo. ¿Entonces cuál es el problema de Israel? Sus quejas y murmuraciones son síntomas de un mal más profundo, un problema del corazón. Es su falta de fe en Dios y sus promesas de provisión lo que lleva a Israel a vivir en disconformidad, a querer más de lo que necesita, a ser desagradecido con Dios. La historia de Israel nos sirve como advertencia y exhortación. Nos enseña a apreciar lo que tenemos, a usar nuestros bienes con moderación y buen juicio (especialmente en tiempos de carencia), a compartir con otros en tiempos de abundancia, y sobre todo a dar gracias a Dios por cumplir con sus promesas de provisión y cuidado.
Dios no solo nos da el pan diario que necesitamos para nutrir nuestros cuerpos y tener la energía necesaria para cumplir con nuestras tareas diarias. También nos da el pan espiritual, es decir, todo lo que necesitamos para vivir en gozosa comunión con él ahora y siempre. En el evangelio de Juan vemos que Dios Padre da de comer a muchos por medio de su Hijo Jesús. Resulta que después de haber alimentado milagrosamente a unas 5,000 personas con cincos panes y dos pescados, mucha gente buscaba y seguía a Jesús. Pero Jesús les dice que no se conformen con «la comida que perece,» la que se digiere un día y ya no dura más, sino que busquen y deseen «la comida que permanece para vida eterna, la cual el Hijo del hombre les dará; porque a éste señaló Dios el Padre» (Juan 6:27). En tiempos de Moisés, la señal de provisión divina para Israel fue el maná o pan que Dios Padre les envió en el desierto (v. 31). Pero ese pan no duraba más que un solo día, y luego había que ir a recoger más el próximo día. Ese pan era comida buena, pero al fin comida que perece. Pero en el plan de Dios, esta señal a Israel solo anticipaba una señal divina aún más preciosa: apuntaba a una promesa divina imperecedera, al envío de un pan del cielo que no perece, sino que dura para siempre.
¿Pero qué pan dura tanto? Si dejas el pan fresco en su bolsa y lo pones en un lugar lejos del sol y seco, a temperatura ambiente, te dura un poco más. Pero no mucho. Aun el pan más procesado no dura por siempre. Al fin llega el día en que todo pan se pone duro y se pudre. Pero hay ciertos dones que Dios nos da y duran más que la comida. Hay ropa que se viste por mucho tiempo, pero luego se deshilacha o empieza a mostrar hoyos. Una buena casa dura bastante tiempo, pero hay que darle mantenimiento o se desmorona poco a poco. Las lecciones de nuestros padres o maestros; un buen libro, poema, película o pieza musical; las experiencias vividas en familia y con amistades—todos estos dones no se olvidan fácilmente. Pero aun la memoria nos falla y nuestros seres queridos mueren.
A diferencia de los bienes terrenos que vienen y se van, Dios Padre nos ha enviado un pan celestial que no perece y que suple toda nuestra necesidad, sea temporal o espiritual. A quienes lo seguían «Jesús les dijo: ‘De cierto, de cierto les digo, que no fue Moisés quien les dio el pan del cielo, sino que es mi Padre quien les da el verdadero pan del cielo. El pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo.’ Le dijeron: ‘Señor, danos siempre este pan.’ Jesús les dijo: ‘Yo soy el pan de vida. El que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás'» (vv. 33-35). Prestémosle un poco más de atención a estas palabras de Jesús. En primer lugar, Jesús distingue entre Moisés y Dios. No fue un hombre el que dio pan a Israel. El pan vino del cielo, no de la tierra. Su fuente es Dios. En segundo lugar, Jesús distingue entre el pan que Dios envió del cielo en tiempos de Moisés para nutrir a Israel y el verdadero pan que descendió del cielo para dar vida a todo el mundo. El pan del cielo en tiempos de Moisés fue una cosa, un tipo de masa, que Dios dio para sustentar a su pueblo. Pero el pan del cielo en tiempos de Jesús no es una cosa, sino una persona que promete dar vida no solo a Israel sino a todas las naciones, a todos los pueblos que ponen su confianza en él, que tienen fe en su promesa de vida eterna. Finalmente, no es una persona cualquiera la que desciende del cielo. Los ángeles y los pájaros también descienden del cielo, pero no nos pueden dar vida ni física ni espiritual porque son criaturas como nosotros. Pero Jesús nos dice que él da vida porque, al igual que el Padre que lo envió, él también es Dios. De la boca de Jesús escuchamos el nombre de Dios con el cual éste se reveló a Moisés: «Yo soy el que soy». Jesús le dice a quienes lo siguen: «Yo soy el pan de vida» (v. 35). Jesús nos da vida permanente, abundante, eterna, tanto física como espiritual, porque él es Dios con el Padre. Dios mismo es nuestro pan de vida.
La vida es como un caminar por un árido desierto. Sin pan y agua es difícil salir vivo de un desierto. Dios nos ha enviado a su Hijo Jesucristo como rocío en nuestro desierto. ¿Tienes hambre? ¿Tienes sed? ¿De qué? ¿Comida, vestido, vivienda? ¿Qué te falta? ¿Amor de familia, amigos fieles, compañeros confiables? ¿Tienes sed de perdón y reconciliación con aquellos a quienes has herido o te han herido? ¿Hambre de fuerza para vencer las tentaciones del maligno? ¿Sed de una vida con propósito, de servicio social en un mundo tan individualista y narcisista? ¿Hambre de justicia para el prójimo vulnerable? ¿Sed de descanso en un mundo tan lleno de labores? Jesús es tu oasis en el desierto. Solo escucha su dulce promesa: «Ésta es la obra de Dios: que crean en aquel que él ha enviado . . . Yo soy el pan de vida. El que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás». Recibe esta certera promesa de Jesús. El pan del cielo es tuyo. ¡A comer se ha dicho!
Estimado oyente, si de alguna forma podemos ayudarte a encontrar en Jesús la respuesta al hambre y sed que tienes en tu vida, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.