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PARA EL CAMINO
TEXTO: Romanos 11:33-36
Romanos 11, Sermons: 1
La perspectiva del ser humano no tiene en cuenta la perspectiva de Dios. Aunque queramos hacer el bien a la manera de Dios, no alcanzamos a hacer algo que resplandezca por su santidad. Sin embargo, en Cristo Dios practica su misericordia y perdona a todos los pecadores arrepentidos.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
Hoy vamos a ver, en las pocas palabras que escribe San Pablo aquí, una conclusión acertada a un gran dilema. Dilemas tenemos todos, y no siempre encontramos una respuesta acertada. No estoy hablando de eso dilemas que tenemos cuando no sabemos qué vamos a comer al almuerzo, si una hamburguesa o una sopa de verdura, sino que me refiero a dilemas que resienten la vida, que amargan y causan divisiones, que hacen infelices a algunas personas y muchas veces estorban la misión de Dios.
La congregación cristiana de Roma estaba experimentando uno de sus primeros shocks, una de sus primeras desilusiones, y estaban ante un gran dilema. Formada por personas con diferentes trasfondos religiosos y étnicos, los creyentes romanos se cuestionaban básicamente dos cosas. Por un lado, los gentiles se preguntaban: ¿qué les pasa a los judíos, al pueblo elegido por Dios desde los tiempos de Abrahán, que rechazan al Mesías tan esperado? Por otro lado, el grupo de judíos se preguntaba: ¿por qué tienen que estar los gentiles entre nosotros? ¿Acaso son ellos ahora el nuevo pueblo elegido? La perspectiva espiritual de estos dos grupos era antagónica por el simple hecho de que no contemplaban la perspectiva de Dios. Y eso es lo que trae hoy el apóstol Pablo a los dilemas de la vida: la perspectiva de Dios.
El versículo anterior a nuestro texto declara en forma tajante la perspectiva de Dios. San Pablo escribe: «Dios sujetó a todos a la desobediencia, para tener misericordia de todos» (v 32). Esta es la plataforma donde estamos parados y desde la cual vivimos la vida. No importa nuestro trasfondo social y cultural, ni nuestra etnia. Todos somos igualmente desobedientes a Dios. Aunque queramos hacer el bien, a la manera de Dios, no alcanzamos a hacer algo que resplandezca por su santidad. Por supuesto que, en cierta forma, hacemos cosas buenas todos los días: alimentamos a nuestros hijos, cuidamos al enfermo, animamos al desconsolado, devolvemos lo que nos prestaron y no le pegamos a nadie. Hay una regla externa que seguimos por mandamiento de Dios que nos ayuda a vivir en cierta paz. Pero en el aspecto espiritual, los que estamos contaminados por el pecado original no podemos obedecer la ley de Dios a la perfección. ¿Será que Dios exige perfección? Absolutamente. La perspectiva de Dios es clara.
Esta carta de San Pablo a los romanos fue escrita para ayudar a los creyentes con algunos celos e ideas erróneas respecto de quién era el pueblo de Dios. Los judíos tenían su perspectiva y los gentiles tenían la suya propia. Pero ninguno de ellos consideraron la perspectiva de Dios. ¿Qué dice Dios de todo esto? Dios dice que todos somos pecadores. ¿Hace falta que se nos recuerde esto? ¡Ya lo creo! Dios quiere repetirlo a menudo para que no vivamos en negación, para que no diluyamos nuestro nivel de desobediencia. Estimado oyente, de uno a diez, ¿cuán desobediente crees que eres? A menos que recibamos por revelación divina que nos diga cuál es nuestra condición, no vamos a aceptar que todos estamos en el número diez.
Pero esa revelación divina no nos aterroriza, porque para la desobediencia hay perdón. San Pablo dice: «Dios sujetó a todos a la desobediencia, para tener misericordia de todos». La misericordia, el perdón, la libertad del pecado, es también la perspectiva de Dios. Dios practica la misericordia en todos los pecadores arrepentidos porque todos somos igual de pecadores y todos necesitamos el regalo de Dios del perdón. San Pablo dice en esta misma carta: «No hay diferencia entre el que es judío y el que no lo es, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que lo invocan» (Romanos 10:12).
Las riquezas de Dios son profundas, tanto que, a menos que él las revele, no las podremos ver. Dios tiene conocimiento de todo y sabe qué y cómo hacer con nosotros. ¿Qué conoce Dios? Dios conoce tanto nuestras buenas como nuestras malas intenciones, nuestra perdición y nuestra incapacidad de hacer algo para remediarlo. El pecado nos anuló para hacer el bien y nos convirtió en enemigos de Dios. Pero Dios conoce también el plan que él mismo ideó y llevó a cabo desde el Antiguo Testamento con una sabiduría magnífica. Dios tiene una sabiduría y una riqueza tan grande y tan profunda, que sin su ayuda nosotros no la podemos entender. Y como parte de su misericordia, Dios nos envía su Espíritu Santo para que veamos sus riquezas con los ojos de la fe. Por la fe él nos permite verlo y acercarnos a él para recibir de su mano las enormes riquezas que posee.
Para hablarnos de las riquezas y de la sabiduría de Dios, y para mostrarnos que sus caminos son incomprensibles, San Pablo se sustenta en la Biblia que él conoció, el Antiguo Testamento. El profeta Isaías dice: «¿Quién instruyó al espíritu del Señor? ¿Quién le enseñó o le dio consejos? ¿De quién recibió consejos para tener entendimiento? ¿Quién le enseñó el camino de la justicia? ¿Quién le impartió conocimientos, o le mostró la senda de la prudencia?» (Isaías 40:13-14). San Pablo se sustenta también en las palabras de Dios al patriarca Job, quien fue tal vez el modelo más grande del sufrimiento humano. Cuando Job se queja a Dios por su situación, porque no entiende nada de lo que le está pasando, Dios le responde con estas preguntas: «¿Dónde estabas tú, cuando yo afirmé la tierra? ¿Alguna vez le has dado órdenes a la mañana? ¿Has entrado en los depósitos de la nieve? ¿Has visto dónde está almacenado el granizo? ¿De qué manera se difunde la luz? ¿Cómo se esparce el viento solano sobre la tierra?» (38:4, 12, 22, 24).
Al igual que Job, nosotros también a veces nos planteamos muchas preguntas que no tienen respuestas razonables. Has dicho alguna vez: «¿No te entiendo Señor?» ¿Qué es lo que no entiendes? ¿No entiendes por qué alguien de tu familia o de entre tus amigos se alejó de Dios y se rehúsa a creer en él? ¿Te preguntas por qué ese accidente se llevó a alguien tan joven, o por qué tienes esta enfermedad? De sobra sabemos que no tendremos respuesta a muchas preguntas. La única respuesta que Dios nos da es que todos estamos sujetos a la desobediencia. ¿Y qué hacemos con esto? No tenemos que hacer nada, porque Dios lo hizo todo por y para nosotros.
Dios envió a Cristo para revelarnos, para mostrarnos la profundidad de sus riquezas. Los dones de Dios que vienen de su propio corazón son maravillosos. Jesús tuvo la función suprema de traer las profundidades de Dios a la superficie. Jesús mostró que Dios es celoso y demanda obediencia, y por eso Jesús fue obediente. En lo profundo del corazón de Dios no hay ningún rencor por nuestra desobediencia. Dios no alimenta ningún resentimiento en contra de nosotros. Dios no tiene sed de venganza ni alberga rabia en su corazón. ¿Qué tiene Dios en su corazón? ¿Qué saca de sus profundidades divinas? Misericordia, compasión, perdón. Dios ve nuestras necesidades, conoce todas nuestras preguntas, y actúa en consecuencia. A su tiempo, desde las profundidades de sus riquezas, envió a su Hijo, verdadero Dios, para nacer como verdadero hombre. Jesús, la persona más humilde que jamás nació en este mundo, vivió en obediencia perfecta a su Padre. Pero no lo hizo por él, sino por nosotros, que estábamos sujetos a la desobediencia.
En Cristo vemos la misericordia de Dios en forma visible, palpable. La misericordia habló palabras de perdón y de ánimo. La misericordia no vino a traer castigo por la desobediencia, sino perdón. A la mujer sorprendida en adulterio Jesús le dijo: «Y, mujer, ¿dónde están todos? ¿Ya nadie te condena?» Ella dijo: «Nadie, Señor.» Entonces Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y no peques más.» (Juan 8:10-11). Al paralítico a quien sus amigos habían bajado en una camilla haciendo un agujero en el techo, Jesús le dijo: «Ten ánimo, hijo; los pecados te son perdonados» (Mateo 9:2). A la mujer que por muchos años sufría de pérdida de sangre Jesús le dijo: «Ten ánimo, hija; tu fe te ha salvado» (Mateo 9:22). Perdón, ánimo, esperanza de vida eterna, son las características de la misericordia de Dios en Cristo.
Dios no fue mezquino cuando nos mostró las profundidades de sus riquezas. Envió a este mundo perdido, sucio de pecado y destinado a la perdición, lo mejor que tenía: a su Hijo amado. En obediencia, Jesús cumplió la ley a la perfección y así le quitó a esa ley el poder de condenarnos. En obediencia, Jesús hizo la voluntad del Padre de dejarse llevar a la cruz, a pesar de su inocencia, para ofrecerse como sacrificio por los pecados de nosotros. Porque Dios es rico, pagó él mismo nuestro rescate. En Cristo, Dios murió en la cruz y resucitó victorioso para vencer al último y más terrible de nuestros enemigos: la muerte.
La misericordia de Dios no tiene fondo. No se acaba nunca, y todavía hoy la vemos en acción. Cristo sigue viniendo en todas partes donde se invoca su nombre. Sigue llegando a su iglesia mediante el Santo Bautismo para hacernos nacer de nuevo por la riqueza de su perdón. Cuando escuchamos su Palabra predicada, recibimos mediante el Espíritu Santo la fe que puede ver el perdón y el cielo abierto a la casa de Cristo. En la Santa Comunión, la misericordia de Dios se hace cuerpo y sangre, el mismo cuerpo y la misma sangre de Jesús. En el Bautismo, la Palabra y la Santa Cena, la misericordia de Dios se hace accesible a nosotros para perdonarnos y darnos ánimo en todo momento.
El apóstol Pablo cierra esta doxología con las palabras: «Ciertamente, todas las cosas son de él, y por él, y para él. ¡A él sea la gloria por siempre! Amén». Un poco más adelante, en esta misma carta, San Pablo dice. «Pues si vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya sea que vivamos, o que muramos, somos del Señor» (Romanos 14:8). Todo le pertenece a Dios: desde lo más insignificante de esta tierra hasta lo más inmenso del universo. La vida le pertenece a él, porque él la creó. En Cristo, también redimió la vida que se había perdido por el pecado. Por eso, porque somos de él, él nos reclama. Nos quiere a su lado porque somos sus hijos redimidos. Vivimos por él y para él. Cuando por fe entendemos esto, que vivimos por el Señor y para el Señor, nuestra perspectiva de vida se hace más como la perspectiva de Dios, y nos permite disfrutar de sus profundas riquezas ahora y por toda la eternidad.
Estimado oyente, las palabras de perdón y ánimo de Jesús son también para ti. Dios renueva su pacto de gracia cada vez que invocamos su nombre. Es mi oración que el Espíritu Santo te muestre por los ojos de la fe las profundidades de las riquezas de Dios, y que la paz de Cristo, que sobrepasa todo entendimiento, te sostenga y te anime a una vida de servicio al Dios que te compró con la sangre preciosa de su Hijo.
Y si tienes interés en aprender más sobre el Señor Jesús y las riquezas de su gracia, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.