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PARA EL CAMINO
TEXTO: Jeremías 33:14-16
Jeremías 33, Sermons: 1
Todos hacemos promesas, pero no todos las cumplimos siempre. Sin embargo, cuando Dios hace una promesa, la cumple No hay ninguna posibilidad de que Dios no cumpla sus promesas, por el simple hecho de que él es Dios.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Amén.
«Promesas, promesas, promesas. Esto es lo que todo el mundo hace y muy pocos cumplen.» Escucho a menudo estas quejas que, generalmente, se dicen con un tono de disgusto. Parece que son muchas las personas que padecen la desilusión de promesas incumplidas. ¿A ti te ha pasado? Yo he estado en los dos lados de la promesa. He hecho algunas que he cumplido y otras que no, y me han hecho promesas que fueron cumplidas y otras que no. Ya lo tomo como algo normal, o lo tomo como «de quién viene».
Cuando ando por una autopista veo carteles que con gran orgullo exponen una tarea terminada: «Autopista ampliada y mejorada», dice el cartel, «así como hemos prometido». Son populares este tipo de carteles, porque los gobiernos de turno tienen que hacer saber a quienes los eligen que pueden confiar en su administración un período más, porque han cumplido su promesa. No importa cuán bien la cumplieron, ni si fue a tiempo o no. Lo importante era cumplir.
En la lectura bíblica de hoy, nos encontramos con una promesa que fue pronunciada en un contexto de desolación y desesperanza. Ese es el contexto donde las promesas adquieren tanta importancia. El profeta Jeremías está preso en la casa de Sedequías, rey de Judá. El maltratado profeta había sido detenido por haber profetizado que Dios castigaría a su pueblo, junto con su Rey, por causa de su desobediencia. Jeremías hizo simplemente lo que un profeta debe hacer: transmitir la voluntad de Dios. Y la advertencia de Jeremías entró en acción: el pueblo de Judá fue llevado cautivo a Babilonia y la ciudad de Jerusalén fue sitiada por el enemigo. El rey no veía como escapar de esta situación, así que hizo lo que hacen todos los que están desesperados y ya no tienen más argumentos: quitó del medio al mensajero. En otras palabras, el rey Sedequías se tapó los oídos con las manos, como si eso disolviera sus problemas.
El pueblo de Dios y su rey siguen rebeldes. Pero Dios insiste, pidiéndole a Jeremías que repita una promesa que ya había pronunciado antes: «Haré que de David surja un Renuevo de justicia, que impondrá la justicia y el derecho en la tierra… Judá será salvado y Jerusalén habitará segura.» Esta profecía cae justo en medio del miedo y la desesperación, algo que ha sido una constante en las Sagradas Escrituras. Desde las primeras páginas de la Biblia vemos que las promesas de Dios vienen en los momentos de mayor necesidad. Cuando Adán y Eva desobedecieron a Dios y trajeron a toda la raza humana al mundo contaminado por el diablo y el pecado, Dios pronuncia su primera promesa: Voy a enviar a un Salvador que destruirá definitivamente al enemigo de la raza humana y de toda mi creación. Y Dios sigue haciéndonos promesas, todas derivadas de esa primera gran promesa en Génesis 3:15, y cumplida magistralmente por el Cristo encarnado hace unos dos mil años.
Jesús fue el verdadero ser humano que descendió de David, el renuevo de ese rey famoso del Antiguo Testamento, que vivió, murió y resucitó para imponer la justicia y el rectitud en la tierra. Jesucristo fue el descendiente de David y el Hijo de Dios, por eso la justicia y el derecho que él impuso fueron honestos, incorruptos, santos y de alcance eterno. Por su vida, muerte y resurrección, Jesús puede imponer literalmente sobre nosotros su justicia y hacernos justos delante de Dios. Esta profecía de Jeremías, de un juez que impondrá justicia y rectitud en la tierra, no tiene ningún otro significado. Nosotros, los seres humanos pecadores, somos los injustos y torcidos que no tenemos capacidad alguna de hacer un acto de justicia que valga delante de Dios. Somos como el pueblo de Judá y como el rey Sedequías: nos tapamos los oídos para no escuchar las advertencias de Dios y a veces nos tapamos los ojos para no ver que estamos rodeados del enemigo que, si Dios no interviniera, nos mantendría sitiados para siempre en la condenación eterna.
Pero Dios interviene una y otra vez. Jeremías comienza su profecía diciendo que «Vienen días en que yo [el Señor] confirmaré mis buenas promesas». Dios promete y repite sus buenas promesas muchas veces, tantas como sean necesarias hasta que se nos destapen nuestros oídos y nuestros ojos y veamos el cumplimiento de esas promesas. Un día, los pueblos de Israel y de Judá volvieron del cautiverio. Ese fue un primer cumplimiento de esa buena promesa divina. Pero fue un cumplimiento local, solo para un puñado de personas que al poco tiempo volvieron a endurecer sus corazones y a cerrar sus oídos a la voz de Dios. Hay otro cumplimiento, ejecutado en el tiempo y en un pequeño espacio geográfico, pero con consecuencias eternas y universales.
El apóstol Pablo, quien sabía muy bien de todas las promesas divinas en el Antiguo Testamento, escribe en Gálatas capítulo 4: «Cuando se cumplió el tiempo señalado, Dios envió a su Hijo, que nació de una mujer y sujeto a la ley, para que redimiera a los que estaban sujetos a la ley, a fin de que recibiéramos la adopción de hijos» (vv 4 y 5).
No hay ninguna posibilidad de que Dios no cumpla sus promesas, por el simple hecho de que él es Dios. Releyendo la historia de Jesús, de su nacimiento humilde en un pequeño pueblito de Judá, de su modo de tratar con la gente, principalmente con los despreciados de la sociedad, de sus milagros y de sus enseñanzas eternas, vemos en él a uno que es justo y recto. Cuando él voluntariamente aceptó cargar sobre sus hombros, su conciencia y su alma angustiada los pecados de toda la raza humana, comenzó a cumplir esta promesa que Dios hizo a través de Jeremías: la promesa de traer justicia y salvación.
Jesús fue colgado en una cruz que tenía un cartel: «Jesús de Nazaret, rey de los judíos». Fue un cartel que no le hizo justicia, porque Jesús es el renuevo de David y, por lo tanto, Rey universal y eterno. Él fue el único que cumplió la ley a la perfección e impuso sobre nosotros su justicia para que Dios nos rescatara del cautiverio del pecado y del diablo y nos trajera a su reino. Desde la cruz, Jesús exclamó con un gran suspiro sus últimas palabras: «Está cumplido». Jesús terminó a tiempo la obra de salvación de la raza humana. Esta salvación es una obra terminada, completa, de tan buena calidad que no necesita reparación alguna y que nos pavimentó el camino al reino de Dios y al cielo sin que tengamos que pagar ningún peaje. Jesús es «el camino, y la verdad, y la vida» dice el evangelista Juan (Juan 14:6). Jesús hizo el camino, él es el camino y nos invita a andar en él y con él mientras estamos en este mundo, hasta que seamos llevados a la eternidad.
Jesús no hizo este camino para recibir votos, para esperar ser reelegido un período más para reinar sobre el mundo. Él es el elegido de Dios, el rey señalado desde la eternidad, anunciado y prometido muchas veces por los profetas. Y el Elegido de Dios nos eligió a nosotros, para traernos de regreso de la esclavitud a la casa del Padre.
Estimado oyente, ¿dónde estás tú en todo este movimiento histórico y eterno? ¿Has visto los carteles de Dios? ¿Escuchas las advertencias divinas? ¿Has abierto tus oídos a las palabras proféticas de la Escritura? ¿Has abierto tus ojos para ver los enemigos que te rodean? ¿Reconoces la seriedad del pecado que te mantiene cautivo? Entiendo que estas son preguntas difíciles de contestar en este momento, pero espero que te hagan reflexionar, como me hacen reflexionar a mí. Estas preguntas deben llevarnos a ver que el cartel de «Cristo Rey» está todavía en alto. El cartel «Está cumplido» sigue también en alto y se exhibe cada vez que escuchas la palabra de Dios, cada vez que participas de la adoración para recibir nuevamente la absolución de los pecados, cada vez que vas a la mesa del Señor a recibir el santo cuerpo y la santa sangre del Rey que dio su vida por ti. Cristo es Rey, y él cumplió las promesas de la Biblia. No hace falta que busquemos otros caminos de salvación. A veces, sin advertirlo, buscamos otros caminos para encontrar paz, solo para descubrir que esos otros caminos nos esclavizan y nos apartan del Rey verdadero.
Cualquiera sea el camino en el que estás en este momento, me permito traerte unas palabras que el apóstol Pablo escribió a los corintios y que rescatan las promesas de la Biblia y su cumplimiento en Jesucristo de esta manera: Dice Pablo: «Porque todas las promesas de Dios en él [Jesucristo] son ‘Sí’. Por eso, por medio de él también nosotros decimos ‘Amén’, para la gloria de Dios» (2 Corintios 1:20). En Jesús, y por su muerte y resurrección, Dios nos ha dado el sí. Él nos dice: sí, te perdono todos tus pecados. Sí, caminaré contigo hasta entrarte a la Tierra Prometida celestial. Sí, te sostendré en todas tus batallas. Sí, te levantaré cuando tropieces. Sí, te animaré a confesarme y a mostrarme a otros, para que puedas invitar a tus seres queridos a acompañarte en el único camino a la vida y la verdad: Jesucristo.
Estimado oyente, si de alguna manera te podemos ayudar a ver el cumplimiento de todas las promesas de Dios en Jesucristo, o a encontrar un lugar para adorar al único Rey y Salvador del mundo, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.