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PARA EL CAMINO
Como al malhechor arrepentido, Dios nos muestra bien de cerca a su Hijo crucificado quien, con una corona de espinas en la cabeza, está obrando nuestra salvación. ¿Lo ves? ¿Qué le dirías a Jesús en esa hora?
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
Un bienhechor y dos malhechores, ¡y a cuál más maltrecho! ¿Te imaginas la escena? Viernes, nueve de la mañana. Soldados por todas partes. Mujeres en el cortejo hacia el Gólgota atribuladas, tristes, llorando y lamentándose por Jesús (Lucas 23:27). Una gran multitud presenció la crucifixión entre gritos de burlas y desafíos irónicos. Parecía que no faltaba nadie en la escena, excepto algunos de los más íntimos amigos de Jesús que no pudieron soportarlo y por miedo se escondieron.
Jesús no sería el único en ser crucificado esa mañana. No, el bienhechor por excelencia de la humanidad iba a ser crucificado bajo la escolta de dos vulgares criminales. ¿Quiénes eran esos dos malhechores? No lo sabemos. No se dicen sus nombres ni cuál fue su crimen. No aparecen en los otros evangelios sino solamente aquí.
«Llevaban también a otros dos, que eran malhechores, para ser ejecutados.» ¿Por qué? No porque los romanos querían ahorrarse el trabajo de ir tres veces a las afueras de Jerusalén para ejecutar a los reos uno por uno. No. Jesús fue crucificado con dos malhechores a su lado para que se cumpliera la Escritura. Hasta esa parte de la Escritura tenía que ser cumplida, y veremos además que Dios tuvo el propósito de mostrar su gracia y su amor aun en medio del sufrimiento y de la muerte.
Siete siglos antes de estos acontecimientos, el profeta Isaías escribió sobre el Mesías que vendría al mundo: «Él derramará su vida hasta la muerte y será contado entre los pecadores; llevará sobre sí mismo el pecado de muchos, y orará en favor de los pecadores» (Isaías 53:12). Y el mismo Jesús, momentos antes de ser prendido, les dice a sus discípulos: <i"Yo les digo que todavía se tiene que cumplir en mí aquello que está escrito: 'Y fue contado entre los pecadores'" (Lucas 22:37). Aquí no hay casualidades. Cada una de las aflicciones que pasó Jesús estaban escritas en el libro de Dios. El diseño de la salvación de Dios se va cumpliendo paso a paso con total precisión, al pie de la letra.
Los evangelistas Mateo y Marcos relatan que los dos ladrones injuriaban a Jesús y le reprochaban su mutismo y su inactividad. Los dos estaban desesperados ante su muerte inminente. ¡Qué falta de respeto! Jesús no les había hecho nada malo a estos dos malvivientes. ¡Cómo si Jesús necesitara todavía más aflicciones! Pero en algún momento algo cambió en esta escena. Uno de los malhechores no pudo contener su rabia y su desesperación e insultó a Jesús con bravatas y desafíos. ¿No veía el cartel sobre la cabeza de Jesús que decía: «ESTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS»? ¿No escuchaba al gentío que vociferaba desafiando a Jesús? ¿Tenía él que agregar más aflicciones? El cartel que señalaba a Jesús como el rey de los judíos era la razón del crimen de Jesús (Marcos 15:26) y una burla más de los romanos para demostrar que solo había un césar, y este estaba en Roma.
En esas pocas horas de dolor supremo el Espíritu Santo modificó la escena, y el otro malhechor se dirigió al bravucón con palabras que mostraban su arrepentimiento y su reconocimiento de que Jesús era un hombre justo: «¿Ni siquiera ahora, que sufres la misma condena, temes a Dios? Lo que nosotros ahora padecemos es justo, porque estamos recibiendo lo que merecían nuestros hechos, pero éste no cometió ningún crimen», leemos en los versículos 40 y 41.
¿Notaste, estimado oyente la palabra «temor»? Finalmente salió a relucir un término tan importante en nuestra relación con Dios en días como estos que estamos viviendo, en que muchos en nuestras sociedades contemporáneas parecen haber perdido el temor de Dios y dejado de lado su voluntad, como si fuera lo mismo ser obedientes al creador o no. Porque perdieron el temor de Dios, para muchos no hay verdades absolutas, cada cual elige su propio camino y define lo que es moral y ético. Pero el malhechor sintió temor de Dios. Ese temor del que habló María, la madre de Jesús, pocos días después de su nacimiento según leemos en Lucas 1:50: «La misericordia de Dios es eterna para aquellos que le temen». María dijo esto porque sabía lo que dice el salmista en el Salmo 34, versículos 7 y 9: «Para defender a los que temen al Señor, su ángel acampa alrededor de ellos … Ustedes, sus fieles, teman al Señor, pues a quienes le temen nunca les falta nada». ¿Te das cuenta de que el temor de Dios está conectado a su misericordia? Temer a Dios no es tenerle miedo, sino tomarse a Dios en serio y no menospreciar su promesa de misericordia.
El malhechor arrepentido no perdió el tiempo en pedir la misericordia de Jesús. Ahí mismo oró diciendo: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.» Arriba de la cabeza de Jesús se anunciaba que él era el Rey de los judíos. El malhechor supo que iban a morir y, aun así, creyó que el reinado de Jesús estaba llegando, y él quería ser parte. ¡Qué maravilla! No sabemos nada de este hombre: ni su nombre, ni si tenía familia, ni se era buen creyente —aunque el hecho de que estuviera en una cruz ajusticiado por el gobierno no indica que haya tenido una vida piadosa. Tal vez este hombre se benefició de las oraciones de su familia y de sus amigos que nunca se dieron por vencidos y le pidieron a Dios por él hasta ese último momento. No lo sabemos. Lo que sí sabemos por cierto es que, en su última hora, reconoció su pecado y reconoció que Jesús tenía el poder salvador para darle la vida eterna.
Pensemos en esto: el malhechor arrepentido le está orando a un Dios moribundo, pero eso es justamente lo que hace el temor de Dios y la fe. El malhechor fue tal vez el primero en ver al Cristo crucificado, ahí a pocos metros, y llegar al convencimiento de que él es el Salvador del mundo y que, aun desde la cruz y a pocos momentos de su muerte, puede dar la respuesta evangélica que absuelve al arrepentido: «De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.» Ni mañana, ni después de mi resurrección, ni cuando vuelva en gloria a juzgar a los vivos y a los muertos. Hoy, apenas mueras, estarás ante mi presencia en el paraíso.
Esta escena ocurre en el momento en que hay tres hombres esperando la muerte inminente, atormentados por los dolores físicos de la mayor tortura que se podía infligir a un ser humano. Estaban desnudos, para deshonrarlos aún más, abandonados por algunos de sus seres queridos más importantes, recibiendo las burlas y el despecho de muchos. Es en esos momentos cuando, contra toda esperanza, Dios sigue obrando. ¿Qué se puede esperar de un malhechor moribundo? ¿Qué se puede esperar de un Dios moribundo? En verdad, uno de los malhechores se arrepintió y recibió la promesa de vida eterna, y el Dios moribundo estaba siendo coronado allí mismo, en la cruz, como el rey del mundo.
En un sentido, estimado oyente, los dos malhechores nos representan a nosotros. A causa de nuestros pecados debiéramos estar colgados de una cruz. A causa de nuestra desobediencia vociferamos improperios al Dios que está callado y que no reacciona ante nuestras dificultades. Es que muchas veces dejamos de temer a Dios y pensamos que gobernamos nuestra vida mejor de lo que Dios puede hacerlo. Pedimos salvación para esta hora, para este momento, porque la vida se nos ha complicado y arrogantemente pensamos que Dios tiene la obligación de ayudarnos. Aunque Dios obra siempre y en cualquier lugar según su santa y benigna voluntad, es justamente en nuestras situaciones incómodas, que nos lastiman, que nos llenan de miedo, que el Espíritu Santo puede obrar en nosotros.
Como al malhechor arrepentido, Dios nos muestra al crucificado bien de cerca. Él está, con una corona de espinas en la cabeza, obrando nuestra salvación. ¿Lo ves? ¿Qué le dirías a Jesús en esta hora?
Este pasaje, a primera vista tan cruel, nos invita a mirarnos a nosotros mismos como lo hizo el malhechor arrepentido. Mirar nuestra conciencia y poder confesar: «Lo que nosotros ahora padecemos es justo, porque estamos recibiendo lo que merecían nuestros hechos.» El malhechor arrepentido no necesitó contarle a Jesús su vida pasada, no enumeró sus faltas, no había tiempo, ni necesidad. Dios sabía de sobra cómo había sido la vida del malhechor. Las palabras: «nosotros… estamos recibiendo lo que merecían nuestros hechos» fueron el reconocimiento de su pecado. Es todo lo que Dios quiere oír para poder bañarnos con su gracia y afirmarnos en la esperanza de que al momento de nuestra muerte estaremos con él en el paraíso.
Jesús había sido enviado por el Padre celestial para salvar a los pecadores de sus pecados y traerlos al reino de los cielos. Observa, estimado oyente, cómo en los minutos finales de la vida de un pecador y de su Hijo mismo, Dios le dio a un arrepentido a Jesús para que le diera la absolución. Recuerda estas palabras de Jesús en Juan 6:44 «Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no lo trae. Y yo lo resucitaré en el día final.» Me atrevo a pensar que en su corazón Jesús oró en ese momento estas palabras: ‘Gracias, Padre, por darme a uno más para traerlo a tu presencia’.
¿Sabes qué, querido amigo? Cristo rey, con una corona de oro en la cabeza, está orando por ti. Al respecto, el apóstol Pablo nos anima con estas palabras en Romanos 8:34: «¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que además está a la derecha de Dios e intercede por nosotros».
Por este relato de los evangelios aprendemos también que no hay un plan de buenas obras para poder ser admitidos al cielo. No hay un purgatorio después de la muerte para terminar de limpiarse los pecados terrenales. La salvación eterna depende totalmente de la misericordia de Dios. Lo que sí hay es un plan de buenas obras para que tú, estimado oyente, y yo y todos los cristianos, compartamos esta maravilla de la misericordia de Dios y vivamos en el temor de Dios sirviendo a los necesitados, orando por los no arrepentidos, siendo buen ejemplo de obediencia a Dios y estando siempre preparados para dar respuesta de la esperanza que está en nosotros.
Si hoy estás en situaciones difíciles, si hay cosas que pesan en tu conciencia, si sientes como que estás «crucificado» por cosas que has hecho o dejado de hacer, ¡anímate!, Jesús no se ha ido de tu lado. Mira a la cruz y reconoce que él ya no está ahí, como tampoco está en la tumba. Él está preparándote un lugar en las moradas del Padre celestial e intercediendo por ti para que no te falte fe. Su misericordia está disponible. Y, y si de alguna manera podemos interceder por ti o ayudarte a encontrar una iglesia donde puedas escuchar su Palabra, a continuación, te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.