PARA EL CAMINO

  • No es lo mismo matar por una causa que morir por una causa

  • marzo 26, 2023
  • Rev. Dr. Hector Hoppe
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Juan 11:45-53
    Juan 11, Sermons: 2

  • La historia triste de Lázaro fue cambiada en alegría cuando Jesús lo volvió a la vida. Y aunque fue empañada por amenazas de quienes tenían el poder, supieron mantenerse firmes en la esperanza que Jesús les trajo. Las conspiraciones del diablo para alejarnos de Dios o hacernos desconfiar de él seguirán hasta el fin de los días. Pero Jesús es más fuerte.

  • Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

    Bien sabes, estimado oyente, que hay momentos en la vida en los que la extrema tristeza se mezcla con la esperanza y la llegada de la vida. Lo más probable es que hayas experimentado la partida de un ser querido por causa de la muerte. Es posible que también hayas experimentado el milagro de la vida al tener un hijo, un nieto, un sobrino, o al escuchar decir al médico: «está libre de cáncer». ¡Esas sí que son buenas noticias!

    Las historias de vida y muerte se mezclan cotidianamente. La esperanza de vivir mediante una curación médica o milagrosa va intercalada con las conspiraciones diabólicas de muerte. Esta mezcla de sentimientos y emociones se vive en forma superlativa en la historia que vemos hoy, donde hay tanto esperanza de vida, como conspiración de muerte. Podemos ver bien cómo el bien y el mal forcejean, pero sabemos que Jesús vencerá las conspiraciones y aun la muerte.

    ¿Has visto alguna vez a alguien volver de la muerte? Y no me refiero a las fantasías que a veces algunas películas usan para producir en nosotros un aumento en la adrenalina. Yo tampoco he visto a nadie «volver del más allá». Cuando era niño, acompañaba a mi padre a los funerales de personas de la iglesia. Me acostumbré a ver muertos, pero nunca vi a uno resucitar de nuevo a la vida. El texto bíblico que estudiamos hoy presenta las consecuencias de una resurrección extraordinaria. Lázaro, que había estado muerto ya cuatro días, o sea, estaba bien, bien muerto, es resucitado por Jesús durante un momento de muchas y profundas emociones entre las hermanas de Lázaro y los amigos que habían venido a compartir con ellas esos días tristes. Jesús también estaba turbado, porque Lázaro y sus hermanas eran sus amigos.

    Estando frente al sepulcro, Jesús hace quitar la piedra y los presentes se preparan para ver a un muerto. Pero lo que ven es el milagro más grande que sus ojos jamás hayan visto. Jesús clamó a gran voz, como para despertar a un muerto, y eso es justamente lo que, por el poder del Padre en los cielos, Jesús logró. Con la piedra quitada, y antes de llamar a Lázaro de vuelta a la vida, Jesús oró a su Padre para darle gracias —anticipadas— por su respuesta a la oración de su Hijo. Jesús le dice al Padre: «Yo sé que siempre me escuchas; pero lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para que crean que tú me has enviado» (v 42). Así que todos escucharon a Jesús y todos vieron el milagro de la resurrección. Como resultado, muchos de los judíos que habían ido a acompañar a María y Marta creyeron en Jesús. Pero otros, porque siempre hay otros, volvieron a Jerusalén a contar el chisme del día y les dijeron a los jefes religiosos lo que Jesús había hecho. No llevaron una noticia de alegría, sino una noticia de miedo. ‘¿Qué vamos a hacer ahora?’, se preguntaron. ¡Jesús está alborotando todo! ¡Hay que matarlo! ¡Y también a Lázaro! (ver Juan 12:10-11).

    La alegría de la vida, la buena noticia de la resurrección, se ve empañada por la amenaza de muerte a dos personas completamente inocentes. Es que así es el maligno. Usa la violencia, las más descabelladas formas de maldad para impedir que Dios llegue a nuestro corazón y nos haga sus hijos. Y como ves, estimado oyente, hasta usa la religión organizada: a los líderes religiosos los enceguece, los llena de miedo y les hace hacer las cosas más horribles que nos podamos imaginar.

    En esta historia hay vida y muerte, pero también un haz de luz, un rayito de esperanza. Y aunque sea irónico, ese rayito viene de la persona que más rabia le tiene a Jesús. Me refiero a Caifás, el sumo sacerdote, la cabeza de toda la casta sacerdotal en funciones en esos días, el que cree que todo lo sabe y que los demás no saben nada, quien pronuncia una profecía cargada de bendiciones para la humanidad entera: «Nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca» (v 50). ¡Qué palabras tan sabias! Por supuesto, porque fueron inspiradas por Dios mismo. Caifás no sabía que estaba hablando en nombre de Dios. Él tenía planes maléficos, pero Dios tenía y tiene aún planes de vida, de resurrección y de paz eterna. El plan de Dios, nos dice nuestro texto, era que «Jesús moriría por la nación; y no solamente por la nación, sino también para congregar en un solo pueblo a los hijos de Dios que estaban dispersos» (vs 51-52).

    En nuestros días las amenazas de muerte siguen vigentes, y aun multiplicándose. En ciertas partes del mundo algunos cristianos son víctimas del complot de fanáticos del sistema establecido que creen saber más que nadie, y que usan la violencia para mantener las cosas a su manera. Y aunque esta no sea nuestra experiencia personal, fue la experiencia de muchos cristianos a través de la historia que representaron una amenaza a los líderes de ciertos grupos religiosos. Aun cuando no tengamos que pasar por amenazas de muerte por ser cristianos, al menos no en forma tan clara como la que expresó Caifás y los principales sacerdotes, el maligno sigue obrando hoy mediante chismes, amenazas y toda suerte de decepciones, para meternos miedo a la muerte y a lo que vendrá después de la muerte; miedo incluso a que nuestras culpas nublen nuestra esperanza de perdón y de vida eterna.

    Ante estas dudas y temores, es bueno recordar que Dios Padre escucha a Jesús cuando él ora por nosotros. «Padre, te doy gracias por haberme escuchado» (v 41), dijo Jesús. El Padre en los cielos escucha a Jesús y responde a sus oraciones por los redimidos. El Padre no solo acepta las oraciones de Jesús a nuestro favor, sino que también acepta el sacrificio de su muerte en la cruz por nosotros. Pocos días después de la resurrección de Lázaro y de este complot de asesinato, Jesús sería llevado a juicio y crucificado a instancias de los líderes religiosos. Ya no quisieron arrojarle piedras, como tantas veces habían intentado, sino que se movilizaron y usaron sus más astutas artimañas para que fueran los romanos quienes lo juzgaran y mataran.

    Es una historia triste, porque las historias de conspiraciones y muerte son tristes. Con todo, es una historia que iba, al pie de la letra, de acuerdo con el plan de Dios. Porque para Dios era una tristeza enorme ver a sus criaturas perdidas en pecado, odiándose a sí mismas y a sus prójimos, andando por la vida padeciendo sus desilusiones y su falta de esperanza. Esa es nuestra realidad. Somos pecadores sin esperanza destinados a la muerte eterna. El pecado es una sombra oscura en nuestra alma que lo tiñe todo de amargura y tristeza. El pecado hace que veamos en Dios a nuestro enemigo, al que quiere quitarnos las alegrías, la libertad de hacer lo que nos parece mejor, al que sacude nuestro sistema bien establecido de vida, aunque ese sistema sea débil y poco confiable. En nuestro pecado preferimos que Dios esté muerto, claro, así no tendremos que rendirle cuentas el día del juicio.

    La historia triste de Lázaro fue cambiada en alegría cuando Jesús lo volvió a la vida. Y aunque fue empañada por amenazas de quienes tenían el poder, supieron mantenerse firmes en la esperanza que Jesús les trajo. Las conspiraciones del diablo para alejarnos de Dios o hacernos desconfiar de él seguirán hasta el fin de los días. El maligno se encarga con todas sus fuerzas de que la tristeza y la amargura nos invada. Pero Jesús es más fuerte.

    Los jefes religiosos querían matar por una causa: salvarse a sí mismos, pero Jesús, por ser Dios y hombre santo, entregó voluntariamente su vida por una causa justa: cumplir la voluntad del Padre que era salvar a todos los pecadores. Nosotros fuimos la causa de su sufrimiento. El profeta Isaías lo dice en palabras nítidamente claras: «Él será herido por nuestros pecados; ¡molido por nuestras rebeliones… El Señor descargará sobre él todo el peso de nuestros pecados» (Isaías 53:5-6).

    Nuestros pecados sentenciaron a Jesús a muerte, una muerte que él aceptó voluntariamente para que ni tú ni yo ni nadie tengamos que comparecer ante el juicio divino manchados con nuestros pecados. Jesús entregó su vida por una causa grandiosa que nos afecta temporal y eternamente. Él estará al frente de nuestras tumbas para exclamar a gran voz la victoria sobre la muerte y llamarnos por nuestro nombre para dejarnos ir a la presencia del Padre celestial con quien, por su causa, compartiremos la eternidad.

    Esta historia de tristeza y muerte, de esperanza y resurrección y vida que vimos hoy, es también nuestra historia. Jesús sigue viniendo a nosotros hoy cargando sus promesas de que resucitaremos al fin de los tiempos, de que nuestros pecados han sido perdonados por la gracia de Dios. Cada encuentro semanal de los cristianos nos conecta con el Señor Jesús. Él nos habla mediante su Palabra, nos alienta a permanecer firmes, nos consuela en los dolores y las desilusiones y nos anima a ayudar a otros a ver la gracia inmerecida de Dios por ellos.

    Es mi anhelo y oración, estimado oyente, que esta historia de la Biblia te ayude a ver el profundo amor que Dios tiene por ti. Así como Jesús se turbó ante la tumba de su amigo a quién amaba y lloró junto a María y Marta la tristeza de la separación, así Jesús tiene compasión de nosotros y se acerca mediante la Santa Cena para tener con nosotros esa Santa Comunión que nos trae perdón, vida y salvación.

    Querido amigo, si este mensaje ha despertado en ti alguna inquietud y quieres aprender más sobre la gracia de Dios en Cristo Jesús, o si quieres que te ayudemos a encontrar una iglesia donde congregarte, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.