PARA EL CAMINO

  • Jesús vino, viene y volverá

  • diciembre 3, 2023
  • Pastor Lincon Guerra
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Isaías 64:1-9
    Isaías 64, Sermons: 1

  • Dios bajó del cielo para salvarnos. El Dios encarnado vino a redimir al mundo y sigue viniendo a nosotros hoy en su Palabra y los sacramentos, reafirmándonos en su promesa de que regresará. En este tiempo de adviento podemos decir con gozo y alegría que el Señor vino, viene y volverá. ¡Aleluya!

  • «¿Tú de verdad crees que Dios va a bajar del cielo para venir a ayudarte?», fueron las palabras que salieron de la boca de una compañera de trabajo, a la que llamaré Ruby. Trabajábamos en un proyecto comunitario para crear conciencia de las graves consecuencias que produce el maltrato doméstico y el abuso sexual, y la importancia de denunciar a tiempo estos flagelos de la sociedad y romper con el ciclo de violencia que se vive a diario en diferentes comunidades. En aquel entonces tuve la oportunidad de trabajar a medio tiempo como asistente social en una organización sin fines de lucro que asistía a víctimas de violencia doméstica, abuso sexual y tráfico humano. Los casos que veíamos eran verdaderamente alarmantes. Ruby era parte del staff muy apasionada con el trabajo que realizaba, y se autodenominaba atea. Era muy amigable y a veces se abría para tocar temas relacionados a la fe cristiana. Como ella sabía que yo era pastor, le gustaba hacerme preguntas. A veces no sé si lo hacía con la intención de aprender o solo por buscar un tema de discusión donde exponer sus quejas sobre Dios y la iglesia. Recuerdo que en medio de una conversación sobre la oración me dijo: «ustedes los cristianos pierden su tiempo cuando oran, es como escribirle una carta a Santa Claus». Yo, como «buen pastor», traté de exponer mi caso y explicarle, usando testimonios personales y algunos pasajes bíblicos, a los que creo que no ponía atención ya que de repente en medio de la conversación soltó esa pregunta: «¿crees que Dios vendrá a ayudarte?». Sus palabras sonaban un poco desafiantes, pero también estaban cargadas de dolor. Mas tarde entendí por qué. De niña, ella había sufrido mucho. El maltrato doméstico y el abuso sexual fueron parte de su niñez, y luego se siguieron repitiendo en su vida adulta. Me mostró las cicatrices de operaciones en sus brazos y en su rostro. Sus historias de maltrato eran terribles. Me contó que recordaba pedirle a Dios que viniera a su rescate, que por favor se apareciera a ayudarla, pero solo terminaba lastimada, quebrantada y, según sus propias palabras, «abandonada» en algún hospital. Dios me dio la gran oportunidad de compartir su amor con ella, y aunque no logré ver en ella grandes cambios, estoy seguro de que la semilla del Evangelio quedó sembrada en su corazón y sigo orando y esperando que su vida sea sanada y salvada.

    El clamor de Ruby es el clamor de cientos de miles de personas hoy en día: Señor, ven y ayúdanos, ven y sálvanos. Este ha sido también el clamor de muchos desde la antigüedad, como lo podemos notar en las palabras del profeta Isaías, donde le pide a Dios que interfiera de manera portentosa para que sus enemigos tiemblen ante Él. Isaías hace esta oración en forma de lamento, un lamento que sale de lo profundo de su corazón, una oración sincera ofrecida a Dios desde un lugar de profunda tristeza, sufrimiento y desesperación por aquellas situaciones que están totalmente fuera de su control. Pero más allá de simplemente descargar sus frustraciones o quejas, en medio de su dolor el profeta expresa una profunda convicción de que Dios puede y de hecho traerá alivio al sufrimiento, en este caso del pueblo de Israel. No tiene la menor duda de que Dios puede intervenir de manera poderosa como lo hizo en el pasado, como diciendo, ya lo has hecho antes, lo puedes hacer ahora de nuevo, probablemente refiriéndose a la liberación del pueblo de Israel de Egipto, y cómo Dios hizo mucho más de lo que la mente humana pudiera imaginar.

    El pueblo de Israel había sido testigo de cómo Dios los había librado trayendo las diez plagas a Egipto. Luego vieron lo inimaginable al presenciar el Mar Rojo abrirse en dos y poder cruzar todos al otro lado, cuando ya estaban casi por ser atrapados por los ejércitos del faraón, y luego verlos desaparecer cuando Dios cierra sobre ellos el mar, liberándolos para siempre de la mano de sus enemigos. Fueron testigos de cómo los guardó en el desierto por cuarenta años, proveyendo lo necesario para su subsistencia, y al llevarlos al otro lado del Jordán vieron una conquista majestuosa con la caída de los muros de Jericó. Sí, Dios había sido bueno con su pueblo. Se había manifestado con poder y majestad, el pueblo lo sabía, el profeta los sabía, pero ahora lo vemos aquí con un gran lamento. El pueblo había sufrido por causa de sus enemigos, había pasado años de cautiverio y desolación, como el profeta lo menciona en el verso 10 de este mismo capitulo: «Tus ciudades santas han quedado devastadas y hasta Sión se ha vuelto un desierto; Jerusalén ha quedado en ruinas» (Isaías 64:10 NVI). Isaías clama en medio de dolor porque, al parecer, Dios se había olvidado de ellos, como si Dios les hubiera dado la espalda, como si le estuvieran escribiendo cartas a Santa.

    ¿Cuántas veces no nos hemos sentido así? Cuando vemos todas las cosas por la que pasamos en la vida, dolor, sufrimiento, enfermedades, pobreza, la muerte de seres queridos, tendemos a pensar que Dios está distante y que no le importa realmente por lo que estamos pasando. O cuando vemos en las noticias la violencia que hay en el mundo y la abundancia de pecado en nuestras ciudades, pensamos por qué no viene Dios y destruye toda esta maldad. Pero al pedirle a Dios que venga a lidiar con esto que está pasando en el mundo, también le estamos pidiendo que venga a lidiar con nosotros mismos. Isaías se da cuenta de inmediato de lo que está pidiendo y en su oración reconoce su pecado y el pecado del pueblo.

    «Todos nosotros», enfatiza el profeta, somos los responsables del silencio y la lejanía de Dios, porque «pecamos y no dejamos de pecar», porque no hay nadie que busque a Dios ni se aferre a sus promesas, porque cuando Dios salió a buscar a los justos y a los que lo amaban y lo buscaban de corazón, no encontró a nadie; halló al pueblo en pecado, y como que se alejó. Y digo «como» porque en realidad Dios nunca se ha alejado de nosotros, somo nosotros los que por causa del pecado nos hemos alejado de Él. El profeta dice no hay nadie que se aferre a Dios, pero Dios sí se aferra a nosotros. Amados oyentes, permítanme decirles que no existe nada más triste y desolador que vivir alejados de Dios, y eso es precisamente lo que hace el pecado con nosotros: nos aleja de Dios y en lugar de hacer que nos acerquemos nos atemoriza, aplastando nuestra fe y esperanza y provocándonos terror de invocar a Dios.

    El profeta Isaías comprende que pedir que se manifieste ese Dios Todopoderoso que rasga los cielos, hace temblar la tierra y derrite los montes, significa también que se está exponiendo tanto a sí mismo como al pueblo a la justicia y al poder divino. Y al igual que el profeta, cuando nosotros vemos la grandeza de Dios, su perfecta santidad y absoluto poder, no nos queda más que reconocer que estamos perdidos por nuestra condición pecadora y que inevitablemente nos hagamos la misma pregunta: ¿Acaso podremos salvarnos? Y ¿cómo? Si no dejamos de pecar, dice el profeta, si estamos llenos de impurezas, si nuestras buenas obras son como trapos de inmundicia, si por causa de nuestras maldades somos como hojas caídas y llevadas por el viento. Podemos notar en las palabras de oración del profeta un profundo sentido de confesión de pecados y, por otro lado, una tremenda profesión de fe.

    En el verso 8, Isaías dice: «Pero tú, Señor, eres nuestro Padre». ¡Glorificado sea el nombre del Señor por esa pequeña, simple y a la vez tan poderosa palabra, «Pero»! Esa pausa que hace el profeta cambia por completo el rumbo de su oración y nos llena a todos de una esperanza abrumadora. Sí, es cierto, te hemos olvidado, hemos quebrantado tus estatutos, hemos pecado contra ti, Señor, y merecemos ser echados al fuego como la hoja seca de los árboles, merecemos ser destruidos porque estamos llenos de inmundicia, no merecemos tu favor, «pero» tú no nos ves como enemigos, tú «eres nuestro Padre» y no guardas tu enojo para siempre. Señor, somos tus hijos. Te pertenecemos a ti y tú te has dado a nosotros. ¡Qué tremenda esperanza! Somos la obra de sus manos, como el alfarero toma un pedazo de barro y le da forma con sus manos, lo transforma en una maravillosa obra de arte, así el Señor nos cambia, nos transforma, por su Palabra y por su Espíritu Santo, y nos da una nueva vida.

    Mis amados hermanos que me escuchan, ese clamor por la intervención divina se hizo realidad en la persona de Cristo. El Padre nos amó tanto que nos envió a su amado Hijo, quien irrumpió en este con poder para liberarnos de la muerte al perdonar todos nuestros pecados y reconciliarnos con Dios. Miqueas 7:8 dice: «¿Qué otro Dios hay como tú, que perdona la maldad y olvida el pecado del remanente de su pueblo? Tú no guardas el enojo todo el tiempo, porque te deleitas en la misericordia». En su misericordia Jesucristo vino y se entregó a la muerte, y por su sacrificio y resurrección hoy nosotros tenemos la esperanza de la vida eterna. Sus enemigos han sido aplastados, el pecado, el mundo y la muerte no tienen dominio sobre los hijos de Dios. A la pregunta del profeta: «¿Acaso podremos alcanzar la salvación?» podemos responder con toda confianza y seguridad: sí, por medio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

    Dios realmente bajó del cielo para salvarnos. Los cielos se abrieron para que las huestes celestiales anunciaran el nacimiento del Dios encarnado que venía a redimir al mundo y que sigue viniendo a nosotros continuamente, aunque a veces las situaciones difíciles de esta vida no nos dejen verlo, pero Él está presente y viene a nosotros en su Palabra y los sacramentos. Y con fe esperamos en su promesa de que regresará. En este tiempo de adviento, podemos decir todo juntos, ya no con lamento sino llenos de gozo y alegría, que el Señor vino, viene y volverá. ¡Aleluya!

    Estimado oyente, si de alguna manera te podemos ayudar a ver que Jesús tiene poder para perdonar tus pecados y resucitarte al fin de los tiempos para estar con él y con toda la multitud de creyentes, a continuación, te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.