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PARA EL CAMINO
El agua que Jesús ofreció, y que ofrece todavía hoy a todos los creyentes, calma nuestra sed interior, nos reconcilia con nuestra situación y nos enseña a tomarnos de su mano. El agua de Jesús es perdón, alivio, limpieza, satisfacción, esperanza y vida eterna.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
«Pasa, pasa, por favor. Entra a mi casa y te convido con un refresco.» ¡Ah, que invitación tan oportuna! Después de haber estado corriendo por casi media hora, estabas cansado y con ganas de sentarte, y ahí te encuentra tu amigo y te ofrece un vaso de agua, o dos, o un jugo de frutas que es, posiblemente, lo más apropiado para recuperar energías y nutrir el cuerpo. Mientras entras a la casa, le dices: «Gracias, muchas gracias, ¡qué invitación más oportuna! No hay ningún lugar abierto para comprar algo para beber en esta zona!» Tu amigo sonríe y se siente a gusto porque podrá darte lo que necesitas justo a tiempo, y podrá compartir un rato contigo.
Jesús se pone de pie para hacer una invitación importante a quienes lo escuchan. Es una invitación en el tiempo oportuno y dirigida a las personas que la necesitan. Jesús, con sus hermanos y con sus discípulos junto a todos los judíos reunidos esos días en Jerusalén, celebraba la fiesta de los tabernáculos, o fiesta de las tiendas, que duraba ocho días. Esta era una de las fiestas más populares entre el pueblo hebreo. Durante esos ocho días festivos, recordaban cómo los israelitas habían vivido en carpas o chozas precarias durante los cuarenta años que deambularon por el desierto en su camino a la Tierra Prometida. Entonces ahora allí mismo, en Jerusalén, construían unas chozas o levantaban tiendas para pernoctar durante esos ocho días. Recordaban también, muy especialmente, que Dios había hecho brotar agua de la roca en Horeb, para que el pueblo en el desierto y sus animales pudieran vivir. Así nace la tradición de pedir en esos días lluvias abundantes para la próxima siembra.
En el último día de la fiesta, el día más importante, los sacerdotes salían del templo en solemne procesión litúrgica para buscar agua en el estanque de Siloé. La traían en una jarrón de oro puro, y siguiendo un ritual, derramaban el agua sobre el altar mientras los levitas recitaban salmos. Ellos conocían muy bien la importancia del agua, y sabían que dependían de la gracia divina para obtenerla. Es en ese contexto que Jesús se pone de pie y hace una invitación abierta a todos los que creen en él con estas palabras: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba.»
El agua que Jesús ofreció, y que ofrece todavía hoy a todos los creyentes, es más que para regar los viñedos y olivares: es para calmar la sed interior que tenemos y que se evidencia de muchas maneras en nuestra conducta, en nuestros sentimientos y en nuestras actitudes. Los judíos de la época de Jesús estaban llenos de cargas espirituales impuestas por sus líderes: muchos rituales, ceremonias y leyes a seguir y cumplir, que los aplastaban y los dejaban secos de ánimo. En la sequía de su corazón sufrían la aridez del desierto espiritual, no tenían seguridad de estar en paz con Dios ni de que estaban siguiendo su voluntad. Es a esas personas a quienes se presenta Jesús, como si él fuera la peña de Horeb de la que brotan aguas frescas.
La invitación de Jesús de beber de su agua es oportuna también hoy para nosotros. A veces tenemos sed de venganza, queremos pagarle al otro de la misma forma en que hemos sido maltratados, pero el agua de Jesús nos ayuda a perdonar y a buscar la paz. Tenemos sed de saber qué pasará en los días venideros, especialmente en nuestros tiempos, cuando hay tanta incertidumbre, inseguridad, desequilibrio, pero el agua de Jesús nos reconcilia con nuestra situación y nos enseña a tomarnos de su mano. Toda la sed que tenemos dentro de nosotros, que se muestra en la aridez de nuestras actitudes, en desprecio por el prójimo necesitado, en nuestra displicencia por leer y estudiar la Palabra sagrada, no es más que un síntoma de lo que nos pasa en lo más profundo de nuestro espíritu. El agua de Jesús nos lava los ojos espirituales para que reconozcamos que estamos en un mundo profundamente corrompido y que también nosotros hemos sido afectados hasta la raíz con el pecado. Y la única salida para el pecado es el perdón de Dios. Porque al final, ¿quién no tiene necesidad de perdón? Solo el soberbio, arrogante y vanidoso que no considera su vida delante de Dios ni se mira al espejo de la ley divina. El agua de Jesús es perdón, alivio, limpieza, satisfacción, esperanza y vida eterna. El Bautismo es una señal clara del amor y del poder de Dios para lavarnos los pecados de acuerdo a su promesa: «El que crea y sea bautizado, se salvará» (Marcos 16:16).
En esta fiesta Jesús agrega una promesa más: «Del interior del que cree en mí correrán ríos de agua vida.» ¿Has visto alguna vez un manantial? ¿Agua que brote de la tierra? En Palestina, bien al norte, se pueden ver vertientes, manantiales ricos en traer a la superficie el agua que se junta y comienza a formar el Jordán. A los manantiales se le suma la lluvia por la que oraban en cada fiesta de los tabernáculos y el Jordán forma el lago de Galilea, y sigue su camino al sur alimentando las riberas hasta terminar en el mar Muerto. Esas aguas que se originaron en los manantiales proveyeron de pescado, frutas y verduras a Jesús, a su familia, a los discípulos y a toda la región donde Jesús hizo su ministerio. Con esa promesa de crear manantiales en el corazón de los creyentes Jesús estaba cumpliendo las promesas del Antiguo Testamento, de las cuales la del profeta Isaías es un buen ejemplo. Dice en Isaías 58:11: «Entonces yo, el Señor, te guiaré siempre, y en tiempos de sequía satisfaré tu sed; infundiré nuevas fuerzas a tus huesos, y serás como un huerto bien regado, como un manantial cuyas aguas nunca faltarán».
El evangelista Juan nos explica que esta promesa de Jesús de crear manantiales en nuestro interior se refería al Espíritu Santo que vendría sobre los creyentes después de la ascensión de Jesús. Pasamos, entonces, de la fiesta de las tiendas, donde se pedía por lluvias y se celebraba el agua de vida proveniente de Dios, a la fiesta de Pentecostés, donde Dios inundó con el Espíritu Santo a los creyentes en Jerusalén. La iglesia cristiana en todo el mundo celebra hoy el momento en el cual Dios cumplió la promesa del Antiguo Testamento, ratificada luego por Jesús, llenando a los creyentes del Espíritu Santo. Aunque en los días previos los discípulos ya lo habían recibido de Jesús cuando él sopló sobre ellos después de su resurrección, ahora, en Pentecostés, el Espíritu Santo venía pública y plenamente con su poder para guiar a la iglesia.
Los primeros creyentes fueron inundados, desbordados con el Espíritu Santo. En Pentecostés la iglesia explotó, pero no se rompió: quedó entera. Entera y enteramente satisfecha por el agua de vida y enteramente preparada para regar sus riberas con el agua del manantial divino. La primera iglesia no pudo contener las aguas de sus manantiales. El mismo día de Pentecostés, en el primer mensaje en el poder del Espíritu Santo, Pedro proclamó claramente la obra de Jesús en la cruz por los pecados del mundo y su resurrección triunfante sobre el pecado, el diablo y la muerte. Y allí mismo, como tres mil personas creyeron en el Cristo que Pedro proclamó y fueron bautizadas. La iglesia no pudo contener el agua que salía de sus entrañas, sino que explotó de alegría regando bendiciones por doquier. Así comenzó Dios una nueva era para su pueblo. El evangelio de Jesucristo fue proclamado ese día en al menos diez idiomas diferentes. ¡A todas las naciones!, había dicho Jesús, y los creyentes contaron las maravillas de Dios a todas las naciones que se habían juntado para celebrar la fiesta.
¡Qué sabían ellos que la fiesta recién empezaba! Porque las fuentes de agua viva, los manantiales, no se han secado. Dios sigue haciendo brotar de sus creyentes el agua de vida que calma la sed de los angustiados y trae perdón a los arrepentidos.
Una de las cosas que me maravillan de este brevísimo mensaje de Jesús, es que él no solo tuvo en cuenta a las personas que tenía ante sí, sino que también nos tuvo en cuenta a ti y a mí. Cristo hizo una promesa a los creyentes de su tiempo contigo y conmigo en la mira. Es el mismo evangelista Juan quien registra la oración de Jesús por sus discípulos y por nosotros hoy.
Jesús dice en el capítulo 17 de Juan versículo 9: «Yo ruego por ellos. No ruego por el mundo, sino por los que me diste, porque son tuyos». Y en el versículo 20: «Pero no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos». Y hasta el día de hoy el evangelio, el mensaje de la gracia de Dios no puede ser contenido, sino que brota del corazón de los creyentes para tocar a otros que todavía no vieron, no oyeron o no entendieron la gracia de Dios.
El agua de la vida no es solamente para nosotros. No sirve estancar el agua por un tiempo, porque se vuelve amarga o salada como el mar Muerto. Los ríos de agua viva que Jesús proclama son empujados hacia fuera de nosotros por el Espíritu Santo. Hay otros que necesitan apagar la sed de la culpa, la vergüenza y la desesperanza. Solo Cristo puede hacer ese milagro, y él, en su designio eterno, eligió a la iglesia, a los creyentes, para mojar a otros con la gracia divina. En Pentecostés nos damos cuenta cuán generoso es Dios. Él no nos da apenas un poquito del Espíritu Santo, sino que nos lo da completo para que podamos compartir en un lenguaje de amor, lo que Jesús hizo en la cruz por cada persona en el mundo. Tal vez no hablemos diez idiomas, tal vez solo tres, o dos, o uno. Pero el Espíritu Santo nos enseña a hablar sin miedo, con firmeza y dulzura, mostrando comprensión y paciencia. El Espíritu Santo nos enseña y nos capacita a intentar ser más efectivos con nuestro lenguaje corporal, a tomar de la mano a quien tiene miedo de caminar solo, a abrazar al que se está cayendo a pedazos vaya a saber por qué razones, a levantar al que pecó contra Dios y contra su hermano mediante el perdón de Cristo.
¿Notaste que los primeros creyentes no perdieron el tiempo en Pentecostés? Pedro y los demás discípulos vieron oportuno invitar a todas las naciones a conocer el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. Dios usó un tiempo oportuno para traerme a mí a la fe. Usó un tiempo oportuno para traerte a ti a la fe, para comunicarte el agua de la vida y para enviarte el Espíritu Santo que te guía y te da poder para mostrar a Cristo a otros.
Estimado oyente, si quieres saber cómo puedes involucrarte más en llevar el amor de Dios a quienes aún no lo conocen, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.