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PARA EL CAMINO
Jesús llama y envía. Más aún: Él envía a todos los que llama. ¿A qué nos envía? A contar nuestra historia. A contar cómo la gracia de Dios nos cambió la vida y la eternidad, a contar de su obra de amor, de su integridad como persona, de su sabiduría como Dios y de su vulnerabilidad como humano; contar de su buena voluntad de cargar con nuestro pecado y pagar nuestra deuda con Dios.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
No fueron muchas, pero cuando estaba en la escuela primaria alguna vez fui llamado a la oficina del director. Allí aprendí lo que es la adrenalina. Cuando el director quiere hablar contigo, generalmente no es para felicitarte por algo sino porque has hecho algo que no debías haber hecho. Eso de que a uno lo llamen sin decir para qué, es un misterio que revela cuán ansiosos nos podemos poner. Si el jefe nos llama para que nos presentemos a su oficina o el capataz de la obra nos dice: «Venga a verme, tenemos que hablar», no podemos esperar hasta saber de qué se trata.
Cuando Jesús llamó a Pedro y Andrés para que fueran sus discípulos, fue un poco más inteligente y más benévolo que cualquier director de escuela, jefe o capataz. Caminando a orillas del lago, Jesús llamó: «Síganme, y yo haré de ustedes pescadores de hombres» (Mateo 4:19). Tanto para Andrés y Pedro como para los demás discípulos no fue una sorpresa que Jesús les dijera: «Llegó la hora de enviarlos para hacer la tarea que tengo preparada para ustedes». Y de eso se trata este pasaje que estudiamos hoy: Jesús llama y envía. Más aún: él envía a todos los que llama. En el capítulo diez de Mateo hay un envío específico para los doce que Jesús eligió de entre todos los discípulos que lo seguían. Luego Jesús amplía las exhortaciones para los setenta y dos que envió un tiempo después y luego agrega más exhortaciones para todos los que él llama y envía a partir de ese momento y hasta el día de hoy.
Los doce discípulos se convierten ahora en apóstoles, porque eso es justamente lo que significa la palabra enviar. Ellos representan lo que hoy son los líderes de la iglesia cristiana, pastores, docentes, diáconos, evangelistas y misioneros. Al enviarlos, Jesús les da su poder y su bendición, pero también les recuerda su vulnerabilidad. Para ellos son estas palabras de advertencia: «Los estoy enviando como ovejas en medio de lobos». Los apóstoles son como ovejas ante los líderes de la religión establecida y los gobernantes que no tenían temor de Dios y que usarían su poder y autoridad para combatir cualquier cambio de rutina en su territorio.
El primer envío de Jesús es a las ovejas perdidas del pueblo de Israel. Ellos, como pueblo de Dios, tienen prioridad para recibir las buenas noticias del reino. Pero enseguida siguen los demás envíos para todos los llamados. Y los envíos que siguen nos incluyen a todos los que hemos recibido el don de la fe por la gracia de Dios. De esta forma establecemos que, aunque todos somos enviados, no todos ejercemos las mismas tareas ni somos enviados a los mismos lugares.
Dado que todos los llamados somos enviados a diferentes situaciones y ministerios, estas palabras de Jesús son también para nosotros. ¿A qué piensas que somos enviados? Somos enviados a contar una historia, la nuestra, a contar cómo la gracia de Dios nos cambió la vida y la eternidad, cómo todo lo que nos pasó espiritualmente está escrito detalladamente en la Biblia. Somos enviados a contar lo que sabemos de Jesús, de su obra de amor, de su integridad como persona, de su sabiduría como Dios y de su vulnerabilidad como humano; de su buena voluntad de cargar con nuestro pecado y pagar nuestra deuda con Dios, librándonos de esa manera para siempre del poder del diablo. Somos enviados a contar que él resucitó de los muertos para traernos la esperanza de que también nosotros resucitaremos para entrar en el cielo después de la muerte. Somos testigos de todas sus promesas, y así como nos tomamos sus promesas en serio, también nos tomamos en serio sus advertencias.
¿A dónde será que Dios nos envía? Porque estoy seguro de que hay lugares adonde no queremos ir. A donde vamos es, en realidad, la prerrogativa de Dios. La historia nos muestra que los hijos redimidos de Dios fueron allí donde vieron niños en la calle, sin hogar, y fundaron orfanatos; fueron allí donde vieron falta de educación y fundaron escuelas; fueron allí donde encontraron enfermos y heridos en los caminos y en las casas y les llevaron medicina y comida y fundaron hospitales. Los hijos de Dios fueron a lugares donde el amor de Dios no era conocido y mostraron la cruz y la tumba vacía y el cielo abierto para todos los que creerían en la obra salvadora de Cristo. ¿Fue una tarea fácil? ¡Por supuesto que no! Tuvieron muchas desilusiones y dolores y oposición, pero aprendieron a escuchar y a ver que aquellos que los atacaban lo hacían porque ellos mismos estaban siendo atacados interiormente por su propio pecado. Y eso es lo que encontramos nosotros hoy: amigos, vecinos, familiares que están cargando el dolor que les produjo la muerte de un hijo, la adicción de un amigo, la depresión de un compañero que se siente derrotado por vaya a saber qué. En definitiva, Dios nos está enviando a un mundo que no es otra cosa que un mundo perdido en pecado que sufre las consecuencias de estar alejado de Dios.
Dios nos envía a los ingenuos e ignorantes, y digo esto con mucho respeto, porque nadie aprende sobre la gracia de Dios si alguien no se lo comunica. En su carta a los romanos, San Pablo lo dice con estas palabras: «¿Cómo invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán si no hay quien les predique?» (Romanos 10:14). Hay muchos que no saben de Dios, o si tienen alguna idea, lo ven como un ser justiciero que anota cada cosa que hacemos mal y nos hace pagar de alguna forma lo que nosotros sabemos que no está bien. No conocen al Dios de la misericordia, al que nos lava de nuestros pecados en el Bautismo y que nos da el poder del Espíritu Santo.
¡Los enviados tenemos poder! Pero somos vulnerables. Jesús les prometió a sus discípulos: «Cuando venga sobre ustedes el Espíritu Santo recibirán poder, y serán mis testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra» (Hechos 1:8). Tenemos poder, pero somos débiles. El poder viene de Dios y nos anima a crecer en estas palabras de Jesús: «No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Más bien, teman a aquel que puede destruir alma y cuerpo en el infierno». El diablo no tiene ningún poder sobre nosotros si permanecemos al abrigo de nuestro Dios altísimo. Pero si despreciamos la obra de Jesús por nosotros y abandonamos la fe, Dios tiene poder para dejarnos en la condenación para siempre. Estas son ciertamente palabras muy duras, pero son la amorosa advertencia de Dios de que los peligros espirituales abundan y nos pueden dañar eternamente.
Cuando Dios nos llama y nos envía a dar testimonio de su amor, ¿cómo vamos? Vamos sin temer a los peligros del mundo, pero siendo prudentes y sencillos, sin ser ingenuos con el pecado. Es tan fácil y común pensar que, como vamos a hacer el bien a algún lugar o a alguna persona, nadie nos hará daño o nos rechazará. Sin embargo, cuántas veces nos sucede que vamos con la mejor intención y en lugar de agradecimiento por nuestro amor y nuestro servicio recibimos burlas y desprecio y hasta nos ofenden con groserías. Sabes a qué me refiero. Probablemente te haya sucedido. Yo lo he vivido en carne propia. Por eso, esto es un llamado a no ser ingenuos y a tomarnos en serio tanto la fuerza del pecado que reina en el mundo incrédulo, como la fuerza de la paz de Dios en nuestros corazones.
Cuando estudiamos en la escuela dominical los diez mandamientos, algunos de nosotros aprendimos desde pequeños que «Debemos temer y amar a Dios» para intentar cumplir esos mandamientos. Aquí Jesús realmente hace una advertencia muy inusual. Nos pide que no le temamos a nuestro peor enemigo, el diablo, pero que le temamos a Dios, nuestro mejor amigo. En otras palabras: no le tengamos miedo a los enemigos, porque no pueden dañar nuestra salvación; pero temamos, respetemos y tomémonos a Dios muy en serio. Quizás te preguntes: ¿Qué garantía nos da Dios de que podemos confiar ciegamente en él? ¿Cómo sabemos que cumplirá su promesa de cuidarnos y bendecirnos y prosperar por medio de nosotros el reino de los cielos? Escucha lo que dice Jesús: «¿Acaso no se venden dos pajarillos por unas cuantas monedas? Aun así, ni uno de ellos cae a tierra sin que el Padre de ustedes lo permita». Ahí está nuestra garantía. Los pajarillos son descendientes de los primeros pajarillos que Dios formó el quinto día de su obra de creación. ¡Hasta el día de hoy vemos pajarillos todos los días! Esta es una señal clara de que Dios no los abandonó. Es cierto que hay personas que los matan solo por deporte o placer. Es cierto también que muchos pajaritos mueren en las tormentas o simplemente porque se les agotó el organismo. Pero es que ellos también sufren las consecuencias del pecado en este mundo caído. Sin embargo, ninguno de ellos cae al suelo sin que el Padre en los cielos lo permita.
Tú y yo, estimado oyente, somos descendientes de los primeros seres humanos que Dios formó el sexto día de su creación. Hasta hoy Dios ha prodigado para sus criaturas todo lo necesario para la vida y, aunque nos matamos entre nosotros en guerras y crímenes aislados, y aunque nos lastimamos y nos mentimos como si fuéramos enemigos eternos, Dios se ha ocupado de nosotros. También los hijos redimidos de Dios sufriremos ataques, muerte, dolor y sufrimiento, pero nada de eso ocurrirá sin el permiso de nuestro Padre celestial. Considera a Jesús, el santo Hijo de Dios, que se entregó de lleno a la salvación de esta humanidad caída en pecado y condenada al infierno por toda la eternidad. Él no hizo nada malo sino solamente el bien a costa de su propia vida. Él también sufrió la consecuencia del pecado, no del propio pecado, porque él no cometió ni uno solo, sino de nuestros pecados. Fue arrastrado a morir en una cruz y sepultado en una tumba fría. Dios permitió todo eso, pero no permitió que la muerte lo retuviera, sino que lo levantó victorioso de entre los muertos para poder prometernos a nosotros, todos su perdonados, la resurrección de los muertos y la vida eterna. Cuando suframos desgracias y rechazo en esta vida, pensemos que Dios lo sabe y lo permite, y se apresta a darnos ahora, o en el más allá, la recompensa a la fe que mantuvimos firme en el poder del Espíritu Santo.
Querido oyente, si Dios te ha llamado, también te ha enviado. Afírmate en estas palabras de Jesús para crecer en su gracia y vivir la fe en la paz y la alegría qué solo Dios puede dar. Si este tema del envío a compartir la historia de la salvación con otros ha despertado alguna inquietud en ti, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.