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PARA EL CAMINO
Jesús viene a nosotros para que veamos nuestra situación. Su mirada nos desnuda totalmente y deja ver las más profundas carencias que tenemos, para mostrarnos cuánto necesitamos de él. Y en la intimidad de su encuentro con nosotros, Jesús nos llama al arrepentimiento y nos descubre un mundo totalmente nuevo.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
«Esa persona no sabe dónde está parada», decimos a veces cuando alguien vacila para dónde ir. «Es que no sé para dónde agarrar», es mi expresión favorita cuando me encuentro ante dilemas que desafían mi sentido de orientación en la vida. ¿No te pasa, estimado oyente, que algunas veces no te animas a salir de la situación en donde estás porque tienes miedo a lo desconocido, a lo que no has visto, a lo que no has experimentado? Creo que a todos nos pasa que vacilamos antes de tomar decisiones importantes, sobre todo, cuando no estamos seguros de adónde queremos llegar.
¡Qué diferente es Jesús! Él sabía muy bien dónde estaba parado en este mundo y sabía muy bien «para dónde agarrar», porque sabía también muy bien, adónde quería llegar. San Juan, capítulo cuatro, comienza nuestra historia para hoy diciendo que Jesús salió de Judea para ir a Galilea. Dos puntos geográficos bien definidos y bien conocidos por Jesús y sus discípulos. Había más de una forma de ir: podían ir por mar, pero esto alargaba bastante el camino; podían ir por el otro lado del Jordán y así evitar pasar por territorio religiosamente impuro; o podían elegir el camino más directo, que era subiendo derecho hacia el norte por territorio samaritano. Este último camino era evitado por muchos, ya que no querían tener nada que ver con personas que practicaban una religión un poco diferente y mantenían un estilo de vida menos estricto que los judíos.
Jesús sale de Judea en dirección a Galilea, y elige el camino más directo, pero menos ortodoxo, el más evitado. ¿Por qué? Porque tenía un propósito bien definido para ese viaje. Él sabía muy bien para dónde agarrar, porque sabía muy bien a quiénes quería mostrarles un mundo nuevo.
La mayoría de los habitantes de Palestina no conocían más que unos pocos kilómetros alrededor de su área. Ni el mismo Jesús conoció más allá de lo que se puede recorrer caminando en pocos días. Pero Jesús, como creador del mundo, conoce este mundo mejor que nadie, e incluso conoce más allá del mundo físico en el cual vivimos. Él conoce el mundo emocional y espiritual, el tuyo y el mío, y el de cada persona de este planeta. Jesús comienza entonces su viaje a Galilea, y pasará por Samaria para descubrirles a las personas de Sicar un mundo totalmente nuevo.
En su caminata, Jesús prepara el escenario ideal para el encuentro con una persona que servirá de nexo entre Jesús y todos los habitantes de la ciudad de Sicar. La hora es perfecta, nadie anda por la calle al mediodía donde no hay sombra que proteja del sol ardiente. El lugar es también perfecto: el pozo del Patriarca Jacob, que más tarde fuera heredado por los descendientes de José cuando regresaron de Egipto. El mundo de ese entonces conocía muy bien lo importante que era ese pozo. Para despejar el camino, Jesús envía a los discípulos a la ciudad a comprar comida. ¡Ni uno queda a su lado! Entonces aparece esta mujer a buscar un poco de agua, y es tomada desprevenida por Jesús.
El diálogo espiritual que ocurre entre Jesús y la mujer es el apoyo para la acción de Jesús de tocar la intimidad de la mujer que ella hubiera querido mantener en secreto. ¡Ya había tenido cinco maridos y ahora estaba en pareja con otro hombre! Notemos esto: Jesús «descubre» la vida íntima de la samaritana, expone su vida a plena luz del día… pero no la juzga ni le reprocha sus múltiples pecados. Jesús sabe que la vida íntima de esa mujer es el producto de una perturbación mayor. Entonces llegan los discípulos e interrumpen el encuentro. La mujer se va dejando el cántaro con agua, se lo olvida o no quiere llevar ningún peso entre sus manos para llegar cuánto antes a la ciudad para anunciar a viva voz: «Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?» (v 29).
El semblante de la samaritana debe haber sido muy diferente al que todos estaban acostumbrados a ver. La conversación con Jesús la había cambiado de tal forma, que era capaz de anunciar sin pudor ni vergüenza lo que Jesús descubrió de sí misma. Y los hombres de Sicar la escucharon y fueron al encuentro de Jesús. Aquí ocurre algo sorprendente: los samaritanos le piden a Jesús que se quede con ellos, que comparta sus comidas y su techo, y que comparta con ellos las buenas noticias que le cambiaron la vida a esa mujer. Eso es lo extraordinario de Jesús: va al lugar menos buscado por los judíos y se hace invitar. Ahora puede descubrirles un nuevo mundo, mucho más sereno, más amplio que las fronteras de la ciudad de Sicar, un mundo que traspasa los límites del tiempo y llega a la eternidad. Los samaritanos también esperaban al Mesías, pero si la idea que los judíos tenían sobre el Mesías se había torcido de la verdad en los últimos años, es de suponer que los samaritanos también necesitaban claridad respecto del Mesías enviado de Dios. Nuestra historia termina con estas palabras de parte de los pobladores a la mujer: «Ya no creemos solamente por lo que has dicho, pues nosotros mismos hemos oído, y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo» (v 42).
Jesús sigue viajando hoy y busca a propósito entrar en nuestro territorio íntimo. No viene a juzgarnos, sino a llamarnos para que veamos nuestra situación. No hay nada que él no pueda ver. Su mirada nos desnuda totalmente y deja ver las más profundas carencias que tenemos y que tratamos de llenar a toda costa con adicciones, con distracciones inadecuadas y pecaminosas, con compañías que no son lo mejor para nosotros, con deleites que solo duran unas horas. Y en la intimidad de su encuentro con nosotros, Jesús nos llama al arrepentimiento. Nadie tiene que saber lo que escondemos en el corazón. Jesús no expone nuestro pecado a los demás para que seamos objeto de burla. Jesús nos desnuda para mostrarnos cuánto necesitamos de él.
Buscar maridos, como hizo la samaritana, buscar satisfacer con otras personas o con cosas la sed que tiene nuestro corazón, es simplemente complicar nuestra existencia. Jesús sigue pasando por nuestro territorio y usa personas, como la samaritana, para llamarnos a ver quién es él. La samaritana restaurada no compartió la conversación espiritual del agua de vida ni las reflexiones teológicas que tuvo con Jesús acerca del lugar adecuado para celebrar la adoración a Dios. Solamente dijo: «Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?» (v 29). ‘Vengan a ver. Vean por ustedes mismos. Tengo la sospecha que este hombre es el Cristo.’ Nunca en su vida esta mujer había tenido un encuentro tan fuerte. ¡Un encuentro que le cambió la vida para siempre!
La samaritana no tuvo que hacer nada para recibir las bendiciones de Dios. ¿Qué podía haber hecho? ¿Restaurar su primer matrimonio? ¿Restaurar el segundo y el tercero y el cuatro y el quinto y despedir a su pareja actual? Nada podía hacer, y nada debía hacer. Lo que hizo espontáneamente fue compartir con otros lo que le había sucedido con Jesús. Esta acción resultó en la salvación de muchos. «¿Será este el Cristo?» Dos días después, los habitantes de Sicar contestaron esta pregunta con un rotundo: «Nosotros mismos hemos oído, y sabemos, que éste es verdaderamente el Salvador del mundo» (v 42).
Jesús se fue de allí, tal vez con una sonrisa, con su corazón lleno de gozo porque muchos pecadores se habían arrepentido y lo habían reconocido como el Salvador del mundo. Eso sucedió por la obra del Espíritu Santo, quien ante la presencia de Cristo les dio la fe a los de Sicar. Jesús tuvo la oportunidad de restaurar muchas vidas que estaban consumidas por el pecado, las ansiedades y la falta de esperanza.
Hoy Jesús sigue viniendo a nuestras vidas. No pregunta cómo nos va, porque él sabe perfectamente cómo nos va, y aun mejor que nosotros. Por medio del estudio y la predicación de su Palabra, del Bautismo y de la Santa Cena, Jesús viene a nuestro encuentro a traernos el agua de vida que renueva nuestro corazón mediante el perdón de nuestros pecados. No tenemos que hacer nada para restaurar nuestra relación con Dios. Jesús se encarga de eso. Ningún esfuerzo nuestro podría rehacer nuestra vida desecha por el pecado. Solo Dios puede hacerlo. En este encuentro de Jesús con la samaritana y con todo el pueblo de Sicar, vemos que Dios tiene la buena voluntad de entablar un diálogo íntimo con nosotros y quedarse con nosotros para animarnos a que confiemos en él con todas nuestras fuerzas.
Hoy, el pozo del encuentro es la Palabra de Dios, es la Santa Cena. El lugar de encuentro se mueve y va a todas partes para acercarse a los pecadores y cambiarles la vida. Jesús se encontró con las personas en todas partes, en el medio del mar, en el templo, en el desierto, en el extranjero, fuera de los límites de Israel. El lugar de encuentro por excelencia fue, por supuesto el Gólgota, donde fue colgado en una cruz a causa de nuestro pecado. Allí se produjo la buena noticia de lo que Dios estaba haciendo por nosotros: estaba pagando, él mismo, en la persona de su querido Hijo, el castigo de nuestro pecado. El encuentro que siguió a este, el domingo a la mañana frente a la tumba vacía, fue un tanto desconcertante al principio, pero resultó en el grito de triunfo de Jesús sobre el pecado, la muerte y el infierno.
Donde sea que te encuentres en este mundo, estimado amigo, y cualquiera sea la etapa de la vida en la que estés, Jesús sigue viniendo para descubrirte el mundo nuevo que tiene para ti y para todos los que confían en él.
Es mi plegaria, estimado oyente, que puedas atesorar los encuentros con Jesús. Ellos tienen el poder de cambiarte la vida para bien. Y si podemos servirte de alguna forma, o si podemos ayudarte a encontrar una comunidad de fe en tu área, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.