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PARA EL CAMINO
El reino de Dios es un reino generoso donde hay ricos y pobres, según la medida de dones que Dios ha dado a cada uno. Los que hemos sido hechos parte de ese reino a través del bautismo, fuimos nombrados mayordomos, administradores de lo que hemos recibido, y eso incluye el dinero y toda riqueza material.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
¿Qué te parece, estimado oyente, si tú y yo nos unimos para llevar adelante un emprendimiento que se me ocurrió estos días? Es algo que nadie ha hecho en el mundo, según tengo conocimiento. Tal vez, si lo hacemos bien, podríamos tener éxito y saltar a la fama mundial. Se trata de lo siguiente. Quiero producir un programa de televisión como tantos de esos que hay donde vienen concursantes que compiten y se llevan un premio. Cientos de personas se anotan para participar en esos programas para ver si pueden ganar algo. He visto que algunos se ganan un viaje a las Bahamas, un automóvil o más de un millón de dólares. Como no creo que podamos hacerle competencia a esos programas tan bien armados y que tienen tanto dinero a disposición, sugiero que hagamos el mismo programa, pero al revés. O sea, en vez de ganar dinero, el concursante pierde, y si es bueno y logra hacer todo lo que se requiere en el show ¡puede perder todo lo que tiene, incluso su casa!
No estoy divagando ni fuera de mis cabales, estoy proponiendo una idea que nos ayudará a entender esta enseñanza de Jesús que estamos viendo hoy. De sobra sabemos que, en nuestro mundo caído en pecado, estamos hechos para ganar. No participamos en ninguna actividad para salir perdiendo. Está en nuestra mente la idea de que necesitamos traer a nuestra vida todo lo que podamos. No es natural en nosotros querer desprendernos de todo lo que hemos recibido o por lo que hemos luchado tan arduamente. Piensa cuántas veces te has preguntado: ¿qué gano con eso? o ¿cuál es mi ganancia en este asunto? En la vida todos queremos ganar y nadie quiere perder. En el caso de la enseñanza de Jesús no se trata de perder o ganar, sino de compartir y de invertir en el reino de los cielos.
Yo llamo a esta parábola del mayordomo infiel una enseñanza incómoda. Porque fue incómoda para muchos de los que escuchaban a Jesús, especialmente para aquellos que en su mente no abrigaban otra cosa que la ganancia personal. Un ejemplo: los fariseos. Esos líderes religiosos eran ricos y avaros. Daban el diezmo religiosamente, pero no tenían ningún empacho en sacarle las propiedades a quienes no podían ofrendar, especialmente a los desvalidos, como las viudas. Los fariseos habían entrado en el programa de la vida para ganar. Aunque enseñaban que la riqueza era una señal de la bendición de Dios, en el fondo sus conciencias les gritaban la verdad, esto es, que la avaricia es pecado y que el amor al dinero es idolatría. Entonces, como no pudieron contradecir a Jesús, se burlaron de él. El que no tiene argumentos grita o se burla.
La respuesta de Jesús a los fariseos nos desnuda. Jesús dice: «Dios conoce su corazón.» Cierto, Dios conoce el corazón de cada uno de nosotros, aun más que nosotros mismos. Dios sabe que nuestro corazón necesita regeneración, tiene que ser cambiado para que pueda latir sanamente, en paz y alegría y con el impulso de servir al prójimo. Dios sabe también que nada podemos hacer por nosotros mismos, por eso Jesús usa esta parábola: para llamarnos a ver que él es nuestra mayor riqueza. A Jesús no lo ganamos en ningún show, no hemos hecho nada para recibir sus dones maravillosos de perdón, vida y salvación. Jesús lo hizo todo. La parábola nos llama a descansar en Jesús quien, por su muerte y resurrección, nos ha reconciliado con Dios para que podamos compartir con él todas sus riquezas. ¿Cuáles son esas riquezas? ¡La vida eterna con Dios!
Dios no está a favor de la pobreza ni de la riqueza. Dios siempre defendió a los pobres y dio indicaciones para que los que tienen más ayuden a los que no tienen suficiente para su sustento. Jesús tuvo amigos ricos y algunos seguidores muy generosos que le financiaron a él y a sus discípulos sus tres años de ministerio. La riqueza no es en sí un pecado, sino el uso que hacemos de ella. Jesús lo dice más o menos así: o el dinero está a nuestro servicio, para ayudar a otros, o nosotros estamos al servicio del dinero. Esto lo resume en el tan conocido versículo 13 de nuestro texto para hoy: «Ningún siervo puede servir a dos señores, porque a uno lo odiará y al otro lo amará. O bien, estimará a uno y menospreciará al otro. Así que ustedes no pueden servir a Dios y a las riquezas.»
Las riquezas de algunos han sido de mucha bendición al reino de Dios. Fue por la generosidad de algunos que yo pude estudiar para trabajar como pastor en la iglesia. Fue por la generosidad de muchos que se construyeron orfanatos y hospitales en todo el mundo para cumplir con la enseñanza de Jesús según el capítulo 25 del Evangelio de Mateo. Pero cuando el dinero despierta y alimenta la avaricia, entonces se convierte en el mayor enemigo de la gracia de Dios. No en vano Jesús les dijo a sus discípulos en mateo 19:23: «De cierto les digo que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos». Bueno, será difícil, pero no imposible, porque para Dios todo es posible, incluso cambiar nuestros corazones avaros y convertirlos en corazones sensibles a la necesidad humana.
Si prestamos atención a esta enseñanza de Jesús, notamos que él habla del mayordomo infiel. El problema aquí no es el dueño que es tan rico, sino el mayordomo que no administró honestamente las riquezas de su amo. Dios es el dueño del gran reino. El reino de Dios es un reino generoso, amplio, donde entran todos los que recibieron el don de la fe. En ese reino hay ricos y pobres, según la medida de dones que Dios ha dado a cada uno. Los que somos parte de ese reino porque fuimos bautizados y limpiados por la sangre de Jesús para estar ante la presencia del Rey de Reyes, fuimos nombrados mayordomos, administradores de lo que hemos recibido, y sí, eso incluye el dinero, la riqueza material, cualquiera sea la forma que esta tenga.
Entonces, ¿podemos servir a dos señores? ¿A quién amamos más? ¿A quién le dedicamos más atención y tiempo y esfuerzo? Los cristianos que venimos de la tradición protestante recordamos esta frase: «Allí donde pones tu tiempo y tu dinero, allí está tu Dios.» Esta fue la forma en que el reformador Martín Lutero entendió esta enseñanza de Jesús. ¿Te das cuenta, estimado oyente, cuánta tentación hay a nuestro alrededor para cometer idolatría? Después de todo, estamos aquí en la vida para ganar, no para perder, ¿verdad? Pero justamente este es el concepto que Jesús nos llama a cambiar, después de todo, en las palabras del mismo Jesús en Mateo 16:26: «¿De qué le sirve a uno ganarse todo el mundo, si pierde su alma?»
En esta parábola incómoda Jesús nos enseña a acomodar nuestro entendimiento, nuestros intereses, nuestra visión y aun nuestra esperanza. Jesús quiere que comprendamos que el dinero y toda otra riqueza nos son dados para administrarlos. Nada es nuestro, ni siquiera nuestra vida, todo lo hemos recibido, y de todo lo recibido servimos a los demás. Si no usamos al dinero para servir a otros, seremos los siervos del dinero, por lo tanto, la riqueza se convierte en nuestro Dios. De esta manera, si en nuestra avaricia creemos que tener dinero para nuestro beneficio es el objetivo de lo que hacemos, no estamos siendo buenos administradores. El dinero es esa poca cosa que Dios nos da para que podamos seguir adelante con nuestras vidas, pero no para convertirlo en nuestro dios. Es simplemente notable que toda la riqueza material en el mundo para Jesús sea una poca cosa, pero sobre la cual él espera que sepamos valorar y administrar debidamente. Si no hacemos un uso fiel del dinero o de cualquiera de nuestras riquezas —esa poca cosa en el reino de Dios— ¿cómo podrá Dios confiarnos sus dones más altos, los espirituales, que son los que hacen un impacto espiritual y eterno en la vida nuestra y en la de los demás?
La intención de Jesús con esta parábola incómoda es traernos arrepentidos a su presencia. No tenemos que subir a ninguna parte ni ir muy lejos para estar ante la presencia de Dios. Jesús acortó el camino dejando sus riquezas gloriosas, eternas y celestiales, se hizo pobre, se hizo hombre para entregarnos las riquezas que su muerte y resurrección conquistaron para nosotros. Jesús se acercó y se sigue acercando lleno de gracia para limpiar nuestro corazón con el perdón y para animarnos con el Espíritu Santo a disfrutar esta nueva vida cristiana sirviendo al prójimo.
Y Jesús sigue acercándose todavía hoy mediante la Santa Comunión. Todavía hoy él viene a nosotros en cuerpo y sangre mediante el pan y el vino para traernos los beneficios de su obra expiatoria: el perdón de nuestros pecados, vida abundante y vida eterna.
Jesús vino cuando fuimos bautizados para perdonar el pecado que habíamos heredado de Adán. En el Bautismo Dios vino en Jesús para comenzar a caminar a nuestro lado y para sostenernos durante toda nuestra vida con su presencia, con su poder, con su amor que nos envuelve diariamente. Así lo dice su Palabra. Así lo afirma Dios en muchas partes de la Escritura. Seamos ricos materialmente o seamos pobres, vivamos confiados, Dios está a cargo de nosotros.
A los que somos pobres, o pensamos que somos pobres, San Pablo nos amonesta en 1 Timoteo 6:7-8, diciendo: «Nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar. Así que, si tenemos sustento y abrigo, contentémonos con eso». No podemos pasar por alto que San Pablo logró aprender a estar contento en cualquier situación. Así lo dice en un pasaje que es tan conocido y usado por nosotros. En Filipenses 4:11-13, dice: «He aprendido a estar contento en cualquier situación. Sé vivir con limitaciones, y también sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, tanto para estar satisfecho como para tener hambre, lo mismo para tener abundancia que para sufrir necesidad; ¡todo lo puedo en Cristo que me fortalece».
Entonces a los ricos, que hemos aprendido a estar contentos en toda situación y creemos y confesamos que ¡todo lo podemos en Cristo que nos fortalece!, San Pablo nos dice en 1 Timoteo 6:17-19: «Mándales que no sean altivos, ni pongan su esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos. Mándales que hagan el bien, y que sean ricos en buenas obras, dadivosos y generosos; que atesoren para sí mismos un buen fundamento para el futuro, que se aferren a la vida eterna».
Esta enseñanza de Jesús para algunos es una enseñanza incómoda. ¿Sabes por qué? Porque la riqueza es el gran competidor de la gracia de Dios, y la riqueza, como buen dios barato y temporal que es, produce satisfacciones casi inmediatas, y a nosotros nos atraen las satisfacciones inmediatas. Pero entonces, Jesús nos tiene que acomodar los pensamientos y alinear debidamente nuestra fe. En el reino de Dios la recompensa inmediata es el perdón de los pecados que recibimos a causa de Jesús. Él fue el multimillonario poseedor de toda la gloria eterna y celestial. Él apartó voluntariamente tanta riqueza para hacerse el más pobre de los pobres y sacrificar en una cruz su vida para poder garantizarnos a nosotros el reino de las cosas perdurables.
Estimado oyente, cualquiera sea tu situación social y económica, Dios te llama a ser un buen administrador de sus bienes. Tu prójimo necesitado lo espera. Y si todavía te sientes incómodo con alguna de las enseñanzas de la Biblia, o si podemos ayudarte a encontrar una iglesia donde puedes escuchar la palabra de Cristo, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.