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PARA EL CAMINO
¿Qué te atrae de Dios? ¿Qué te atrae de las enseñanzas de Jesús? La enseñanza de Jesús es una paradoja. Somos pecadores que merecemos el castigo divino, la muerte temporal y el infierno eterno. Sin embargo, desde la cruz Jesús nos enseña que él pago por nuestros pecados y nos hace libres para vivir sin miedo al castigo.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Amén.
Me imagino que casi todas las personas en el mundo pasamos por esa etapa en la que queremos ser atractivos. Nos interesa llamar la atención de los demás porque necesitamos afirmar nuestra autoestima, o porque no queremos estar solos, o porque con cierta vanidad queremos mostrar que tenemos más y somos mejores o más lindos que otros. Querer ser atractivo es algo natural en el género humano. Es porque nos sentimos atraídos a ciertas personas que formamos amistades y nos unimos en matrimonio. Casi todas las relaciones humanas comienzan con la atracción mutua. Hay, ciertamente, atracciones sanas y otras no tanto. Algunas personas son atraídas por otras porque han visto que ellas tienen mucho dinero o alguna influencia que les podría ser útil. Otras personas se sienten atraídas por la figura física, por la elegancia y los modales refinados de otros. Pero lo superficial no siempre logra cubrir lo que está en lo profundo de la persona.
Es interesante notar que en los evangelios no se describe la apariencia física de Jesús. No sabemos si era alto o más bien bajo, si era delgado o corpulento, si se peinaba todos los días o siquiera si se miraba al espejo para arreglarse el pelo o la barba. Con muy raras excepciones se describe la apariencia física de alguna persona en la Escritura. Viene a mi mente el nombre de Zaqueo, que es descrito en el capítulo 19 del evangelio de Lucas como de baja estatura. Pero el único motivo por el cual se menciona este detalle físico es porque Zaqueo, hombre rico e importante, ¡tuvo que subirse a un árbol para poder ver a Jesús!
¿Cómo era Jesús? No era atractivo para nada. En los capítulos 52 y 53 de su profecía mesiánica, Isaías dice respecto del siervo del Señor que «Muchos se asombrarán al verlo. Su semblante fue de tal manera desfigurado, que no parecía un ser humano; su hermosura no era la del resto de los hombres…» (Isaías 52:14). Isaías sigue describiendo al Mesías sufriente con estas palabras: «No tendrá una apariencia atractiva, ni una hermosura impresionante. Lo veremos, pero sin atractivo alguno» (Isaías 53:2). Isaías tenía en mente al Cristo crucificado. No hay nada atractivo en un rostro desencajado por el dolor y un cuerpo lacerado y ensangrentado. ¿Quién podía mirarlo y sentirse atraído? El Cristo crucificado producía horror, miedo, dolor de estómago, desesperación. Mirar al Cristo que sufre en la cruz sin tener en cuenta que quienes teníamos que estar en la cruz éramos nosotros, los pecadores, solo produce espanto.
San Lucas nos relata que, antes de la crucifixión, Jesús tenía un gran poder de atracción. El pasaje bíblico de hoy nos describe una escena muy interesante. Jesús recién comenzaba su ministerio. Acababa de elegir a sus doce apóstoles de entre los muchos discípulos que lo seguían. No hacía mucho que había sido bautizado y puesto a prueba en el desierto por Satanás. Apenas había hecho algunos milagros para afirmar que venía de Dios. Así Jesús preparaba el camino para revelar durante su ministerio que él era el Hijo de Dios, y tan Dios como el Padre creador y el Espíritu Santo. ¿Cómo es posible que muchedumbres, no solo veinte o treinta personas, llegaran de lejos para escucharlo y para ser sanados? Algunos viajaban de territorio pagano, otros llegaban del centro mismo de la religión hebrea, de Jerusalén, que estaba como a unos cien kilómetros de donde se hallaba Jesús. ¿Qué les atraía de Jesús? ¡Posiblemente nunca lo habían visto!
Lo que les atraía de Jesús era ese «algo» que él tenía. No era ni el pelo ni la barba ni nada de su apariencia física y muy posiblemente tampoco era su enseñanza, sino su poder de hacerle bien a las personas. Eso era lo que corría de boca en boca. Jesús de Nazaret, el nuevo profeta, el maestro a quien muchos discípulos seguían, tenía el poder de sanar, de devolverle la vista a los ciegos y el habla a los mudos y de curar lo incurable, de restablecer a los leprosos y de devolverle la alegría y las ganas de vivir a todos los que llegaban a él. En el versículo 19 del texto para hoy leemos: «Toda la gente procuraba tocarlo, porque de él salía un poder que sanaba a todos». Imagínate la escena, estimado oyente. ¿No hubieras querido estar tú también en esa multitud? Lo más probable es que ese hubiera sido el mejor viaje de tu vida. ¿Qué importa caminar cien kilómetros si Jesús puede dar un vuelco total a tu vida y librarte de los males que te aquejan?
A esta altura, alrededor de Jesús hay revuelo, alegría, ansiedad por tocarlo, gente llorando de gozo y discípulos con la boca abierta. ¿Qué está sucediendo? ¿De qué se trata todo esto?
Lo que sigue es un cambio en el escenario, donde el evangelista Lucas describe a Jesús enseñándoles a sus discípulos. Las palabras que Jesús dice las debe haber repetido más de una vez a su grupo selecto, porque aparecen en varias partes de los evangelios y son la enseñanza fundamental de la fe cristiana.
Jesús les enseña a sus discípulos que ellos son bienaventurados porque son parte del reino de Dios, porque tendrán hambre, pero serán saciados. Son bienaventurados porque, aunque ahora lloren, reirán. Jesús les anuncia que serán entregados a las autoridades, serán odiados por la gente, serán segregados, criticados, censurados y menospreciados. Al fin, ¡parece que la enseñanza de Jesús no es muy atractiva tampoco! Pero Jesús continúa diciendo: «alégrense y llénense de gozo, porque grande será el galardón que recibirán en los cielos» (v 23).
En la segunda parte de la enseñanza de Jesús, a partir del versículo 24 de nuestro texto, no hay un mensaje atractivo para cierto sector de la sociedad. Jesús dice que los ricos pueden considerar la riqueza como el único consuelo que recibirán, que los que están ahora satisfechos pasarán hambre, que los que ahora se ríen van a llorar y lamentarse. Definitivamente, este no es un mensaje atractivo. Sus palabras son una paradoja para la creencia popular que decía que el pobre era pobre por no tener el favor de Dios, y que el rico era rico porque Dios lo bendecía. Para el gentío, sufrir y llorar en la vida no eran señales de bendición sino más bien de castigo divino a causa de algún pecado. La enseñanza de Jesús, dirigida específicamente a sus apóstoles, era totalmente opuesta a la creencia de esos tiempos.
Y a ti, estimado oyente, ¿qué es lo que te atrae de Dios? ¿Qué te atrae de las enseñanzas de Jesús? ¿Has andado muchos caminos para ver un milagro en tu vida?
Tanto para ti como para mí, la enseñanza de Jesús es una paradoja. Somos pecadores que merecemos el castigo divino, la muerte temporal y el infierno eterno. Sin embargo, desde la cruz Jesús nos enseña que él pago por nuestros pecados y nos hace libres para vivir sin miedo al castigo. La afirmación de Jesús a sus discípulos: «Alégrense y llénense de gozo, porque grande será el galardón que recibirán en los cielos», es también para nosotros. ¿Qué es lo atractivo de Dios? Su promesa de perdón para todos los que se arrepienten de sus pecados.
La tumba donde Jesús fue puesto el Viernes Santo, ese lugar frío y oscuro que genera tristeza, desolación, frustración y desesperanza, solo lo retuvo por unos pocos días. El domingo de resurrección, con su poderosa victoria sobre el pecado, el diablo y la muerte, Jesús cambió para siempre el llanto en risa, el hambre en saciedad, la segregación por incorporación al reino de los cielos y la muerte temporal por la vida eterna. ¿Pero cómo? ¿Cómo hace Jesús para recibir a pecadores culpables de desobediencia a Dios Padre y ofensores del Espíritu Santo?
Jesús nos recibe de la misma manera que recibió a las multitudes que llegaron de Jerusalén, de Tiro y Sidón y de todas partes de Judea y Galilea. Jesús no preguntó de dónde venían. No los juzgó por su pasado de incredulidad y desconfianza a las promesas divinas. Para esas personas que fueron curadas en una llanura en Galilea, y para ti que vienes de cualquier parte y tienes una historia que solo permitirás que Dios vea, son las promesas de Jesús. Eso es lo atractivo de Dios: que tiene promesas extraordinarias que nos cambian la vida.
Hoy podemos tocar a Jesús cada vez que nos reunimos a adorar y a escuchar su mensaje, que no ha cambiado durante todos estos siglos. Lo que la Escritura sagrada nos dice hoy es lo mismo que Jesús les enseñó a los discípulos dos mil años atrás y que se resume en estas palabras: «Bienaventurados ustedes… porque el reino de Dios les pertenece… alégrense y llénense de gozo, porque grande será el galardón que recibirán en los cielos» (vs 20, 23).
Jesús baja hoy a nuestro llano y nos lava por medio del Santo Bautismo para curarnos para siempre de la miseria condenatoria de nuestro pecado. Jesús baja al llano donde estamos hoy para venir a alimentarnos con su propio cuerpo y su propia sangre. La Santa Cena tiene el poder de traernos el perdón completo de nuestros pecados. La Santa Cena tiene el poder de alimentar nuestra fe para hacerla fuerte ante las tentaciones y para hacernos fieles hasta el día en que nuestra tumba también quede vacía y seamos llevados para estar con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo por toda la eternidad.
En San Juan capítulo 12 (v 32), y pocas horas antes de ser entregado a las autoridades para ser ejecutado como criminal, Jesús les dice a los suyos: «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo». Y días después, el Viernes Santo, se cumplió la profecía de Isaías de que el siervo sin atractivo atraerá desde la cruz a los pecadores para llamarlos al arrepentimiento y proclamarles el perdón de Dios. Jesús fue levantado de la tierra para ser colgado en lo alto de una cruz para atraer a los pecadores y beneficiarlos con el amor de Dios.
Estimado oyente, si de alguna manera podemos ayudarte a entender más de Jesús y de su atracción por los pecadores, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.