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PARA EL CAMINO
TEXTO: Isaías 7:10-14
Una virgen concebirá y dará a luz un hijo y Dios estará con nosotros. Este milagro tan simple lo abarca todo: lo temporal y lo eterno, la condenación y la salvación, la vida y la muerte. Sin el milagro del nacimiento de Jesús solo tendríamos muerte y condenación. Pero el milagro va más allá, poniendo a Dios en medio de nosotros, pecadores.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
«Solo un milagro podrá salvarlo», dijo el médico. Nuestro compañero estaba condenado a muerte por una enfermedad fulminante que apareció de repente y tomó a todos por sorpresa. Este tipo de situaciones se manifiestan todos los días, más de lo que queremos. Muchas veces somos confrontados con la realidad de que no tenemos ningún control sobre la vida y la salud de los demás, como tampoco la tenemos sobre la nuestra. Entonces, ante nuestra incapacidad de hacer algo, acudimos a lo único que nos puede ayudar: un milagro. Y pedimos un milagro o dos, un milagro que nos tranquilice, que destruya nuestra ansiedad y normalice nuestra vida. Un milagro que, por supuesto, solo Dios puede hacer.
En el pasaje de hoy del profeta Isaías, encontramos que el rey Ajaz de Judá no creía mucho en milagros. No creía en milagros o no sabía dónde buscarlos, porque buscaba ayuda prácticamente milagrosa en los lugares equivocados. Era un tiempo muy triste para el pueblo de Judá. Jerusalén con su templo y con toda su gente se veían amenazados de ser conquistados por imperios vecinos. Lo que más dolía era que Efraín, uno de sus hermanos hebreos, los había traicionado y había hecho alianza con la poderosa fuerza Asiria para invadirlos, conquistarlos y repartirse el botín. El rey se sintió acorralado, ¡solo un milagro podría salvarlo a él y a su pueblo! Entonces, hizo todo al revés: clausuró el templo, regaló las riquezas de plata y de oro que había en él para comprar algún aliado poderoso, y levantó altares paganos en todos los rincones de Jerusalén. Pero ninguno de esos esfuerzos produjo un milagro.
Cuando el profeta Isaías se presentó ante el rey Ajaz con un milagro en la mano, le estaba ofreciendo lo que estaba buscando y mucho más. Solo tenía que escuchar y arrepentirse de su idolatría. ‘Pide una Señal a tu Dios’, le dijo Isaías. Pero el rey Ajaz ya ni sabía en qué Dios confiar. Había puesto en duda al Dios de sus padres. En realidad, lo había negado y no creía poder dirigirse a él por una señal, o tenía miedo de lo que la señal le traería. Así es que se niega rotundamente a pedirle una señal a Dios. Aparentando una falsa piedad y una fe que no tiene, dice: «No pediré nada. No pondré a prueba al Señor.» ¡Qué lástima! El profeta Malaquías anima al pueblo con estas palabras de Dios mismo: «Pueden ponerme a prueba ¬[dice el Señor]: verán si no les abro las ventanas de los cielos y derramo sobre ustedes abundantes bendiciones.»
Isaías insistió para que el rey considerara al Dios verdadero, pero Ajaz lo rechazó tajantemente. Lo que sigue ya es un milagro en sí mismo. Dios no descarta a su pueblo, no lo aniquila enfurecido por tanto desprecio, sino que le anuncia la más grandiosa esperanza: «La joven concebirá, y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emanuel». La joven no es una joven cualquiera. Según el texto hebreo, es una joven que no está casada ni ha estado con un hombre. El evangelista Mateo sella esta profecía milagrosa cuando registra el nacimiento de Jesús. Para resaltar el milagro, Mateo dice que este nacimiento ya fue anunciado por Isaías siete siglos antes, y afirma: «Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor dijo por medio del profeta: ‘Una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Emanuel, que significa: Dios está con nosotros’.»
Esta es la señal milagrosa: concebir y dar a luz en virginidad. A nadie se le hubiera ocurrido semejante cosa, semejante imposible, pero esa es la característica de Dios. Hacer lo imposible. No hay ningún registro histórico en el mundo de que algo así haya sucedido. ¿Cómo es posible creer algo así? En verdad, cuando Dios actúa siempre lo hace en forma milagrosa. La creación del mundo es para nosotros un milagro porque no tiene explicación científica. Separar el Mar Rojo para que pasaran tres millones de personas con sus animales es un milagro absoluto. Y que nosotros creamos en los milagros de Dios es otro milagro. El don de la fe es un milagro enorme que Dios hace en nuestra vida. Que tengamos un corazón nuevo que se aferra a Dios y a sus promesas no es porque lo merezcamos o porque podamos crearlo por nosotros mismos. Es simplemente un milagro divino.
Este primer gran milagro que anunció Isaías está conectado con otro gran milagro: Dios es Emanuel, Dios está con nosotros, en nuestro medio, Dios hecho carne, ser humano. En Cristo, nacido de una virgen, Dios fue criado en el seno de una familia. Dios comió, durmió, caminó por las montañas, por la playa y hasta por el mar. En Cristo, nacido de una virgen, Dios predicó, sanó, resucitó muertos, animó a las multitudes, enseñó con un lenguaje humano que todo el mundo pudo entender. Ese milagro se extendió a tal punto que Dios, en Cristo, murió en una cruz para pagar la culpa por nuestro pecado. Y Dios, en Cristo, siguió completando la señal resucitando de entre los muertos. Así vemos que el milagro del nacimiento del Hijo de Dios va más allá de Belén. Va a la cruz, a la tumba y al cielo para preparar un lugar para que todos los creyentes compartamos la gloria divina por toda la eternidad.
Qué señal tan simple: una virgen concebirá y dará a luz un hijo y Dios estará con nosotros. Este milagro tan simple lo abarca todo: lo temporal y lo eterno, la condenación y la salvación, la vida y la muerte. Sin el milagro del nacimiento de Jesús solo tendríamos muerte y condenación. Pero el milagro va más allá, poniendo a Dios en medio de nosotros, pecadores.
El profeta Isaías pasó muchos años predicando y enseñando al pueblo de Dios en Judea. A su alrededor lo que más abundaba era pecado. Él fue testigo de cómo el rey había clausurado el templo y profanado sus objetos sagrados, y cómo había levantado altares a dioses extraños. Vio cómo el rey, y muchos de su pueblo, desecharon el primer mandamiento y pecaron abiertamente contra Dios. Pero Isaías no se dejó arrastrar por la corriente popular, no dejó que la cultura idolátrica de su tiempo lo apartara de Dios, su creador y redentor. En su debilidad, y en ese ambiente hostil, Dios sigue usándolo poderosamente para transmitirle al pueblo señales de su amor.
Tanto tú, estimado oyente, como yo, vivimos en una sociedad adúltera e idólatra en la cual, con raras excepciones, cada uno busca su propia satisfacción. Los creyentes estamos en medio de un pueblo que está perdido en idolatría, que rechaza las señales de Dios y que se hunde, lamentablemente, en medio de su depresión y pecado. En medio de esta situación, el mensaje de la Nochebuena no ha cambiado. La Señal de Dios sigue vigente, sigue viniendo a nosotros para anunciarnos que en Cristo, Dios mismo está con nosotros. Tal vez no logramos captar todo lo que significa que Dios esté con nosotros. ¿Cómo, dónde, de qué manera? De la manera más inusitada y a la vez más sorprendente. El evangelista Lucas dice que cuando Jesús nació: «En esa misma región había pastores que pasaban la noche en el campo cuidando a sus rebaños. Allí un ángel del Señor se les apareció, y el resplandor de la gloria del Señor los envolvió. Ellos se llenaron de temor, pero el ángel les dijo: «No teman, que les traigo una buena noticia, que será para todo el pueblo motivo de mucha alegría. Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor. Esto les servirá de señal: Hallarán al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.» (Lucas 2:8-12). Otra señal, tan simple e irracional como la de Isaías siete siglos antes. Dios en un pesebre. De colchón tiene la paja que comen los animales. Dios envuelto en pañales para aprender luego a dar sus primeros pasos de las manos de José y María y caminar años más tarde hacia el Gólgota cargando con tu pecado y el mío.
La señal de la cruz es la más fuerte, es el milagro más allá del milagro de Belén, es el milagro de nuestra redención, de nuestra liberación de la culpa. La cruz de Cristo nos enseña la calidad del amor de Dios, el costo que Dios mismo pagó para darnos el perdón de nuestros pecados. La tumba vacía, la resurrección de Cristo, es otra señal poderosa que nos enseña la cantidad del amor de Dios, un amor eterno y poderoso para levantarnos también a nosotros, sus hijos, de nuestras tumbas y darnos el cielo eterno.
Y aunque la tumba de Cristo esté vacía y él haya ascendido a los cielos para reinar sobre su iglesia en la tierra, él sigue estando. Las señales de su amor no se han extinguido ni se extinguirán nunca hasta que veamos la última señal, cuando los cielos se abran y el Señor Jesucristo baje en su gloria y con sus ángeles nos lleve con él al cielo.
Mientras tanto, estimado oyente, prestemos atención a las señales que Dios nos ha dejado aquí en la tierra para nuestro fortalecimiento en la fe. El Bautismo es la señal de que Dios nos ama, de que no se ha olvidado de nosotros y de que nos hace acreedores de los beneficios que Jesús logró por nosotros en la cruz. El apóstol Pablo lo dice así en su Carta a los Romanos (6:4): «Por el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, para que así como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva». En nuestro Bautismo Dios nos hizo nacer de nuevo, perdonó nuestro pecado y nos inundó con el Espíritu Santo. ¡Que señal tan simple, agua y Palabra, y al mismo tiempo que magnífica por todos los beneficios eternos que nos trae! La Santa Cena es otra señal, simple, y tan irracional como la señal que profetizó Isaías. Dios, en Cristo, nos da a comer su propio cuerpo y a beber su propia sangre para reafirmarnos en el perdón de los pecados y para animarnos en la esperanza de la vida eterna. Esta es la forma suprema en la que Dios está con nosotros. Emanuel, nacido de una virgen, nos sienta a su mesa y se ofrece a sí mismo.
Aunque imposibles de comprender, las señales de Dios son simples y claras muestras de su amor por su criatura.
Estimado oyente, por lo general, las celebraciones de la Navidad nos ponen más sensibles. Hoy te invito a que retengas la simpleza de las señales de Dios. Ellas son para ti, y si quieres compartir tus inquietudes o quieres aprender más sobre el Señor Jesucristo, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.