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PARA EL CAMINO
Jesús partió hacia Jerusalén teniendo en mente lo que iba a hacer: redimir a la humanidad. Fue la alegría de lograr para nosotros la salvación, lo que movió a Jesús a seguir adelante en su camino a la cruz. Y como Jesús nos tenía en mente a ti y a mí, nada pudo detenerlo.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
Dice al comienzo de la Biblia que en el principio Dios creó la luz y la llamó día y a las tinieblas las llamó noche, y ese fue el día primero. Así fue como nació el tiempo, y a partir de ahí el tiempo comenzó a correr y ya no lo para nadie. ¿Has tratado de detener el tiempo alguna vez? Tal vez, cuando estabas experimentando momentos deliciosos que no querías que terminaran. Pero el tiempo seguía inexorablemente su marcha y te dejaba ahí, con las ganas de tener más tiempo para esas cosas lindas de la vida. O tal vez querías que el tiempo pasara rápido para que terminara ese suplicio que te volvía tan ansioso, pero el tiempo no se movía a tu ritmo, simplemente seguía al ritmo que Dios le imprimió al principio mismo de la creación.
Una vez expresé en voz alta mi frustración porque no me quedaba tiempo ese día para hacer todo lo que había planeado hacer, y dije: «¡Necesito un día de 30 horas!» Y una amiga que estaba de visita en ese momento me dijo: «No, no necesitas 30 horas. Cada uno debe arreglarse con las 24 horas que tiene cada día», así que tuve que priorizar mis planes y mis actividades. Recordé en ese momento lo que la Escritura dice en el libro de Eclesiastés: «Todo tiene su tiempo. Hay un momento bajo el cielo para toda actividad» (Eclesiastés 3:1).
El pasaje de San Lucas que analizamos hoy comienza diciendo que «Se acercaba el tiempo en que Jesús había de ser recibido arriba». ¡Hasta Dios tiene el tiempo contado! Al mismísimo creador del universo y de la vida lo corría el tiempo. En Jesús, Dios se hizo hombre también para sujetarse al tiempo que él había creado. Así que Jesús, cuando emprendió el viaje de Galilea a Jerusalén, lo hizo porque tenía el tiempo contado, entendiendo que no había tiempo que perder, y asegurándose de que nada lo entretuviera en el camino.
Con esto en mente, Jesús «resolvió con firmeza dirigirse a Jerusalén». Así que Dios no solo tenía el tiempo marcado para Jesús, sino también el lugar. ¿Por qué Jerusalén? ¿No era ese el lugar que terminaba con la vida de los profetas? ¡Absolutamente cierto! Hasta el mismo Jesús lo reconoce cuando se lamenta al llegar ante la ciudad y dice: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos… pero no quisiste!» (Mateo 23:37). ¿Por qué Jerusalén? El mismo Jesús nos da la respuesta cuando expresa: «Es necesario que hoy, mañana y pasado mañana siga mi camino, porque no puede ser que un profeta muera fuera de Jerusalén» (Lucas 13:33).
Así que Jesús emprendió el camino a Jerusalén para no llegar tarde a su propia muerte.
Tenía bien presente en su mente la obra que iba a hacer y el resultado de tal obra: la redención de la humanidad. Samaritanos, galileos, judíos y todas las etnias del mundo estamos en el camino de la perdición a causa de nuestra pecado, y sin ninguna posibilidad de hacer algo para lograr nuestra propia liberación. Jesús lo sabía. Esa situación nuestra fue la que él vino a cambiar radicalmente. Fue la alegría de lograr para nosotros la salvación la que también movió a Jesús a seguir adelante en su camino a la cruz. La carta a los Hebreos dice que Jesús, «por el gozo que le esperaba sufrió la cruz y menospreció el oprobio, y se sentó a la derecha del trono de Dios» (Hebreos 12:2). En su mente y en su espíritu Jesús veía por anticipado nuestra redención. Fue porque nos tenía en mente a ti y a mí, estimado oyente, que nada pudo detenerlo.
Por supuesto que hubo piedras en el camino. Hubo tentaciones y contratiempos. ¿Qué contratiempos tuvo Jesús? ¿Qué podía entretenerlo en el camino o, mejor dicho, hacerle perder el tiempo para que llegara tarde a su sagrada cita en Jerusalén? El rechazo, la hostilidad de las personas donde él y los suyos necesitaban albergarse. No sabemos cuántos acompañaban a Jesús, pero era un buen número de personas: sus doce discípulos, más otros discípulos, más algunas mujeres. Todos ellos salieron de Galilea para ir a Jerusalén. Todos, menos Jesús, pensaban que iban a celebrar, como de costumbre, la fiesta de la Pascua. Jesús también sabía que nunca más volvería a Galilea, excepto después de su resurrección para aparecerse solo a los suyos.
Jesús envió mensajeros a una aldea samaritana con la tarea de anunciar el reino de Dios y buscar alojamiento. Para un grupo tan grande era mejor hacer «reservas» de antemano en las pequeñas aldeas dispersas en la campiña. Pero no les fue bien: volvieron con noticias incómodas de planes algo siniestros. Aunque había un antagonismo histórico entre los judíos y los samaritanos, muchos peregrinos podían atravesar el territorio sin inconvenientes. El problema fue que los mensajeros anunciaron a Jesús y que éste iba a Jerusalén. Y esto les dio rabia a los samaritanos. Ellos sabían que Jesús era un líder religioso judío que hacía milagros y atraía a multitudes. Ahora se dirige a Jerusalén, el lugar de adoración judía. ¿Por qué Jesús no se dirige al monte Gerizim, lugar de adoración a Dios según la versión samaritana de la religión? Para ellos, lo que estaba haciendo Jesús era un desaire a la comunidad samaritana. No quisieron saber nada de él y de su compañía así que le negaron entrada a su aldea.
Jacobo y Juan, dos de los discípulos, también conocidos como «hijos del trueno», sacaron a relucir su personalidad y elaboraron un plan de escarmiento para esta villa samaritana: que Dios envíe fuego desde el cielo y los destruya a todos. ¿Cómo se atreven estos samaritanos a cerrarnos la puerta en la cara? Jacobo y Juan sabían que Dios podía hacer eso. Una historia así está en las Escrituras, cuando el profeta Elías oró para que Dios enviara fuego y quemara el sacrificio que él había levantado para demostrarle a los adoradores de dioses paganos quién era el verdadero Dios. La respuesta de Dios fue contundente, y se quemaron hasta las piedras. Tal vez con esta imagen en la mente, los discípulos vinieron a pedirle a Jesús que destruyera a la hostil aldea samaritana. ¡Qué increíble! No conocían aún a Jesús. ¿Acaso lo vieron alguna vez hacer algo para destruir a una persona? ¿No fueron los milagros de Jesús para sanar, animar y resucitar? ¿Hacía falta que Jesús les dijera: «Ustedes no saben de qué espíritu son»? Porque el Hijo del Hombre no ha venido a quitarle la vida a nadie, sino a salvársela». Parece que sí, parece que hacía falta que los discípulos entendieran que Jesús no estaba en ese territorio para invertir su tiempo castigando a quienes lo rechazaron.
Esto fue una muestra de que los discípulos no habían reconocido su propia situación. Ellos no eran mejores que los samaritanos, sino tan pecadores como toda otra persona en el mundo. Que hubieran caminado con Jesús por un tiempo no significaba que el pecado ya no les afectaba. En vez de ver su propia necesidad de arrepentimiento, decidieron abrir juicio sobre los que rechazaron a Jesús. ¡Qué poco sabían de su propia naturaleza pecaminosa! Un poco de tiempo más adelante llorarán y se angustiarán por haber abandonado a su Señor en Jerusalén. Esto es lo que hace el pecado, nos ciega para que no veamos nuestras faltas y no veamos tampoco que todos somos iguales ante los ojos de Dios: perdidos y condenados al infierno eterno. Sin el perdón de Jesús, el fuego es también para nosotros, no solamente para los samaritanos. Los discípulos tampoco sabían para qué iba Jesús a Jerusalén. Solo después de su muerte y resurrección aprendieron el significado expiatorio de la crucifixión de Jesús.
Jesús no siguió la sugerencia de Juan y Jacobo. Él mismo se encargaría de los samaritanos más adelante, pero en una forma muy diferente a la que ellos habían planeado. El libro de Hechos registra que el Espíritu Santo había enviado a Felipe a Samaria, donde predicaba el evangelio con grandes milagros, y «había una gran alegría en toda la ciudad» (Hechos 8:5-8). Así es como Dios hace las cosas, las hace a su tiempo, sin rabia, trayendo restauración a las personas.
Estimado oyente, después de meditar en estas palabras de las Escrituras, corresponde que pensemos en cómo ellas nos afectan a nosotros. ¿Qué conocemos de Jesús? ¿Hemos andado ya un tiempo a su lado en el camino de la vida? ¿Lo hemos visto destruir gente, y proyectar venganza contra los que lo rechazan? Si hemos visto algo así, definitivamente no fue Jesús quien lo hizo. Él mismo nos dice en forma muy clara en Juan 3:17: «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él». Esta es una muy buena noticia. Jesús tiene un propósito contigo y conmigo: llamarnos al arrepentimiento para así perdonar nuestros pecados y regalarnos la vida eterna en el cielo.
Debes tener siempre presente, estimado amigo, que tanto tú como yo y como todas las personas del mundo, tenemos los días contados. Por eso es bueno que recordemos lo que San Pablo dice a los Corintios en su segunda carta: «[Dios dice], ‘En el momento oportuno te escuché; en el día de salvación te ayudé’. Y éste es el momento oportuno; éste es el día de salvación» (2 Corintios 6:2).
Salvados de la condenación eterna por el sacrificio de Jesús en la cruz, ahora él nos enseña a no practicar el «ojo por ojo y el diente por diente» de la ley antigua, sino a ser generosos con la gracia que él nos ha concedido y ejercitar el perdón, la comprensión y la paciencia con quienes están a nuestro alrededor, e incluso con nosotros mismos. De sobra sabemos que hay muchas circunstancias y personas que tratarán de entretenernos en nuestro camino de fe. Tenemos experiencia en esto, nuestros pecados se interponen entre Dios y nosotros y nos apartan del camino de la fe y del servicio. Pero Dios, mediante el Espíritu Santo, nos renueva en el perdón de los pecados por causa de Jesús y nos concentra en nuestra meta final, ayudándonos a ser fieles en nuestro caminar con él. Porque nosotros también vamos a Jerusalén, no a la Jerusalén a la que fue Jesús. No hace falta que nosotros seamos crucificados para pagar por nuestros pecados, Jesús ya se encargó de eso. En la cruz Jesús fue contundente con el demonio, y con su sacrificio nos liberó de su poder destructor para siempre para que nosotros tengamos acceso libre a la Jerusalén final, la gloriosa, la que está en la eternidad.
Tienes que pensar también que cuando Jesús fue a la cruz te tuvo a ti presente, no para reprocharte tu pecado, sino para llamarte al arrepentimiento, perdonarte y abrirte las puertas de los cielos, para que compartas con el Padre y todos los redimidos una vida sin pecado ni sufrimientos por toda la eternidad.
Estimado oyente, si de alguna manera podemos ayudarte a mantener tus ojos fijos en Jesús, y considerar a la Jerusalén celestial como la meta final de tu vida, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.