PARA EL CAMINO

  • Jesús prefiere la pala antes que el hacha

  • marzo 20, 2022
  • Rev. Dr. Hector Hoppe
  • Notas del sermón
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Lucas 13:1-9
    Lucas 13, Sermons: 7

  • Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Amén.

    Casi todos los vecinos de la cuadra abrieron un poco la puerta para espiar lo que estaba sucediendo. Otros miraban por la ventana, desde adentro de la casa. ¡Ninguno se atrevía a salir! Les llamó la atención las luces de los patrulleros que de repente iluminaron la noche. Varios policías salían de una casa vecina llevándose a un hombre esposado. Qué raro, pensaron algunos. Nunca habían sospechado nada de esa familia. Algún otro comentó: «Y, algo malo habrá hecho». Por supuesto, este es nuestro pensamiento natural, pensar que, si a alguien le pasa algo de ese tenor es porque «algo malo habrá hecho». La idea de pagar las consecuencias de nuestras acciones está siempre presente en nuestra mente. Las desgracias ocurren por algo. Siempre encontraremos un motivo para culpar a alguien o a algo por lo que sucede, aunque en realidad, no sepamos por qué suceden algunas cosas.

    «Algo malo habrán hecho», pensaba ese grupito de personas que se acercó a Jesús para interrumpir su enseñanza y comentarle cómo el gobernador romano Pilato había sacrificado a unos galileos en el templo en Jerusalén para mezclar su sangre con los sacrificios espirituales que estos galileos estaban ofreciendo a Dios. Un hecho simplemente espeluznante. Obviamente fue un acto de rabia de Pilato, pero ¿por qué a esos galileos? ¿Sería que los galileos no eran tan espirituales y religiosos como los de Judea que tenían al templo de Jerusalén como escolta? Se sabía que los habitantes de la provincia de Galilea estaban rodeados de pueblos paganos con tradiciones muy diferentes a la voluntad del Dios de Israel, y muchas veces los galileos eran influenciados por esos vecinos. Tal vez por eso, pensaron, algunos de ellos fueron sacrificados como animales en el propio templo de Dios. Algo malo habrán hecho.

    Pero Jesús ve más allá del comentario mordaz de sus interlocutores. Después de todo, él era galileo, al igual que casi todos sus discípulos. Jesús trae a la escena la triste historia de los dieciocho jerosolimitanos que murieron aplastados por una torre. Parece ser que alguna gente pensaba que estos de Jerusalén que murieron en un accidente debían haber sido más pecadores que el resto de la población. ¡Algo malo habrán hecho! Jesús usa los dos incidentes para llamar al arrepentimiento. ¡Qué simple! Ni los de Galilea ni los de Judea son mejores o peores que los demás. En todo caso, habrán hecho algo tan malo como todos nosotros. Esto es lo que Jesús nos enseña aquí: ante los ojos de Dios nadie es mejor que otro, todos somos pecadores y necesitamos arrepentimiento. Morir asesinado o morir en un accidente o sufrir cualquier otra calamidad no es un signo de la ira de Dios sobre una persona o una comunidad en particular. Esos incidentes son consecuencias de una creación perdida y condenada a las dificultades, los pesares, los desastres y la muerte hasta que llegue el día del juicio final.

    Jesús no da lugar a la especulación ni al juicio sobre las personas. ¿Son los de Galilea peores que los de Judea? No, no lo son. En los dos casos Jesús nos llama a todos al arrepentimiento, porque la ira de Dios se manifestará al final de los tiempos para condenar a todos los que rechazaron la gracia de Dios. El llamado que Jesús nos hace es amoroso y serio a la vez. Arrepentirnos es reconocer nuestro propio pecado, no el del vecino, y es reconocer no solo algunos pecados groseros que hayamos cometido, sino reconocer que en el fondo no somos buenos a la manera de Dios. No somos santos, tenemos una naturaleza depravada que nos tienta en todo momento a pensar, decir y hacer lo que no está de acuerdo con la voluntad de Dios. Al arrepentirnos reconocemos la necesidad de Dios, de su gracia y de su compasión. En el arrepentimiento Dios está presente mediante el Espíritu Santo para darnos la fe de que, por la obra de Jesús, nuestros pecados son perdonados.

    Para movernos al arrepentimiento, Jesús cambia el enfoque de la conversación en su diálogo con las personas que tenía a su alrededor. En vez de mirar la casa del vecino y la vida de aquellos que, según nosotros, no son tan buenos como nosotros, Jesús cuenta una parábola y nos hace mirar a nuestra propia vida y a nuestra propia situación.

    No es inusual que en los viñedos en Israel hubiera árboles de higos. Jesús toma este ejemplo del viñedo y la higuera para mostrarnos nuestra propia realidad. La higuera no se plantó a sí misma en el huerto: alguien la puso allí, y no para adorno sino para dar fruto. Durante tres años el dueño del viñedo quiere sacar los frutos de la higuera, pero no encuentra ninguno. Entonces pide sacarla del huerto para que no ocupe lugar ni le robe inútilmente la fuerza de la tierra que las otras plantas necesitan. El dueño del viñedo es Dios, quien plantó a un creyente en su reino esperando que diera frutos, esos frutos dignos de arrepentimiento de los cuales predicaba Juan el Bautista. Esos frutos son las obras de amor que hacemos para que nuestro prójimo pueda reconocer en ellas la gracia y la bondad de Dios hacia todas las personas del mundo y así él también pueda llegar al arrepentimiento y experimentar la maravilla del amor de Dios.

    El juicio de Dios para los que no producen fruto es severo. «Hortelano, agarra el hacha y córtala.» Y como la higuera es un árbol retorcido, su madera solo servirá para ser quemada y convertida en cenizas. Entonces el viñador responde con otra posibilidad. Es Jesús el que le dice a su Padre: «Ten paciencia, un año más, un poquito más. Yo sé que tú plantaste esta higuera para que lleve fruto. Entiendo tu enojo y es justo tu juicio, pero dame un año. En vez del hacha usaré una pala para cavar a su alrededor y agregarle abono. Un poco más de tiempo y luego, si vienes otra vez y no tiene frutos, puedes cortarla».

    Esta parábola es acerca del viñador, ese que está explicándoles a las gentes la necesidad del arrepentimiento. Esta parábola nos habla de la paciencia que Dios nos tiene gracias a que Jesucristo intercedió e intercede todavía hoy por nosotros. No nos plantamos a nosotros mismos en la iglesia, ni nos abonamos a nosotros mismos. Todo eso es obra del dueño de la viña, del reino de Dios y de la iglesia. Fuimos plantados en el reino de Dios mediante el Bautismo, somos abonados con la Palabra Sagrada y con la Santa Cena para que llevemos frutos dignos de arrepentimiento.

    ¿Qué sucedería si el dueño de la finca apareciera hoy y buscara frutos? Si no los encuentra, si ve que nuestra vida es mezquina, egoísta, no muy sincera, si ve que despreciamos su Palabra predicada, que despreciamos a otras personas que «no son tan buenas como nosotros», que nos desentendemos de las necesidades de nuestro prójimo, que dudamos que haya un cielo y un final feliz después de la muerte, que no depositamos nuestra confianza en la obra de Jesús en la cruz por nosotros, entonces el Padre llama a Jesús para que tome acción, y Jesús aparece con un hacha y una pala en la mano. Él ya sabe que el Padre sentenciará a la higuera improductiva, tarde o temprano lo hará. Por eso, dejando el hacha a un costado usa la pala para abonarnos con su Palabra, que nos trae el perdón, el Espíritu Santo y la paz que sobrepasa todo entendimiento, mientras le pide al Padre un poquito más de tiempo, para poder darnos a nosotros una oportunidad para mostrar que somos sus hijos amados.

    Aquí está el centro de la enseñanza de la parábola: la paciencia de Dios. Simón Pedro, el galileo que andaba con Jesús, llamado a ser discípulo y enviado a ser apóstol, escribió lo que él aprendió sobre esta parábola en el capítulo tres de su segunda carta: «El Señor no se tarda para cumplir su promesa, como algunos piensan, sino que nos tiene paciencia y no quiere que ninguno se pierda, sino que todos se vuelvan a él…Tengan en cuenta que la paciencia de nuestro Señor es para salvación, tal y como nuestro amado hermano Pablo, según la sabiduría que le ha sido dada, les ha escrito en casi todas sus cartas» (2 Pedro 3:9, 16a).

    Ciertamente, el apóstol Pablo también entendió esta parábola de Jesús y le ruega a la congregación cristiana en Roma que preste atención al llamado al arrepentimiento de Dios. En el capítulo 2 versículo 4 de su carta a los Romanos, con palabras fuertes el apóstol anuncia: «¿No te das cuenta de que menosprecias la benignidad, la tolerancia y la paciencia de Dios, y que ignoras que su benignidad busca llevarte al arrepentimiento?»

    Si Dios hubiera querido tener sombra en su viñedo, hubiera plantado un árbol frondoso; pero plantó una higuera porque quiere tener frutos. Dios nos puso en su viñedo a ti y a mí para que produzcamos frutos. Él sabe que somos pecadores, que si no somos plantados y abonados nada bueno podremos hacer. Por eso viene constantemente para vernos y llamarnos al arrepentimiento, para que dejemos de mirar al vecino y dejemos de juzgar a los demás. Dios nos llama a que reconozcamos nuestro pecado, con el cual tantas veces herimos a nuestro prójimo y aun a nosotros mismos, y a que alcemos la mirada para ver a Jesús.

    El viñador vino desde el cielo en forma de hombre a enseñarnos a ser fructíferos, a llamarnos al arrepentimiento, a darnos fe y paz. El viñador tuvo paciencia para enseñar a multitudes e instruir a sus discípulos. En su paciencia no se violentó cuando lo buscaron para darle latigazos y finalmente colgarlo en la cruz. Uno que había escuchado a Jesús lo bajó de la cruz y lo puso en una tumba. Solo llevó tres días para que la corona de espinas que los romanos le incrustaron en la cabeza fuera cambiada por una corona de oro como símbolo de que Jesucristo es ahora el Señor de la iglesia universal, ante quien se arrodillará todo el mundo al final de los tiempos.

    El sacrificio de Jesús en la cruz por nuestros pecados y su victoriosa resurrección de los muertos es la pala de Dios que nos plantó en el huerto, y que cava a nuestro alrededor para abonarnos y mantenernos en su reino. Fíjate, estimado oyente, que la higuera no elige qué clase de frutos dar. No podrá dar peras ni uvas, sino higos. Así demostrará quién ella realmente es. Jesús les dijo a sus discípulos en el capítulo 7 de Mateo: «Ustedes… conocerán [a los falsos creyentes] por sus frutos, pues no se recogen uvas de los espinos, ni higos de los abrojos… Si el árbol es bueno, también su fruto es bueno; pero si el árbol es malo, también su fruto es malo. Al árbol se le conoce por sus frutos» (Mateo 7:16-17).

    ¿Te das cuenta estimado amigo que somos frutos del amor divino? Dios es un buen árbol, él es el árbol de la vida que produce para nosotros perdón y vida eterna. Alégrate de estar en el huerto de Dios, y si de alguna manera podemos ayudarte a ver en Jesús la paciencia y el amor de Dios por ti y por quienes te rodean, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.