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PARA EL CAMINO
TEXTO: Lucas 2:41-52
Tan pequeño Jesús, y tan consciente de quién era y de cuál era su misión en la vida. Asombró a los doctores de la ley con sus preguntas y respuestas. Asombró y cambió el destino de la humanidad con su vida, muerte y resurrección.
«¡Y todavía nos faltan 25 kilómetros!», exclamó mi padre con cierta frustración ante la lluvia torrencial. Estábamos en una ruta de tierra que pronto sería barro y muy difícil de transitar. Mi padre, con el otro pastor que iba a su lado, se bajaron a ponerle cadenas a las ruedas de atrás de ese viejo auto parroquial del año 30. Íbamos a una reunión de la iglesia nacional y, como era verano, mi hermano mayor y yo los acompañamos. Esa experiencia, más otras que se sucedieron a lo largo de mi adolescencia y juventud, me enseñaron a ser diestro en el arte de manejar en el barro.
En esas reuniones de la iglesia nacional, los pastores se dedicaban a los negocios de la iglesia. A la hora de la cena nos reuníamos con ellos para comer y escuchar las muchas bromas, cuentos e historias que compartían, creando un ambiente que invitaba a quedarnos hasta entrada la noche.
No sé si a esa temprana edad mi hermano y yo guardábamos todas esas cosas en el corazón, pero hoy las recuerdo con nostalgia, y reconozco que fueron una parte esencial en conocer más de cerca a mi padre, y de conocer además lo importante que eran los negocios de mi Padre celestial.
El pasaje de hoy nos transporta en el tiempo a un viaje familiar cargado de frustraciones, angustias, algo de reproche, y la más grande de las revelaciones: Jesús se presentará en público como el Hijo de Dios.
Todos los varones mayores de doce años tenían que reunirse en el templo de Jerusalén cada año para las tres fiestas principales. Si los israelitas vivían en el territorio nacional, tenían obligación de participar de las fiestas de la Pascua, de los Tabernáculos y de Pentecostés. Jesús había cumplido ya los doce años, por lo que acompañó a su madre María y a José en esta, su segunda visita a la ciudad santa.
Jesús no visitó muchas veces al templo de Jerusalén. Había sido llevado por primera vez por sus padres cuando apenas tenía cuarenta días, ocasión en que María presentó la ofrenda para su purificación. El pasaje de hoy nos narra la segunda vez que Jesús viaja a Jerusalén, esta vez para la celebración de la gran fiesta pascual. El evangelista Lucas menciona la Pascua solo dos veces en su evangelio. Lo hace aquí, cuando Jesús tiene doce años, y al final de su evangelio cuando, en su última visita a Jerusalén, Jesús instituye la nueva ceremonia pascual, la Santa Cena, siendo él mismo el Cordero que, apenas un día después, habría de ser sacrificado para el perdón de los pecados de su pueblo.
Es de pensar que María y José querían que esta visita al templo fuera una gran experiencia para Jesús. La Pascua consistía en recontar la historia de cómo Dios había usado la sangre de un cordero para salvaguardar a su pueblo del ángel de la muerte que había bajado a herir de muerte a todo primogénito en Egipto. Esa noche, el primer hijo de cada familia egipcia y la primera cría de cada animal murieron a manos del ángel de Dios. La sangre del cordero pintada en el marco de la puerta era la señal para que el ángel pasara de largo. Los hijos de Israel estaban a salvo.
Este acontecimiento era recordado cada año siguiendo el mandamiento divino en el libro de Éxodo: «Este día deberán recordarlo y celebrarlo generación tras generación, como fiesta solemne en honor del Señor» (Éxodo 12:14). Jesús ya había escuchado esa historia varias veces antes de este viaje; ya sabía de qué se trataba. Pero celebrar esta vez la Pascua en Jerusalén era especial, por lo que decidió quedarse unos días más. Solo que no le avisó a su familia.
¡Qué susto! ¡Cuánta angustia cuando después de un día de camino, de regreso a Nazaret, no saben por dónde anda ese muchacho! Ese viaje sí que les traería muchos recuerdos a José y María y a los demás miembros de la familia. Si José y María querían que ese viaje fuera memorable, no fueron defraudados.
Tres días después lo encontraron y, como decimos comúnmente, les volvió el alma al cuerpo. Veinte años más tarde, al tercer día después de la muerte de Jesús, María Magdalena y otras mujeres irían cargadas de dolor a la tumba para buscarlo. En el evangelio de Lucas, estar perdido y estar muerto tienen el mismo significado. En la parábola del hijo perdido, el padre le dice a su hijo mayor: «… tu hermano estaba muerto, y ha resucitado; se había perdido y lo hemos hallado» (Lucas 15:32). Pero Jesús no estaba perdido ni estaba muerto.
La reacción de María es la reacción de cualquier madre afligida por su hijo menor de edad. «Con qué angustia tu Padre y yo te hemos estado buscando» (v 48). Pero Jesús no se sintió culpable. Más bien, estaba sorprendido. «¿Y por qué me buscaban?», preguntó. Estas palabras fueron usadas por los ángeles cuando al tercer día de la muerte de Jesús les preguntaron a las mujeres que habían ido al sepulcro: «¿Por qué buscan entre los muertos al que vive?» (Lucas 24:5).
María no entendió lo que Jesús le dijo en el templo, pero guardó toda esa experiencia en su corazón. Las mujeres que fueron al sepulcro no entendieron lo que estaba sucediendo, pero cuando los ángeles les hablaron «Ellas se acordaron de [las] palabras [de Jesús]» (Lucas 24:7). Estos recuerdos de viaje fueron guardados y mantenidos vivos para poder contárselos a quienes escribieron los evangelios, y así transmitirlos a todas las generaciones.
En esta historia del viaje de Jesús a Jerusalén en su adolescencia es la última vez que escuchamos de José, el padre terrenal de Jesús. Es también la primera vez que escuchamos hablar a Jesús. ¡Y sus primeras palabras son una sentencia de muerte! Al decir Jesús que debe ocuparse de los negocios de su Padre celestial, se está declarando Hijo de Dios, abiertamente, públicamente. Esto fue algo que los judíos no pudieron tolerar: ellos consideraban una blasfemia que alguien se hiciese igual a Dios. Y por eso lo llevaron a la cruz.
Tan pequeño Jesús, y tan consciente de quién era y de cuál era su misión en la vida. Asombró a los doctores de la ley con sus preguntas y respuestas. Asombró al mundo con su vida, muerte, y resurrección.
Jesús volvió a Jerusalén una veintena de años más tarde. Celebró la Pascua otra vez, y como Hijo obediente de su Padre celestial, se ofreció como el cordero «sin ningún defecto» (Éxodo 12:5) para que su sangre fuera derramada sobre nosotros y el ángel de la muerte pasara de largo. Necesitamos esa sangre porque todos los seres humanos estamos esclavizados por el diablo, porque el pecado nos aprisiona y, porque por más que hagamos trabajos forzados, no lograremos la libertad.
Gracias a que Jesús derramó su sangre por toda la humanidad, los que hemos recibido el don de la fe recibimos el perdón completo y gratuito de nuestros pecados, somos declarados libres de culpa y trasladados al reino de la libertad perpetua.
María y José no tenían ni idea de que ese viaje a Jerusalén sería para el beneficio eterno de ellos mismos y de todo aquel que pone su confianza en Jesús como su Salvador personal. Y los viajes de Jesús no terminaron. Él sigue viniendo a su templo, la iglesia, mediante su Palabra. Se ofrece como el cordero sin ningún defecto cada vez que celebramos la Santa Cena. Nos encontramos con él cuando comemos su cuerpo y bebemos su sangre para el perdón de nuestros pecados. Por nosotros Jesús sigue estando todavía hoy en los negocios de su Padre, sigue asombrando, todavía hoy, con sus palabras y sus obras a toda la humanidad.
Si de alguna manera te podemos ayudar en tu camino de fe, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.