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PARA EL CAMINO
Nuestra fe cristiana no nos lleva a aborrecer ni a ser indiferentes ni a despreciar a nuestro hermano. No andamos por la vida concentrados solo en nosotros mismos, sino que andamos con el corazón abierto y generoso para ser de apoyo y de ayuda al hermano que tiene necesidad.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
Tal vez has escuchado de alguien que pasó por una cirugía de corazón abierto, ¡y sobrevivió a la operación! Abrir el corazón de una persona para arreglarle una válvula o alguna otra anomalía peligrosa es algo que me conmueve profundamente; más precisamente, me moviliza el corazón. Tengo una amiga que a fines del año pasado pasó por esa experiencia. Los cirujanos le abrieron el pecho, le abrieron el corazón, le cambiaron una válvula y volvieron a cerrar todo. Ellos lo llaman ciencia médica. Yo creo que es un milagro que hoy en día la ciencia pueda hacer algo tan significativo. Mi amiga se recuperó bien. Y ahora anda por la vida con un corazón renovado.
Aun sin poder mirar el interior físico de una persona, solemos decir de alguien que muestra buena disposición a los demás que ‘tiene un buen corazón’. A veces decimos ‘esta persona tiene un corazón de oro’, y cuando nos encontramos con alguien que es testarudo o mal intencionado, pensamos que ‘tiene un corazón de piedra’. Es como que el corazón define a una persona.
La Biblia habla muchas veces del corazón para indicar la intimidad y la profundidad de una persona. Pero no habla mucho de corazón abierto o corazón cerrado. Sí menciona muchas veces el corazón que se endurece. En la Carta a los Hebreos, tres veces el apóstol reclama: «No endurezcan su corazón» (Hebreos 3:8, 15; 4:7). De esta forma hace alusión a lo que el apóstol San Juan llama «cerrar el corazón». Es como que se puede andar por la vida con un corazón latiendo solo para sí mismo, y cerrado para los demás.
Para el cristiano, tener el corazón abierto es estar vivo. El corazón cerrado es un problema serio. San Juan pone como ejemplo la historia de Caín y Abel. El odio, el aborrecer al otro, fue una de las primeras manifestaciones del pecado. En Génesis 3, cuando Dios echa a Adán y Eva fuera del Jardín de Edén, se produce una separación profunda entre lo santo y lo pecaminoso, entre el odio y el amor, entre la vida y la muerte. En el capítulo siguiente, el aborrecimiento de Caín por su hermano Abel lo llevó a cometer homicidio. En términos bíblicos, Caín cerró su corazón hacia su hermano y le quitó la vida. ¿Qué fue lo que pasó?
Jesús nos da una respuesta clara. En Juan 8[:44] les dice a algunos judíos que intentaban hacerlo caer en una trampa: «Ustedes son de su padre el diablo, y quieren cumplir con los deseos de su padre, quien desde el principio ha sido un homicida». Aquí está la explicación de por qué Caín cometió un homicidio: porque cambió de padre. Caín abandonó a su Padre Dios y se puso a disposición de su padre el diablo quien, según Jesús, siempre fue un homicida. El diablo siempre busca la muerte. El diablo es un enemigo a muerte de Dios mismo y de sus hijos redimidos.
Claro, tal vez nosotros no matemos a nadie físicamente, pero Jesús llama poderosamente a no aborrecer al hermano porque eso es equivalente a un homicidio. Así dice Jesús en su Sermón del Monte: «Yo les digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio, y cualquiera que a su hermano le diga «necio», será culpable ante el concilio, y cualquiera que le diga «fatuo», quedará expuesto al infierno de fuego» (Mateo 5:22). Y solo para aclarar, fatuo significa: presumido, engreído, impertinente. Podríamos decirlo más o menos así: cualquiera que descuida a su hermano, cierra su corazón y es responsable de cambiar de Padre, poniéndose bajo la paternidad del diablo.
En el capítulo que estudiamos hoy, el mismo apóstol Juan sentencia que «el que practica el pecado es del diablo» (1 Juan 3:8). San Juan le dirige estas palabras a los cristianos de todo el mundo que tenemos como Padre a Dios. En nuestro Bautismo Dios nos hizo nacer de nuevo, nos adoptó, nos recibió como sus hijos, y así salimos del mundo del aborrecimiento y del menosprecio para entrar al mundo del amor, de la compasión, al mundo de la gracia. Nosotros, los creyentes, hemos conocido el amor. ¿Cómo? Así nos dice San Juan en el versículo 16: «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros». Así es el amor: el amor no mata; el amor da vida.
¿Dónde está ese amor que da vida? ¿Cómo hemos conocido ese amor? En algún momento Dios nos invitó a una cita importante para declararnos su amor. Dios citó a todo el mundo alrededor de la cruz para que veamos cuánto nos ama. Notemos la profundidad de estas palabras del apóstol Juan: ‘Hemos conocido el amor porque él dio su vida por nosotros'». ¿Quién es él? ¡Dios mismo! En la muerte de Cristo presenciamos el amor y la pasión de Dios por nosotros. Dios mismo se entregó en la persona de su Hijo Jesús para cargar con nuestros pecados, para enfrentar el juicio divino que condena el pecado y para recibir el castigo de la muerte para satisfacer la demanda de su Padre celestial. Dios mismo se encargó de todo. ¡Eso es amor!
¿Qué hacemos ahora con esta declaración de amor de Dios? ¿Qué hacemos ahora que hemos conocido ese amor? San Juan nos enseña: «Así también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos». La mayoría de los apóstoles fueron mártires: sufrieron la muerte violenta en el ejercicio de su fe. Ellos tenían el corazón abierto. El apóstol Pablo les escribe a los Corintios: «¡Corintios! Les hemos hablado con toda franqueza; les hemos abierto nuestro corazón. No les hemos cerrado nuestro corazón, aunque ustedes sí nos han cerrado el suyo. Por tanto les pido, como de un padre a sus hijos, correspondan del mismo modo y ábrannos su corazón» (2 Corintios 6:11-13).
San Juan nos dice hoy que nosotros hagamos lo mismo que hizo Jesús y lo mismo que les pidió el apóstol Pablo a los corintios: no cerremos nuestro corazón. Parece mentira que sea posible que los cristianos, que hemos conocido el generoso amor de Dios, podamos cerrar nuestro corazón e ignorar a nuestro hermano en necesidad. Es muy apropiado que pensemos en esto. Nuestra fe cristiana no nos lleva a aborrecer ni a ser indiferentes ni a despreciar a nuestro hermano. No andamos por la vida concentrados solo en nosotros mismos, sino que andamos con el corazón abierto y generoso para ser de apoyo y de ayuda al hermano que tiene necesidad.
Dios fue generoso y nos abrió su corazón. Y lo sigue haciendo todavía hoy. Por eso nos cita a todos sus hijos redimidos a conocer cómo él renueva su promesa de amor por nosotros cada vez que escuchamos su Palabra predicada y cada vez que nos acercamos a su mesa para alimentarnos de su banquete celestial. El cuerpo y la sangre de Jesús nos muestran su corazón por nosotros y nos traen a la memoria no solo que él entregó su vida en la cruz por nosotros, sino también que él resucitó victorioso de la muerte. Con un corazón abierto y generoso Dios nos invita a seguir participando del banquete para siempre, aun después de que seamos resucitados junto con todos los hermanos de todo el mundo y de todos los tiempos, para vivir para siempre en su gloria.
Un aspecto importante en estas palabras del apóstol Juan es que no es posible para un creyente vivir a corazón cerrado. Si cerramos nuestro corazón cambiamos de padre, nos ponemos bajo la paternidad del maligno y comenzamos a practicar el pecado. De eso nos quiere salvaguardar Dios mediante este mensaje de Juan. Al dejar nuestro corazón abierto, nos cuidamos a nosotros mismos y cuidamos a nuestro hermano que está en necesidad. Esa es una manera clara de mostrarnos a nosotros mismos que el amor de Dios habita en nosotros. Esta enseñanza de Dios mediante el apóstol Juan hace tocar tierra el amor de Dios, lo acerca por nuestro medio a quien lo necesita.
¿Hay alguien en necesidad cerca de ti, estimado oyente? ¿Hay alguien que necesita un abrazo, palabras de ánimo, consuelo? ¿Hay alguien que necesita ayuda física, que pueda beneficiarse de tu generosidad? Puedes usar lo que tengas para compartirlo: sea tu dinero, tu tiempo, tu vehículo, un plato de comida o dos, un poco de ayuda con los niños. Las necesidades a nuestro alrededor son muchas, y todas reclaman cierta urgencia. Dios no pretende crear una sociedad igualitaria, sino que sus hijos abran sus corazones a sus hermanos necesitados. Dios nos vio en necesidad y nos abrió su corazón, y nos cambió la vida para siempre. Así, dice San Juan, es como Dios espera que nos conduzcamos nosotros con nuestros hermanos.
Tenemos que notar que en este pasaje queda claro que en un corazón no hay lugar para el odio y el amor al mismo tiempo. Dios y el diablo no pueden habitar juntos. Si Dios nos hubiera aborrecido aunque sea un poquito, no podría habernos amado ni siquiera un poquito. ¡Y él nos amó mucho! Quiere decir que él no aborrece a sus criaturas. Solo busca que el necesitado de perdón se vuelva a él, que encuentre el camino que lleva a la paz y a la vida abundante. Aquí es donde el amor de Dios que habita en nosotros, los creyentes, puede hacer una diferencia eterna en la sociedad en la que vivimos, comenzando con aquellos que están más cerca de nosotros.
Cuando recibimos lo que más necesitábamos, el perdón de los pecados, el amor de Dios se instaló en nosotros. Ahora el amor de Dios habita en nosotros y quiere mostrarse a los demás con un corazón abierto y generoso. En las palabras de San Juan, el que tiene bienes ayuda, porque para eso tiene bienes.
Habrás notado, estimado oyente que nuestro texto termina con una reflexión que nos describe una práctica que vemos todos los días: «Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad». Hemos comprobado tantas veces que ‘del dicho al hecho hay un gran trecho’, que muchas veces nos quedamos con la promesa y las buenas intenciones, pero no tomamos la acción necesaria para asistir a aquellos que tienen necesidad. Para que nuestras palabras, promesas e intenciones se vuelvan acciones que cambien la vida de los demás, no hace falta que llamemos a una reunión ni que formemos un comité de ayuda. Sí hace falta que nos llamemos a reunión bajo la guía del Espíritu Santo a la casa del Padre, para rellenar nuestro corazón de su amor santo y generoso. Dios mismo nos pondrá en acción.
Estimado oyente, es mi oración que el amor que Dios te mostró en Cristo inunde tu corazón, para que puedas afirmarte en la fe y en la segura esperanza de la vida eterna. Ruego también que puedas ver todas las oportunidades que Dios te da para amar de hecho y en verdad a aquellos que te necesitan. Y si tienes interés en aprender más sobre el Señor Jesús y su amor por ti, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.