PARA EL CAMINO

  • ¡Sorpresa! El reino de los cielos está aquí

  • junio 18, 2023
  • Rev. Dr. Hector Hoppe
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Mateo 9:35-38
    Mateo 9, Sermons: 2

  • Una y otra vez, Jesús decía: «El reino de los cielos está cerca». Y cuando Jesús murió en una cruz para pagar por los pecados de todas las personas del mundo y resucitó victorioso al tercer día para renovarnos la vida para toda la eternidad, el reino de Dios dejó de estar cerca para estar definitivamente entre nosotros.

  • Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

    ¿Qué cosas esperas, estimado oyente? ¿Esperas que el dolor que tienes en el cuerpo se vaya con los nuevos medicamentos que estás tomando? ¿Esperas que tu amigo te pida disculpas por lo que te hizo? ¿Esperas que tus padres dejen de discutir y de pelearse tanto? ¿Esperas que tus hijos sigan por el buen camino en este mundo con tantos peligros? ¿Esperas un día librarte de esos pensamientos que te atormentan, te intranquilizan y te quitan el sueño? ¿Esperas conseguir un trabajo diferente donde te paguen más y traten mejor? ¿Esperas que cambie el gobierno de tu país para que de una vez por todas se termine la violencia y el malestar social y haya fuentes dignas de trabajo para todos?

    Pues, si esperas todo eso no estás solo. No lo estás ahora, ni lo estarás mañana. Porque la espera de algo mejor ha sido siempre parte de nuestra naturaleza humana. A veces, ese algo mejor ha sido anunciado y prometido, como anuncian y prometen hoy día la mayoría de los políticos. El pueblo de Israel también esperaba. A veces esperaba con ansias, a veces con desilusión, otras con mucha esperanza, pero esperaba que el reino de Dios viniera de una vez por todas y se instaurara entre ellos un pueblo próspero y feliz. Cuando los profetas hablaban, lo hacían para el presente y para el futuro. «Ya viene», decían, «pronto vendrá el que traerá justicia y paz a la civilización». Era un anuncio común repetido muchas veces, hasta que un día cambió un poco.

    Cuando por fin el mismísimo Rey del nuevo reino se hizo hombre y nació en Belén, y fue bautizado y comenzó a predicar, un nuevo régimen comenzó a tomar forma. Jesús anunciaba: «El reino de los cielos está a la mano. El reino de los cielos está cerca. El reino de los cielos es como un grano de mostaza que crece y se hace árbol, el reino de los cielos crece como levadura, el reino de los cielos les pertenece a los pobres», y así, anuncio tras anuncio, Jesús decía: «El reino de los cielos está cerca». Y cuando Jesús murió en una cruz para pagar por los pecados de todas las personas del mundo y resucitó victorioso al tercer día para renovarnos la vida para toda la eternidad, el reino de Dios dejó de estar cerca para estar definitivamente entre nosotros.

    En el pasaje de hoy vemos la realidad del reino de Dios. Todo comienza con Jesús. El Hijo eterno de Dios se hizo carne, un ser humano como nosotros pero sin pecado. Nació humildemente para ser parte de un mundo corrupto infectado mortalmente por el pecado que se manifiesta en el odio, en las rabias y en la avaricia que lleva a las guerras y a la desesperanza. El pecado que nos afecta se muestra en nuestra intranquilidad, en nuestros sentimientos de culpa, en la búsqueda constante de una paz que no llega y en terror ante la muerte. Tú y yo, estimado oyente, somos parte de una multitud que es abusada, explotada por los de afuera y por nuestra propia gente, y más aún por nuestra propia conciencia.

    Muchos tratan de encontrar en las religiones populares la serenidad que les permita dormir tranquilos, pero esa serenidad profunda no se encuentra en las religiones que exigen de sus miembros lo que ellos no son capaces de hacer. Nuevas leyes, imposiciones, disciplinas y consagración no nos llevan a otra cosa sino a más desesperación. Algo semejante les sucedía a los habitantes de Palestina. Dice nuestro texto que «Al ver las multitudes, Jesús tuvo compasión de ellas porque estaban desamparadas y dispersas, como ovejas que no tienen pastor» (v 36). Desamparadas. Este es un término cargado de dolor y desesperación. Las multitudes estaban literalmente siendo vejadas, mortificadas por los líderes religiosos que las guiaban. La gente andaba de un lado para otro buscando la paz que no encontraba. La mayoría de los líderes religiosos del tiempo de Jesús imponía rituales, ceremonias y leyes de todo tipo que eran imposibles de seguir al pie de la letra, ¡cómo si de eso se tratara la vida espiritual que Dios quería para su pueblo! A eso se refiere Jesús cuando dice en Mateo 23 (:4) que los escribas y fariseos «Imponen sobre la gente cargas pesadas y difíciles de llevar, pero ellos no mueven ni un dedo para levantarlas».

    En contraste con esto, Jesús vino a enseñar y predicar el evangelio del reino. No trajo una ley nueva, sino la buena noticia del reino que dice que el Salvador «llevará sobre sí nuestros males, y sufrirá nuestros dolores» (Isaías 53:4). Lo que Jesús hizo por nosotros es una buena noticia porque, al cargar nuestros pecados sobre sus hombros y llevarlos a la cruz, nos libró de toda culpa y restauró nuestra relación con Dios. Ahora el pecado ya no tiene más poder para acusar y condenar para siempre en el infierno. De esta manera, Jesús nos hizo parte de su realeza.

    Ya desde el comienzo de su ministerio Jesús vio a las multitudes y tuvo compasión de ellas. Usando un lenguaje coloquial, podemos decir que a Jesús le dolió el corazón de tristeza. Se conmovió interiormente a tal punto que su cuerpo reaccionó con dolores físicos. Pero él sabía que para eso había venido: para cargar con el dolor y la desesperación de las personas. Porque los dolores de Jesús no se limitaron a su sufrimiento en la cruz, sino que cada día cargó los sufrimientos de la gente sobre sí mismo.

    Jesús vino a hacer lo que ninguno de nosotros puede hacer: pagar la deuda que acumulan nuestros pecados y restituir la relación con Dios que nosotros rompimos con nuestra desobediencia. Y lo que vino a hacer lo hizo bien, a la perfección. Su compasión se transformó en la acción de ir a morir obedientemente a la cruz para pagar el precio de nuestros pecados y resucitar victorioso para compartir con nosotros esa buena noticia del reino que nos dice: hay vida abundante ahora y por toda la eternidad.

    Jesús vio que eran muchas las personas desamparadas. Eran multitudes las que lo rodeaban y eran multitudes muchísimo más grandes, multitudes de millones de personas por todo el mundo, hasta en los rincones más remotos de la tierra. Él vino a anunciar y traer su reino para todo el mundo, pero tenía los días contados: un poco más, y se iría de esta tierra. Alguien tenía que seguir con el anuncio del amor de Dios, y alguien tenía que pastorear y guiar a los creyentes. Así que Jesús les dijo a sus discípulos: «Ciertamente, es mucha la mies, pero son pocos los segadores. Por tanto, pidan al Señor de la mies que envíe segadores a cosechar la mies» (vs 37-38).

    Aquí es donde tienen sentido esos tres años durante los cuales Jesús anduvo predicando, enseñando y sanando dolencias. Durante ese tiempo Jesús reclutó a doce hombres y después a muchos más. Los equipó con conocimiento de la voluntad de Dios, con amor y con fuerzas para salir a predicar la buena noticia del reino de los cielos. Es de pensar que los discípulos se pusieron a orar para pedir al Padre que envíe obreros, y así, ellos mismos se involucraron en la tarea de ser los segadores. Ahora, los que habían sido cosechados por Jesús eran los que iban a salir a cosechar. La mies, o la siembra, ¡está lista para la cosecha!

    Después de estas palabras de Jesús, el evangelista Mateo relata que Jesús seleccionó a doce de sus discípulos y los envió a anunciar y a poner en práctica el reino de los cielos. Y un poco después Jesús envió a otros setenta y dos con la misma misión de anunciar el reino de Dios. No tuvieron opción, porque como buenos seguidores de Jesús no se les ocurrió orar: «Señor de la mies, la cosecha a recoger es enorme, envía obreros por favor, pero no nos envíes a nosotros». ¿Has orado alguna vez: «Señor, envía obreros para que tu iglesia crezca, pero no me envíes a mí?» Quiero creer que nadie ora de esa manera. Los discípulos tampoco. Cuando oramos nos involucramos en la obra del Señor.

    Es importante que consideremos que la mies no es nuestra. El mundo y su gente tienen un solo dueño: Dios. Él nos creó y nos dio su impulso para poblar la tierra, y lo hemos hecho, y hemos multiplicado la siembra en proporciones que casi no nos es posible contabilizar. Pero así también hemos multiplicado el pecado con el cual hemos nacido, por eso hoy somos parte de multitudes que están desesperadas, que son vejadas, abusadas, explotadas por líderes caprichosos y vanidosos y por sus propias conciencias que les recuerdan del vacío espiritual que no pueden llenar por esfuerzo propio. Esas multitudes están siendo alcanzadas hoy porque los cristianos seguimos orando e involucrándonos en ser parte de los obreros en el reino de Dios. La generación anterior oró para que Dios enviara obreros a su reino y no se excluyó de la obra misionera. Por eso tú y yo estamos hoy aquí. Nosotros fuimos alcanzados de la misma manera que los primeros doce y los setenta y dos alcanzaron a los de su generación. Somos el resultado de las oraciones de la iglesia, cuyos miembros no solo oraron a Dios por trabajadores, sino que se involucraron en el trabajo de venir a nosotros a mostrarnos la compasión de Dios en Cristo Jesús. Lo hicieron cuando nos leyeron la Palabra de Dios, cuando nos llevaron al Bautismo y cuando nos instruyeron y animaron a participar de la Santa Comunión. Y Dios bendijo esa obra con la presencia y la fuerza de su Espíritu Santo.

    Hoy seguimos orando y siendo parte de los discípulos que Dios ha llamado para mostrar compasión y para comunicar con palabras y acciones las bondades del reino de los cielos. Oramos para que le podamos dedicar tiempo a la obra de Dios, porque la misión lleva tiempo. Dios no nos llamó solo para pasar información, sino para tener empatía con el que sufre y para sentir compasión con los que están a la deriva en la vida espiritual, los que no encuentran alivio para sus culpas y esperanza ante la muerte. Trabajar en el reino de Dios significa establecer relaciones y caminar con las personas a quienes alcanzamos con el amor de Dios. Cosechar la siembra de Dios significa amar, apoyar, consolar, animar e instruir a cada uno de los discípulos que Dios ha llamado para sí. Hacer misión para expandir el reino de los cielos es un estilo de vida.

    Estimado oyente, te invito ahora a tomar un momento para orar juntos: Padre amoroso, te alabamos por tu creación. Te adoramos como al único Dios verdadero que nos mira con compasión por causa de Jesús. Como él, también nosotros vemos a las multitudes desamparadas. Danos la buena voluntad, el poder y la sabiduría para mostrar compasión y anunciar el perdón que tu amado Hijo logró en la cruz por todas las personas del mundo. En el santo nombre de Jesús. Amén.

    Querido oyente, si este tema ha despertado inquietudes en ti o si quieres recibir más información sobre las buenas noticias del reino de los cielos, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.