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PARA EL CAMINO
Jesús se fue, pero nos dejó su Palabra que tiene todo el consejo de Dios para nosotros. Nos dejó el Bautismo para lavar nuestros pecados y darnos el Espíritu Santo, el mismo Consolador que les prometió a los discípulos. Nos dejó su cuerpo y sangre en la Santa Cena para que comamos y bebamos y alimentemos nuestra fe, y Jesús todavía hoy intercede ante el Padre por nosotros.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
Adiós, queridos oyentes, que Dios esté con ustedes en esta hora. Tal vez algunos de ustedes se sorprendan con mi saludo. Es un saludo que parece más de despedida que de encuentro pero, en verdad, en algunas culturas lo usamos tanto para encuentros como para despedidas. Durante mis tiempos de infancia y adolescencia, cuando llegaba a la casa de algún amigo, le decía hola, pero si salía a recibirme la mamá o el papá de mi amigo, le decía buenas tardes. Cuando me despedía, a mi amigo le decía chau, pero a los papás, adiós, porque, en esa época usábamos un lenguaje más formal con los adultos. Adiós, en mi contexto, se usaba solo como despedida.
Un día, me mudé por un tiempo a otro país. Caminaba yo por la calle de la ciudad acompañado por un señor mayor quien, al cruzarnos con otra persona, de repente dijo: «¡Adiós, Fernández! ¿Cómo está usted?» Me sorprendió que se encontrara con un conocido y lo saludara con un ‘adiós’. Pronto aprendí que la palabra ‘adiós’ es una forma abreviada del antiguo saludo español ‘a Dios os encomiendo’, y pensé qué linda forma de saludarse en un encuentro o en una despedida. Mi padre me saludó con palabras similares cuando mi familia y yo nos mudamos al país donde vivimos ahora: «Cuídense mucho, que Dios los acompañe», me dijo. Y estoy totalmente seguro de que ese buen deseo de mi familia estuvo acompañado de muchas oraciones.
Es la noche del jueves, cuando Jesús lavó los pies de sus discípulos y comió la Pascua con ellos. Ahora, estando reunidos después de comer, Jesús les da un último mensaje. Un mensaje largo, bien largo, con mucho contenido, y ora también por ellos. Me animo a resumir el largo discurso de despedida de Jesús con nuestro saludo castellano: ‘Adiós, amigos, que Dios los cuide’. Lo que Jesús les dijo en esa última reunión no fue solo la expresión de un buen deseo, sino que fue una gran promesa. Jesús se estaba despidiendo de sus discípulos, pero ellos todavía estaban en negación o, por decirlo de otra manera, en un estado de ingenuidad. Habían pasado juntos unos tres años, todos los días con sus noches. Habían andado por muchos caminos, encontrándose con muchas personas diferentes y experimentando el poder de Dios en formas antes nunca vistas. Y ahora Jesús les dice que él se irá triunfante a los cielos, con su cuerpo glorificado y su victoria sobre la muerte, mientras ellos, sus seguidores, se quedarán sin su presencia física y vulnerables a las persecuciones de parte de los enemigos de la fe cristiana.
Las partidas siempre dejan marcadas a las personas. Despedirse muchas veces es difícil, y cuando alguien nos deja sin avisar, cuando se rompió el matrimonio o se murió un ser muy querido, cuando una pelea entre amigos o hermanos terminó con una relación importante, somos heridos, profundamente, casi irreparablemente. Jesús se fue de esta tierra unos cuarenta días después de esta conversación con sus discípulos. Se dio el tiempo de estar con ellos, de aparecerse sin avisar en cualquier momento y en cualquier lugar, como para darles muestra de lo que va a ser su presencia en la iglesia en los siglos que vendrán. Jesús también les dijo de antemano, antes de ser crucificado, que los había llamado para entrenarlos para pescar hombres y que él se iría muy pronto. Jesús sabe cuánto duele una partida, por eso esa noche los prepara con palabras de gran consuelo. «Yo rogaré al Padre, y él les dará otro Consolador, para que esté con ustedes para siempre.» Jesús fue el primer consolador que ellos conocieron. Los discípulos sabían que él era único. Pedro exclamó en una oportunidad: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Juan 6:68).
¿Qué pasará ahora que Jesús se va a ir? Tendrán el otro Consolador, el Espíritu de verdad, el que apunta a la verdad, que es Jesucristo mismo. Es el Espíritu Santo que Jesús promete enviar a los creyentes el que nos apunta a la cruz donde el Hijo de Dios se sacrificó para pagar por nuestros pecados. El Espíritu Santo nos apunta a la tumba vacía y así nos consuela con la segura esperanza de la resurrección de los muertos, para que las separaciones que sufrimos en esta vida por la muerte de nuestros seres queridos no nos inquieten ni nos lleven a la desesperación. El Espíritu Santo nos enseña mediante la Palabra que Cristo nos dejó. Nos enseña cómo vivir y cómo morir.
Jesús se fue, sí, pero nos dejó más que un buen deseo de que Dios nos acompañe. Jesús nos dejó su Palabra que tiene todo el consejo de Dios para nosotros. Nos dejó el Bautismo para lavar nuestros pecados y darnos el mismo Consolador que les prometió a los discípulos: el Espíritu Santo. Aunque Jesús ascendió corporalmente a los cielos, nos dejó su cuerpo y sangre en la Santa Cena para que comamos y bebamos y alimentemos nuestra fe, y Jesús todavía hoy intercede ante el Padre por nosotros.
Que Dios te acompañe, estimado oyente, que el Espíritu Santo esté siempre a tu lado en tu camino por la vida. ¿Sabes qué? Para todas las desgracias de la vida, lo que incluye todos los pecados que hacemos diariamente, el mayor consuelo y el mayor fortalecimiento vienen del Espíritu Santo que nos trae a Cristo con su perdón y su palabra de aliento para acompañarnos en el camino de la vida, hasta que lleguemos a la vida eterna.
En sus palabras de despedida, la noche en que fue entregado, Jesús dice que nadie puede ver al Espíritu Santo y nadie puede reconocerlo a él como el Cristo Salvador del mundo, a menos que tenga los ojos de la fe. Nadie vio a Jesús después de su resurrección sino solo sus seguidores.
Después de su resurrección, Jesús no volvió a predicar públicamente ni a discutir con los fariseos, sino que solo se apareció a los suyos, a los que, aunque todavía dudando, eran sus discípulos, y no solo a los doce. Es que Dios solo puede ser reconocido por medio de la fe. Los ojos de la ciencia y de la filosofía, de la razón y el entendimiento no pueden ver ni recibir a Dios, porque solo la fe –la fe que provee el Espíritu Santo– puede hacer el milagro de abrirnos los ojos espirituales para que reconozcamos a Dios.
Jesús iba a desaparecer, por una noche, de su ministerio público. Tenía un ministerio más importante que hacer: sacrificarse para pagar la deuda de nuestros pecados. Luego desapareció de verdad, quedó enterrado, sepultado. Cuánto dolor tenían los discípulos. Sus conciencias estaban hirviendo de culpas y reproches. Ni se acordaban de la promesa que Jesús les había hecho aquí al decirles: «Pero ustedes me verán.» Y al final, lo vieron. Lo vieron en Jerusalén, en el camino en el campo y a orillas del lago de Galilea.
Jesús se sigue apareciendo hoy, él sigue siendo Emanuel, Dios con nosotros. Lo hace cada vez que dos o tres estamos reunidos en su nombre, cada vez que leemos su Palabra y escuchamos un mensaje en la reunión de la iglesia. Jesús viene en cada Santa Cena para darnos su cuerpo y sangre y para recordarnos que mediante el perdón de los pecados él nos ha reconciliado con Dios.
Jesús y el Espíritu vienen a todo tipo de personas, vienen a quien ha pecado y a quien se ha desviado del camino de Dios. Vienen al corazón contrito, al que reconoce sus faltas delante de Dios. El Espíritu Santo nos ayuda a ver a Dios y a amarlo mediante la obediencia a sus mandamientos. Eso es lo que hizo Jesús cuando estuvo en la tierra. Él llamó a sus discípulos y les pidió que lo siguieran, y los guio en el camino. Jesús y el Espíritu Santo son nuestros modelos y nuestra fuente de poder para caminar por esta vida consolados y consolando a otros. Amar al Dios Trino es honrarlo cumpliendo sus mandamientos.
¿Has notado, estimado oyente, que en estas palabras de despedida Jesús dice que el amor es obediencia, y específicamente obediencia a sus mandamientos? El amor no es libertad para hacer lo que uno quiere sino libertad para amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, como leemos en Deuteronomio 6:5. El amor es la libertad de caminar el kilómetro extra y poner la otra mejilla. Amar a Dios y amar al prójimo es la forma en que cumplimos los mandamientos de Dios.
Es cierto que algunas personas se burlarán de nosotros porque piensan que somos ingenuos y creemos que hay resurrección de los muertos y vida eterna. También es cierto que algunas personas se alejan de nosotros o nos molestan porque no apoyamos las luchas de nuestra sociedad pecaminosa, porque denunciamos como criminal al aborto y porque enseñamos que el matrimonio es solo entre un hombre y una mujer y que Dios solo puede bendecir ese tipo de unión. Definitivamente, con este discurso de despedida Jesús preparó a sus discípulos para la persecución que iban a sufrir apenas unos días después. Y de la misma forma Jesús sigue preparándonos a nosotros. Sus promesas siguen estando vigentes para quienes recibimos la fe.
Hoy vemos a Dios por los ojos de la fe, pero en la resurrección lo veremos cara a cara, con los nuevos ojos que Dios nos dará en el cielo. Mientras tanto, las palabras de Jesús resuenan en nuestros oídos y se graban en nuestro corazón: «No los dejaré huérfanos». Jesús ha cumplido esta promesa. Él ha estado con sus hijos todos los días y seguirá estando hasta que venga a buscarnos para estar con él para siempre en su gloria eterna.
Estimado oyente, si sufres por la separación o ausencia de seres queridos, recuerda el consuelo que Dios te da en el Espíritu Santo. Y si en tu camino por esta vida alguien te menosprecia porque eres cristiano, o si tienes más preguntas sobre la fe cristiana y el don del Espíritu Santo, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.