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PARA EL CAMINO
Bartimeo, el ciego sanado por Jesús, inmediatamente siguió tras Él. ¿Hasta dónde lo siguió? Es posible que, apenas unos días después, Bartimeo haya acompañado a Jesús en su entrada triunfante a Jerusalén y haya visto la limpieza del templo, y luego Su crucifixión y muerte. ¿Qué ha hecho Cristo por ti que te impulsa a seguirlo? ¿Hasta dónde lo sigues? ¿Qué ves cuando vas tras él?
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Amén.
Quiero pensar que alguna vez has escuchado acerca de los polos opuestos. Es una expresión que en nuestro ambiente latinoamericano usamos muy a menudo y que surge de la distancia que hay entre el polo sur y el polo norte de la tierra, los cuales nunca se pueden juntar. Pero también se usa en el área de la física donde existe la «Ley de la atracción de los polos magnéticos… Según esta ley, dos polos magnéticos opuestos se atraen entre sí, mientras que dos polos del mismo tipo se repelen.» Y por supuesto, esta expresión la usamos también en las relaciones personales, especialmente en la relación de pareja. Hay personas que se atraen y hay personas que se repelen. Hay parejas que están formadas por dos polos opuestos y sin embargo se llevan bien y se complementan el uno al otro.
En la historia que estudiamos hoy vemos dos personajes, los dos únicos que se mencionan, totalmente diferentes, y viviendo en situaciones totalmente diferentes. Bartimeo es ciego, es un menesteroso que no puede ir a ninguna parte sin que alguien lo guíe, que no puede moverse de su lugar, que depende totalmente de la misericordia de los que pasan a su lado, que no trabaja, que no juega, ni puede ser parte activa de la sociedad. El otro personaje es Jesús, que se mueve libremente por donde se le ocurra andar, siempre acompañado, muy acompañado, como en esta situación, lleno de vida y de recursos. Nunca tuvo necesidad de pedir limosna. Por la buena voluntad de los que creyeron en Él y apoyaban su ministerio, tuvo lo suficiente para alimentarse Él y sus discípulos y, gracias a la generosidad de su Padre celestial, pudo alimentar multitudes. Si comparamos a Bartimeo con Jesús podemos observar que son dos polos totalmente opuestos. ¿Son dos polos que se repelen? ¿Son dos polos que se atraen? ¿Será posible acercar esos dos polos y ver lo que sucede?
De esto se trata la historia de hoy. Jesús, que generalmente hacía su ministerio al norte del país, en la región de Galilea, viaja hacia Jerusalén acompañado de sus discípulos que lo seguían con asombro y con miedo (Marcos 10:32). En ese viaje Jesús vuelve a anunciarles su sufrimiento, muerte, y resurrección. Me imagino la cara de los discípulos con expresión de «¿Jesús está otra vez con eso?» Pero no se animaban a preguntarle nada, el tema era muy perturbador. Con ese anuncio y con la ansiedad que producía en los discípulos la llegada a Jerusalén, Jesús, sus seguidores más cercanos, y una gran multitud llenan las calles de Judea. Ya falta poco, apenas poco más de una semana, para que el anuncio de Jesús de su muerte y resurrección tomen lugar. Solo Él sabe que su tiempo terrenal está casi a su fin.
Al costado del camino hay un ciego mendigando, viviendo de la misericordia de los transeúntes que le tiraban unas monedas sobre su manta cuidadosamente doblada en frente de él. Marcos describe algo acerca de él, se llama Bartimeo y es hijo de Timeo. Parece algo insignificante saber su nombre, pero el hecho de que Marcos haya dedicado espacio en su resumido evangelio para citarlo con nombre y apellido quiere decir que su historia hizo un impacto que perduró por años en la memoria de la gente, y que sugiere que después de que Jesús ascendió a los cielos Bartimeo fue un consagrado discípulo que enseñó a otros sobre Jesús.
A este punto, Bartimeo no sabe nada de los tiempos que Jesús había anunciado, pero sabía algo muy importante. Guiado por los sonidos de la gente en marcha, de alguna forma supo que Jesús estaba cerca, en medio del gentío. No lo podía ver, pero podía gritar, y lo hizo con todas sus fuerzas, como si fuera su última esperanza. Gritó hasta molestar a quienes estaban cerca: «Jesús, Hijo de David, ¡ten misericordia de mí!» Este pedido es de vital importancia. Los líderes religiosos del pueblo de Israel no sabían quién era Jesús. Hasta una vez le preguntaron: «¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te dio esta autoridad?» (Mateo 21:23). El evangelista Juan rescata, de un diálogo entre Jesús y los judíos, la reacción de estos: «¿Y quién eres tú?» (Juan 8:25). Muchos no sabían quién era Jesús, y este ciego, que nunca lo había visto, sino que solo había escuchado de él entendió que Jesús era el Mesías enviado de Dios. La frase: «Hijo de David», conectaba a Jesús con el descendiente prometido en el Antiguo Testamento (Jeremías 23:5). Bartimeo sabía que Dios había enviado a Jesús y que venía a practicar la misericordia. Solo una frase salía de su boca, la más importante de todas: «Jesús, Hijo de David, ¡ten misericordia de mí!» Esa es también nuestra frase, y si no la es, debe serla. Bartimeo tal vez no sabía sobre los polos opuestos, pero sabía en carne propia la enorme distancia que había entre él y Jesús. Bartimeo entendió el espacio que había entre lo poderoso y lo débil, entre lo rico y lo pobre, entre lo santo y lo que está perdido a causa del pecado.
Desde nuestro polo, desde lo débil, lo triste y lo desahuciado clamamos a Jesús: Ten misericordia. No hace falta que seamos ciegos físicamente para considerarnos en necesidad. Ya hemos sido ciegos espirituales perdidos en la penumbra del pecado que teníamos como único final la condenación eterna. Pero pasó Jesús, y vio nuestra miseria y se detuvo para rescatarnos y abrirnos los ojos para reconocer la misericordia de Dios hecha carne.
En la historia de hoy Jesús escuchó y se detuvo. Interrumpió su marcha para atender a un necesitado. Y lo manda a llamar. Bartimeo no recibe ahora quejas para que se callara, ahora lo animan, porque los que lo fueron a buscar saben que Jesús tiene lo que Bartimeo necesita. La reacción de Bartimeo es digna de consideración. Delante de él tenía su manta, la que le servía de abrigo en las noches y le permitía recibir las limosnas que le ayudaban a vivir. Literalmente, arrojó su capa a un lado y fue al encuentro con Jesús. Este es el gran encuentro entre dos polos opuestos. Jesús no repele a nadie. Él es muy diferente a Bartimeo, muy diferente a cualquiera de nosotros, la diferencia es tan grande como la distancia entre el polo norte y el polo sur, o entre el cielo y la tierra. Porque Jesús vino del cielo. Nosotros somos de la tierra. Solo Jesús puede acercar esos polos.
Para acercar a los pecadores a su presencia santa Jesús abre el diálogo con una pregunta, y lo hace con mucha gentileza, respetando al mendigo que no lo puede ver y no asumiendo su necesidad. «¿Qué quieres que haga por ti?» pregunta Jesús. En la respuesta de Bartimeo encontramos otra expresión de su fe: «Maestro». Esta palabra es una traducción del término hebreo «raboni» que quiere decir «maestro» y muchas veces «Señor». A Jesús muchas veces lo llamaron rabí, término hebreo más común para referirse a alguien que se dedica a la enseñanza. Raboni es diferente. Se usa en el Nuevo Testamento solamente aquí y en el Evangelio de Juan cuando María Magdalena, el día de la resurrección, reconoce a Jesús resucitado y exclama: ¡Raboni!
Bartimeo, una vez más da pruebas de conocer las Escrituras y de quién es Jesús. Por esa fe que tiene puede pedir la salud para sus ojos. Y Jesús se la concede. No hay nada aparatoso aquí. Nadie dice: «Hagan silencio que tal vez vamos a ver un milagro.» ¿Cómo ocurrió el milagro? No lo sabemos, ni debe importarnos. Lo que es importante es que Jesús respondió a la fe de Bartimeo a quién dijo: «Vete, tu fe te ha salvado.» Y así fue. «Enseguida el ciego recobró la vista.» ¡Qué Dios maravilloso que tenemos! No da vueltas al asunto, no hace más que una pregunta: «¿Qué puedo hacer por ti?» Jesús siempre, en aquel entonces y ahora tiene poder para transformar la vida de las personas, y tiene también la buena voluntad de hacerlo. No fue casualidad de que Jesús pasara por el lugar donde mendigaba Bartimeo. No es casualidad de que tú, estimado amigo, estés leyendo o escuchando este mensaje. Jesús se detiene para escuchar nuestro grito de angustia y para sanarnos completamente.
De los muchos lugares adónde Bartimeo podría haber ido para reconocer a los suyos, para contar del milagro que lo salvó de la ceguera y la mendicidad, no fue a ninguno, sino que siguió a Jesús en el camino. ¿A dónde iban? A Jerusalén, la ciudad santa y peligrosa. Ahora Bartimeo puede ver, y lleno de agradecimiento sigue a Jesús para ver qué más hará en los próximos días. Y esto es lo que Jesús hará dos días más tarde al llegar a Jerusalén: entrará montado en un burro entre gritos de «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» (Marcos 11:9). Después purificará el templo. Mostrará lo sagrado de los espacios de Dios, y encomendará respeto por la casa de oración de su Padre. Lavará los pies de sus discípulos en señal de humildad y servicio en la noche más solemne y sublime de la historia, cuando también comió la pascua e instituyó la Santa Cena. Luego se irá al monte de los olivos a orar con dolor y angustia porque su hora ya estaba cerca. Sufrirá el abandono de los suyos, la traición de Judas y la negación de Pedro. Sufrirá la burla de los soldados y el dolor de las espinas en su cabeza, anticipando el gran dolor que causará su crucifixión.
El bendito, el todopoderoso, el humilde servidor, el que entregó los regalos del cielo aquí en la tierra, ahora entregaba su vida por Bartimeo, por mí y por ti, estimado oyente. Jesús sabe de nuestra ceguera espiritual, de nuestra mendicidad. Se detuvo en la Cruz para que Dios tuviera tiempo de obrar la salvación de la humanidad. Ta vez, todo eso vio Bartimeo, y si no lo vio, se pudo haber enterado por otros, como nos ha pasado a nosotros. Pero ni la cruz ni la tumba pudieron evitar que Jesús volviera a caminar, a seguir su camino llevando consigo a miles y millones de personas redimidas hacia la casa de Dios, aquí en la tierra primero, y luego al cielo eterno. La resurrección de Jesús será nuestra resurrección el día final.
Estimado oyente, hoy Jesús te pregunta: ¿Qué quieres que haga por ti? ¿Qué quieres ver? Yo quiero ver más de la gloria de Dios en mi vida, en la paz que me da saber que, a causa de Cristo, Dios me ha perdonado, y me sigue perdonando diariamente. Quiero ver cómo Dios me va a usar para transmitir su amor hacia los mendigos que están a mi alrededor, porque, en definitiva, si entendemos lo que significa la gracia de Dios, reconoceremos que todos somos mendigos. Solo dependemos de su gracia y de su misericordia. Es mi oración, querido amigo, que Jesús abra tus ojos, que por el poder del Espíritu Santo fortalezca tu fe y te guíe en el camino de la vida para que puedas compartir con otros lo que has visto de Jesús. Y si el tema de hoy ha despertado tu interés en saber más sobre el Señor Jesús y su amor por ti, a continuación, te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.