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PARA EL CAMINO
Jesús vino a traer una paz verdadera, duradera, profunda y eterna que solo se encuentra a través de la reconciliación con Dios que logró con su sacrificio en la cruz. Habiendo sido perdonados, nuestra tarea como discípulos es seguirlo hasta el final, renunciando a todo lo que se interponga o amenace con apartarnos de él.
Aún recuerdo claramente la mañana fría de un domingo de invierno en la iglesia que estaba pastoreando en la ciudad de Raeford, Carolina del Norte, a inicios de la década del 2000. Mientras los feligreses entraban por la puerta principal para ocupar sus asientos, saludar a otros hermanos, o pasar al comedor por una taza de café mientras esperaban el inicio del servicio de adoración, pude percatarme de que una de las hermanas de la iglesia, a la cual llamaré Emilia, tenía su rostro algo hinchado, sus ojos rojos y con muestras de lágrimas en ellos. Se notaba que esta joven había llorado durante todo el trayecto de su casa a la iglesia. Mi esposa y yo vimos la necesidad de atenderla, así que le pedimos que nos acompañara a la oficina pastoral para indagar un poco y conocer de aquello que claramente le estaba afectando.
Ella nos relató que estaba muy triste por una conversación que había tenido por teléfono esa mañana con su madre en México. Emilia era una joven que hacía muy poco había conocido el amor de Dios y había recibido el regalo de la salvación por medio de la fe en Jesucristo. Contenta esa mañana quiso compartir la buena noticia con su madre y contarle que se dirigía a la iglesia para aprender más de Jesús y su nueva fe. Pero después de un momento de silencio su madre le respondió, de una manera bastante áspera, que desde ese mismo día ella no tenía más hija, que no la volviera a llamar, porque a partir de ese momento haría como si su hija había muerto para ella. ¡Qué triste situación! Pero esta es la realidad de muchas personas que al recibir la fe y seguir a Jesús experimentan en sus propios hogares con familiares que no comparten la misma fe. En ese momento oramos con Emilia, buscamos el consuelo de Dios en su Palabra y la animamos a seguir adelante. Sinceramente, no sé cómo estará su relación con su madre hoy en día, pero lo que sí sé, es que ella permaneció firme en la fe en el Hijo de Dios.
Cuando reflexiono sobre este pasaje de las escrituras en el Evangelio según San Mateo que acabamos de leer, no puedo dejar de pensar en la experiencia de Emilia y lo difícil que debe ser para una persona escuchar esas palabras de parte de su madre, su padre o un ser querido. Lo que ella pensó que sería una buena noticia, de pronto se convirtió en motivo de división familiar. Las Palabras de Jesús: «No piensen que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada», ahora cobraban un sentido real. A simple vista pareciera haber una contradicción entre estas palabras y las palabras de paz de Jesús, quien no solo nos prometió su paz como leemos en Juan 14:27: «La paz les dejo, mi paz les doy», sino que también lo conocemos como el Príncipe de Paz. Y en el anunciamiento de su venida a esta tierra para cumplir su misión salvífica, en Lucas 2:14 leemos que junto al ángel mensajero se unió una multitud de huestes celestiales proclamando paz y buena voluntad a los habitantes de la tierra.
Entonces, es normal que estas palabras suenen muy diferentes, es normal que nos preguntemos: ¿qué quiso decir Jesús cuando habló de traer división y no paz? Lo primero que debemos entender según el contexto bíblico y a la luz del mensaje central del Evangelio es que Jesús sí vino a traer paz al mundo, pero una paz diferente a la que los judíos entendían que el Mesías les traería. Ellos esperaban a un príncipe de paz que restauraría y consolidaría el reinado de Israel, esperaban una paz política, económica y social. Pero eso sería traer una paz superficial, temporal o falsa, basada en la conformidad o la comodidad del pueblo de Israel.
Sin embargo, el Mesías vino a traer una paz verdadera, duradera, profunda y eterna que solo se encuentra a través de la reconciliación con Dios. Pero, para que esa paz se manifieste, primero debemos enfrentar la verdad sobre nosotros mismos y el mundo en el que vivimos. Esa verdad es que este mundo está perdido, que nosotros los hombres somos pecadores, que estamos alejados de Dios por causa del pecado y que por ello caminamos bajo la ira de Dios y estamos condenados a la muerte eterna y que el único medio por el cual somos perdonados es recibiendo al Mesías prometido y salvador del mundo por medio de la fe, siguiéndolo hasta el final, renunciando a todos nuestros intereses, comodidades y privilegios y aun arriesgar nuestras propias vidas por mantener esa fe.
Esa verdad no es algo fácil de aceptar. Los discípulos se encontrarían con mucha resistencia y oposición, incluso dentro de sus propias familias. En este pasaje, Jesús nos dice que seguirlo implica una fe, una lealtad y un compromiso radical y definitivo. Él es el camino, la verdad y la vida; no hay otro camino para llegar al Padre. No existe otro camino hacia la paz con Dios, por eso la importancia de poner a Jesús en primer lugar en nuestras vidas. Que nadie nos desvíe de ese camino que es Cristo, no el mundo, no la sociedad, ni siquiera nuestros propios seres queridos.
Creo que todos estaremos de acuerdo en decir que la unión y el amor más fuerte que experimentamos como seres humanos en esta tierra es el amor de la familia. Yo estoy pasando en este momento por un tiempo de duelo, mi madre acaba de fallecer hace unos días, y ya estoy extrañando profundamente su amor, sus palabras de consejo, sus oraciones, su compañía. En estos últimos días he vuelto a comprobar cuán fuerte es el amor de la familia. Es importantísimo mencionar aquí que Jesús en ningún momento nos está diciendo que debemos abandonar o descuidar a nuestras familias o nada por el estilo. Son incontables las veces que la Biblia nos aconseja a amar, respetar y honrar a nuestros padres, cónyuges, hijos y demás. Pero sí nos dice que, aunque amemos mucho a nuestros padres, hijos, hermanos y hermanas, nuestra lealtad más alta debe estar con aquel que vino a salvarnos, con Cristo Jesús. Él debe tener el primer lugar en nuestras vidas, incluso si eso significa que Él este por encima de nuestras propias familias.
Y no solo se queda ahí: Jesús nos llama a tomar nuestra cruz y seguirlo. Hoy día la cruz se ve como un adorno bonito en las iglesias o como un símbolo de victoria; la usamos como adornos en collares y brazaletes y la portamos con orgullo. Pero en los días de Jesús, la cruz era el símbolo de la vergüenza, la humillación y la muerte. Tomar nuestra cruz significa estar dispuestos a renunciar a nuestra propia voluntad y someternos a la voluntad de Dios, como lo hizo Jesús en Getsemaní cuando dijo las palabras registradas en Mateo 26:39: «Padre, si es posible, que pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú quieras». No debemos buscar nuestra propia vida, sino estar dispuestos a perderla por la causa de Cristo. En otras palabras, debemos morir a nosotros mismos para poder vivir plenamente para Él. Esa es la marca de un discípulo. En las Escrituras vemos que Jesús tenía muchos seguidores cuando predicaba, sanaba o hacía algún milagro, pero no todos eran verdaderos discípulos. La diferencia radica en el compromiso. Los simples seguidores pueden ser comparados con los fans o fanáticos de un cantante, que hacen cosas increíbles por ser como sus «ídolos»: se visten como ellos, hablan como ellos y se saben todas sus canciones. Pero cuando el concierto termina y se acaba la fiebre, también se acaba la lealtad. Cuando los seguidores de Jesús vieron que lo que venía era la cruz, casi todos huyeron. El Señor no está buscando fans, está llamando discípulos que le sigan hasta el final.
Existen varios relatos históricos y tradiciones que hablan acerca de cómo murieron los Apóstoles, algunos son más confiables que otros, pero fuentes respetables y escritores primitivos como Orígenes y Tertuliano y el famoso historiador judío Flavio Josefo, apoyan estos relatos. Por ejemplo, se relata que el Apóstol Pedro murió crucificado boca abajo en Roma durante el reinado del emperador Nerón. Otro relato común es que Santiago, el hermano de Juan, fue ejecutado en Jerusalén por orden de Herodes Agripa, esto es corroborado por la Biblia en Hechos 12:1-2. Otras tradiciones mencionan que Simón el zelote, Andrés y Felipe murieron crucificados, Pablo y Bartolomé decapitados, Tadeo apedreado y luego asesinado con un hacha, Mateo apuñalado con una lanza, Juan fue desterrado y enviado a la isla de Patmos. Aunque algunos de estos relatos pueden ser debatibles, lo que sí es cierto es que los discípulos del Señor estaban dispuestos a dar sus vidas por causa del Evangelio de Jesús.
Este nivel de compromiso es posible únicamente por la obra del Espíritu Santo en nuestras vidas, el mismo Espíritu que estaba con los Apóstoles, el Espíritu Santo que Jesús había prometido a la hora de su partida y enviado el día de Pentecostés. Ese mismo Espíritu es el que nos mueve al arrepentimiento y nos apunta a la cruz aterradora y humillante, donde Jesús estaba logrando la reconciliación entre Dios y los hombres, trayendo así la verdadera paz al mundo por medio su muerte y de la fe en su nombre. Por medio de su resurrección nos dio la esperanza bienaventurada de la vida eterna, al perdonar todos nuestros pecados por medio de su sacrificio redentor. Por su amor y gracia nos ha llamado a ser parte de su reino eterno. Cuando recibimos a Jesús en nuestras vidas, no solo recibimos su amor, perdón y su paz, sino que también recibimos una nueva familia, la familia de Dios. Cada vez que servimos a uno de los más pequeños de la familia de Dios, incluso si solo les damos un vaso de agua fresca, estamos sirviendo a Jesús mismo. A través de esa familia llamada iglesia, Dios nos ofrece su Espíritu Santo por medio de la Palabra y los sacramentos con los cuales somos fortalecidos y motivados a mantener esa fe firme hasta el final, sin importar las consecuencias. No es una obra nuestra, ¡es la obra de Dios en nosotros!
Amados discípulos del Señor, llevemos la bandera del Evangelio hacia adelante, confiando en el amor y las promesas de Jesús de estar con nosotros siempre, amando a nuestras familias y a los demás así como Jesús nos ha amado, y compartiendo con todos el mensaje de salvación.
Estimado oyente, si de alguna manera te podemos ayudar a ver que Jesús tiene la autoridad de perdonar tus pecados y de resucitarte al fin de los tiempos para estar con él y con toda la familia espiritual, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.